Je suis... ¿qué?
Por Diego Kenis
El diario La Nación reconoció esta semana la osadía expuesta por la procuradora general Alejandra Gils Carbó para enfrentarse a Antonio Stiusso cuando ella era una simple fiscal y él el hombre más poderoso en Inteligencia en la Argentina.
Ello no impidió, sin embargo, la germinación de críticas hacia la funcionaria. Los medios opositores siguen apostando a confundirla con una fanática kirchnerista, pese a que demostró su honestidad intelectual muy temprano: nada menos que enfrentándose, al mismo tiempo, al grupo Clarín y a Néstor Kirchner, cuando la guerra no había estallado y el ex presidente renovó antojadizamente las licencias del pulpo.
Algunas palabras se repiten en el discurso mediático. Prestarles atención es prevenir. Si en ese relato el fallecido Alberto Nisman es el fiscal mártir del antiterrorismo, Gils Carbó y los fiscales que de su Procuración dependen son “talibanes”. La Nueva Provincia de Bahía Blanca utilizó ese adjetivo para Gils Carbó el jueves 29, cuestionando el proyecto oficial de depositar en la Procuración las escuchas obtenidas por Inteligencia. La misma calificación había otorgado Ricardo Roa, uno de los principales editores de Clarín, al fiscal Miguel Palazzani.
En ambos casos, es perfectamente comprensible. El director del diario bahiense está imputado en una causa por delitos de lesa humanidad que descubre como tipo penal el aporte al genocidio de operaciones psicológicas previstas en reglamentos castrenses secretos y sin las cuales los crímenes no se habrían podido llevar a cabo. La causa tiene antecedentes internacionales, pero no locales. Palazzani, designado en diciembre último fiscal general porteño, fue el autor del planteo penal contra Massot.
También “talibán” resultó Roberto Carlés, propuesto esta semana por el gobierno para reemplazar a Eugenio Zaffaroni en la Corte Suprema, de acuerdo a la interpretación del ex miembro del Consejo de la Magistratura Alejandro Fargosi.
El uso y abuso del término, extrapolado de otras realidades y comprado a ciegas a las grandes cadenas informativas norteamericanas, compara a funcionarios de instituciones republicanas, inobjetables académica y profesionalmente, con presuntos terroristas, en medio de la sensibilidad mundial por el atentado de París y del enrarecido clima local tras la muerte del fiscal Nisman, quien procuró hundir en una telaraña incongruente de sospechas a los gobiernos de Argentina e Irán.
Cabría volver a analizar la oportunidad de la llamada “ley antiterrorista”, en especial recordando que la calificación depende de la palabra hegemónica. La pregunta golpea también a las puertas del kirchnerismo y sus aliados, incluso de aquellos que avalaron la normativa, por la llamativa sucesión de mensajes judiciales y mediáticos que buscan emparentar al oficialismo con sectores, léxicos y regiones asociadas –justa o injustamente, se sospecha en muchos casos lo segundo- con el término “terrorista”.
Los antecedentes que ofrece la historia reciente no son alentadores para el campo popular en general ni en particular para el peronismo, que siempre ha aportado el grueso de las víctimas en la aplicación de normativas que confunden seguridad y defensa y a las que prestó aval e incluso promoción.
Las circunstancias son, al menos de momento, muy distintas. También varía el enemigo mundial escogido. Pero cabría recordar al plan de Conmoción Interna del Estado (Conintes) que Arturo Frondizi creó en noviembre de 1958, un semestre después de ganar las elecciones con un peronismo proscripto que optó por apoyarlo. Tres lustros más tarde, María Estela Martínez viuda de Perón y un grupo de sus funcionarios firmaron el decreto que envió a los militares a “aniquilar” a los “elementos subversivos” y terminó de abrir, de ese modo, la puerta a la etapa más oscura de la Argentina. Bajo el estigma del “subversivo” e incluso del ahora recuperado “terrorista” se asesinó, torturó y secuestró a miles de seres humanos, muchos de las cuales eran peronistas. El decreto que convirtió en legales los estigmas también lo era.