Defender a Verbitsky y a González es defender a la presidenta
La llegada de Jorge Bergoglio al papado despertó enormes expectativas en América Latina. Los presidentes Maduro y Correa, de Venezuela y Ecuador respectivamente, se afanaron en felicitarlo. Hasta el momento, Francisco ha estado a la altura de las expectativas, recibiendo antes que nadie a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y luego a la primera magistrada brasilera Dilma Rousseff. Asimismo, invitó al cartonero Sergio Sánchez a su asunción en Roma y saludó para su cumpleaños a Gustavo Vera, titular de la cooperativa La Alameda, famosa por denunciar el trabajo esclavo en empresas textiles.
Sin embargo, estos gestos no deberían afectar el raciocinio. Para comenzar, lo que Bergoglio ha realizado hasta el momento no lo convierte en el Che Guevara. Segundo, es sensato recordar el rol por lo menos prescindente que tuvo durante la última dictadura y el choque frontal con las políticas más avanzadas del kirhnerismo. Tercero, el imaginario de Nación Católica que Bergoglio despierta remite al fundamento último de los tres últimos golpes de Estado (Aramburu, Onganía y Videla) y el bombardeo a Plaza de Mayo del 16 junio de 1955.
Así las cosas, las denuncias del periodista Horacio Verbitsky valen por sí mismas: cualquier testimonio respecto al rol de las autoridades eclesiásticas durante la última dictadura merecen atención. Pero además, los argumentos del periodista son funcionales a la estrategia presidencial. Francisco I fue un opositor duro al gobierno, que rápidamente selló un armisticio con Cristina A Bergoglio le inquietan sus inconductas durante el pasado antiguo y reciente al punto que sacó un comunicado desligándose de la dictadura y recibió a su defensor en el asunto, el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel. No quiere problemas con el gobierno más poderoso en materia de Derechos Humanos. Los artículos de Verbitsky expresan la posibilidad que el gobierno modifique su política hacia el Vaticano en caso de necesitarlo.
El caso de Horacio González, como siempre, es más complejo. A González le preocupa esta igualación automática que se hace entre peronismo y catolicismo. La legitimidad de una Argentina Católica, donde las expresiones disidentes son perseguidas, introduce los desencuentros históricos que es bueno recordar. Como por ejemplo, el rol que tuvo la Iglesia como aglutinador de la oposición que desembocó en el golpe de 1955. En el mismo sentido debe entenderse el enfrentamiento eclesiástico contra el matrimonio igualitario, en el que Bergoglio igualó a la pareja presidencial con el diablo. De nuevo: una hegemonía católica implicaría un cercenamiento de muchas de las libertades abiertas desde 2003.
Resulta sensato que la presidenta de la Nación evite un conflicto con el primer Papa que despierta esperanzas en América Latina desde Juan XXIII. Menos coherente son aquellos que inventan una equidad total entre peronismo y catolicismo (olvidando los sucesos funestos mencionados) y se dignan a evaluar el peronismo de dos compañeros que enfrentaron la dictadura, el alfonsinismo y el menemismo.