Elogio de la militancia (esa rara actividad que no es un hobby ni un trabajo)
¿Qué es esa rara actividad que no es ni un hobby ni un trabajo, sino que se hace por pasión, por convicción, por conciencia, por calentura (con cuestiones que nos enojan y otras tantas que nos excitan? Pensada de manera situada, temporalmente, podríamos decir que en este siglo XXI la militancia es –o intenta ser-- un revés existencial al modo de vida neoliberal. Frente a un horizonte ideológico epocal que promueve un estar en el mundo que se impone como máxima donde la concepción que lo guía está centrada en el hecho de que toda existencia debe estructurarse en función de cada quien (es decir de un “Yo”) la militancia se asume como actividad colectiva orientada hacia la transformación social. Es lo contrario del equivalente del funcionario o el técnico neoliberal, quienes reducen la política a la gestión y, por lo tanto, piensan la intervención política como carrera profesional, como actividad por la que se percibe un sueldo (ni siquiera hablan de trabajo) y por la cual se puede ascender socialmente o legitimar una posición de clase ya ventajosa desde la cuna.
Por eso, para quienes entendemos que la transformación social en sentido emancipatorio requiere de la construcción de un bloque de fuerzas sociales que devenga cuerpo político capaz de imponer su proyecto de país, nos resulta fundamental asumir una revalorización del rol militante en la sociedad. Porque si comprendemos la necesidad imperiosa que tenemos de reconstruir organizaciones políticas que contribuyan a que las militancias podamos repensar y problematizar algunas ideas predominantes en el siglo XX, y proyectar una estrategia de poder para el siglo XXI, resulta fundamental –asimismo asumir que las organizaciones no son una abstracción, y que se desarrollan siempre a través de sus integrantes.
Si algo puede ayudarnos revisitar la historia previa al golpe de marzo de 1976 en Argentina, es en el hecho de entender que las militancias, sus perfiles, responden siempre a un momento histórico determinado. No en vano las huellas del terror en “democracia”, durante sus primeros años tras el ocaso de la última dictadura cívico-militar, insistieron tanto en el “no te metas” y el macrismo, con su slogan de “grasa militante”, buscó que esa lógica –la de un compromiso profundo para cambiar el orden injusto de cosas—no se metiera o no permaneciera en el Estado, que debía ser mínimo para cualquier iniciativa de redistribución social, y máximo para garantizar los grandes negociados de las empresas importantes y para reprimir cualquier intento de desborde.
Por eso hoy, en un contexto de debilitamiento de las perspectivas estratégicas transformadoras, repensar y reelaborar los modos de intervención política resulta fundamental. Revisión que implica repensar y reelaborar, es decir, gestar en una abierta conexión con el pasado, ese que el neoliberalismo busca todo el tiempo borrar del horizonte de sentidos.
De allí que postulemos el anhelo por encarar esta nueva década que estamos transitando con militancias que sea capaces de reinventar un nuevo vínculo entre la actividad social por abajo y la actividad institucional por arriba. Las luchas sociales y los intentos políticos por transformar las cosas en los últimos años introdujeron dos nuevos fenómenos que todo proyecto con vocación emancipatoria deberá abordar para problematizar y transformar: ambos confunden la militancia con el trabajo, sea en el Estado –como funcionarixs o como docentes por el que se percibe un salario--, sea como parte de algún proyecto en el marco de alguna organización social.
La militancia, entonces, como núcleo central del que-hacer político, no es un trabajo, sino una actitud singular ante la vida, por más que en la militancia se trabaje y se estudie, o por más que haya momentos específicos del día en el que se asuman tareas políticas determinadas, la militancia implica modos de ser, que nunca son en soledad, sino un ser-con-los-demás, que no se hace para un beneficio personal sino para nuestro crecimiento y desarrollo en la marco de una comunidad.
En ese sentido, y más allá de las tareas específicas que cada militante pueda llegar a desarrollar en su cotidianeidad, resulta auspicioso recuperar y recrear una perspectiva de integralidad que permita desplegar militancias capaces de garantizar funciones diversas (centralmente de organización, agitación, formación y comunicación), y para ello se requiere multiplicar, cualificar, es decir, formar. La formación integral de los cuadros de una organización determinada (no importa aquí su nombre, o su inscripción identitaria) resulta prioritaria para todo proyecto que se pretenda de largo plazo, y más en momentos como los actuales, en los cuales la perspectiva de transformación profunda de la sociedad no puede sino concebirse como un proceso prolongado (“la organización vence al tiempo”, decía Perón, y podríamos agregar: no hay organización sin cuadros y militancias que la construyan, la sostengan, la hagan crecer cuantitativa y cualitativamente).
Ser militante, entonces –decimos hoy-- no es una simple tarea más dentro del conjunto de tareas que desplegamos en nuestras vidas cotidianas, entre otras cosas, porque implica poder asumir algunas coordenadas existenciales. Entre ellas, entender que siempre –aún en las peores circunstancias-- hay algo por hacer para transformar la realidad, por más agobiante que ésta se nos pueda presentar (porque siempre hay algo que se sale de la norma, se escapa o huye a las modelizaciones que impone la estructura en la que vivimos y nos condiciona); y siempre --por lo tanto-- hay un espacio, aunque sea mínimo, para la desobediencia, la rebeldía, la impugnación a lo dado (siempre se puede resistir, o más bien, la militancia es el punto de vista que asume que siempre estamos resistiendo, incluso siendo gobierno, porque cuando resistimos anunciamos ese inconformismo que asume que la vida es cambio perpetuo, conflicto, movimiento).
En este contexto, entonces, reivindicar un modo de vida militante implica un enorme desafío, frente a la idea hegemónica de que “hacer política” es “hacer carrera” (en el Estado) o llevar adelante una “contraprestación” (en un movimiento social. Frente al creciente proceso de individualización en el que nos vemos formateados por el neoliberalismo, reconstruir un horizonte revolucionario para las militancias populares se torna vital: un horizonte capaz de volver a enamorarnos, junto a las grandes masas populares, respecto de proyectos que sean capaces de contagiar entusiasmo y transmitir confianza respecto de que es posible y viable (no utópico o soñador), ejercer una crítica radical frente a todo lo existente; una crítica radical en un sentido profundamente materialista, realista, capaz de proponer y contribuir a gestar las condiciones para superar el horizonte de sentido que impone la era del realismo capitalista, en el que resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Por eso, un nuevo aniversario del 17 de noviembre, además de día de fiesta y encuentro, puede ser también –por qué no-- un momento fundamental para volver a ejercitar la imaginación crítica, esa que nos permita volver a plantarnos que hay que cambiar todo lo que tenga que ser cambiado.
*El autor es escritor, periodista, investigador. Director del Instituto Generosa Frattasi.