Derrota y catástrofe
La catástrofe que vivimos y que vamos a vivir es responsabilidad del ex presidente Mauricio Macri y sus socios, que volvieron a tomar una deuda extraordinaria que una vez más tiene que pagar el pueblo argentino. El Macri de ayer y el Macri de mañana.
La derrota, en cambio, tiene muchos responsables. El primero, sin duda, es Alberto Fernández, de ahora en más El Topo, que más allá de todas las calamidades naturales que tuvo su gobierno (pandemia, sequía), no tuvo ni una política que inclinara la cancha para el lado del progresismo. Nos quejábamos porque Macri llevó el dólar de 15 a 60 pesos, nosotres lo llevamos a 1.000 (escribo en inclusivo irónicamente). Compite con el señor presidente por el podio mayor Cristina Fernández de Kirchner, primero por elegirlo a él, segundo por complicar como lo hizo la gestión de gobierno (¿hubo gestión?), convirtiéndose en oposición desde el intestino (sino el corazón) del oficialismo. De aquí para abajo, cientos de responsabilidades de los diversos dirigentes, gobernadores e intendentes, que con alguna inteligencia peronista, apostaron por salvarse ellos y no hundirse con el gobierno nacional. El peronismo/kirchnerismo/progresismo se debe una autocrítica profunda.
Ahora quiero ampliar el espectro de la responsabilidad a los que también fueron y son víctimas de unas políticas sociales que están dejando a la mitad de la población en la pobreza. Los que pensamos la política tenemos que sentirnos muy mal, no por perder, lo que dentro de todo forma parte de las reglas del juego, sino por haber perdido por la diferencia que perdimos y que nadie previó, como si nuestro entendimiento estuviera percibiendo una realidad que no existe, o que solo existe en nuestra imaginación y en la de unos cuantos más. Una parte de la población argentina supone y percibe que otra parte de la población argentina vive de lo que ellos pagan, viven del Estado. A estos nos les fue tan mal como les fue a ellos: los que cobran un sueldo del Estado, los que tienen prestaciones o servicios con respecto al Estado, los que son funcionarios o empleados del Estado, los que tienen “planes” del Estado. Los casos escandalosos (como Insaurralde, por ejemplo) derraman sobre otros que mantienen en funcionamiento los engranajes y servicios del Estado su lacra de corrupción, y para los cuentapropistas, los monotributistas, los choferes independientes, los ciclistas autosustentados, todos aquellos que mantienen con el Estado sólo una relación de deudor, constituyen una clase social en sí misma. El excepcional y mentiroso concepto de La Casta los cubre a ellos también. La Casta, que desapareció del vocabulario del presidente electo y por ende de todos sus aliados orgánicos, periodistas ensobrados por el capital real, fue el abracadabra que le permitió a Milei (¿Mi-Ley? ¿Su-Ley?) ganar estas elecciones, pues todo el mundo entendía a quién se refería, aunque no tuviera ningún referente muy claro.
Me siento responsable de la derrota. No tengo ningún amigo que haya votado a Milei, ni siquiera un conocido que lo haya hecho, lo que habla de mi vida en un gueto muy privilegiado. No tengo ningún cargo “político”, soy docente de la Universidad de Buenos Aires, a lo sumo. En su momento creí que Alberto iba a hacer la ancha avenida del medio. Llegué a creer que un enemigo interno también podía asfaltar esa avenida y llevarnos a un país esplendoroso. Es decir, soy crédulo, necesito creer. Pero nunca creí en la famosa consigna mentirosa con la que pintamos las calles de la ciudad: “La patria es el otro”. ¿Por qué? Porque leí varios libros de antropología y filosofía sobre el otro, y el otro al que se refería esta consigna era un otro muy domesticado, un otro que es diferente a uno pero no se subleva. El otro real, en cambio, es un otro que nos incomoda, que nos impugna. Milei y sus huestes son el otro, ¿no nos dimos cuenta todavía?