México: los asesinatos de un Estado criminal
Por Norberto Emmerich
Iguala, al igual que en el siglo XIX, se está transformando nuevamente en la cuna de la segunda independencia de México. Las movilizaciones reclamando la aparición con vida de los 43 normalistas de Ayotzinapa se están extendiendo por todo el país, y por todo el mundo. Los organismos internacionales le reclaman al gobierno mexicano por su bajo estándar de respeto a los derechos humanos. Los miles de movilizados en el zócalo capitalino sostenían que se trata de crimen de Estado, muchos piden la renuncia de un gobierno claramente agotado mientras algunos funcionarios ya quieren retirarse.
Peña Nieto no estaba distraído atendiendo los intereses de las multinacionales petroleras o de los nacionales grupos de telecomunicaciones. No estaba ciego a los reclamos de seguridad y pacificación. No estaba dedicado a controlar la violencia a través de una estrategia de medios. No planeó una maniobra de distracción, de obstrucción de justicia o de encubrimiento manifiesto. No disfrutaba los halagos del empresariado cautivado por las reformas. Muy por el contrario, Peña Nieto hizo lo que la elite mexicana siempre supo que debía hacerse: controlar a como dé lugar los Estados de Chiapas, Oaxaca, Michoacán y Guerrero.
Hernán Cortés, Estados Unidos y Francia invadieron México por el puerto de Veracruz, ese puñal geopolítico clavado en el heartland mexicano.
En las tres ocasiones, el poder instalado en la alta planicie de la ciudad de México vio en esas cuatro regiones el núcleo combativo al que debía dominar si quería gobernar un país geográficamente lleno de escondrijos, vericuetos y laberintos.
El EZLN en Chiapas, los maestros en Oaxaca, las autodefensas y los narcos en Michoacán, todos ellos en Guerrero fueron las manifestaciones más recientes de la importancia geopolítica de estos Estados.
La elite mexicana, aquella rancia estirpe de hombres que habla en castellano pero piensa en inglés, la que estudia estas cosas en profundidad, tiene una visión estratégica con límites precisos. Su mirada, enturbiada por cinco siglos de acumulación incesante, no puede ni quiere mirar más allá. Si México debe sobrevivir, lo que significa la sobrevivencia del México colonial y colonizado cuyos beneficios detentan, es moralmente justo y políticamente necesario que muera hasta el último mexicano si es preciso. Les preocupa el estallido social, no la desaparición de los normalistas.
Así como la revolución mexicana perdió todo rasgo revolucionario al llegar la pacificación, el priísmo peñista se alimenta del crimen (no de la violencia en general ni de la guerra en particular) como política de Estado. No es un Estado represor, como el de Echeverría, ni un Estado violador de Derechos Humanos, como el de Calderón. Es un Estado criminal, que comete delitos en forma sistemática para satisfacer imperativos geopolíticos en crisis. No es un Estado fallido, es un Estado de excepción, la definición más desnuda y estricta de lo que es un Estado.
Una crisis en Baja California o en Mérida puede ser tratada con ciertos rasgos democráticos. Una crisis en Chihuahua será reprimida con mayor fuerza. Una crisis en la zona de amortiguamiento (Oaxaca, Chiapas, Michoacán, Guerrero) será resuelta en términos perentorios y excepcionales. Una crisis en la Ciudad de México ni siquiera puede nacer. Por eso Tlatelolco, el 1° de diciembre de 2012 o el ingreso policial a CU recientemente.
En los crímenes de Estado el asesino no es quien dispara (policías municipales), ni el jefe del pelotón (Abarca), ni quien encubre el hecho (Aguirre) sino quien planea la estrategia y emite la orden ejecutiva (Peña Nieto).
Y ¿qué es lo que amenaza a este México del priísmo peñista? Como siempre, ese triple fantasma tan temido que conjuga el cansancio, la historia y la revolución. Ese salvaje momento en que el cansancio de una historia centenaria de humillaciones se transforma en una marea revolucionaria que devora voluntades y desconoce temores.
Allí está Peña Nieto, una buena imagen para Televisa, un pésimo piloto de tormentas, parado en el timón de un barco (eso significa gobernar, manejar un buque), como si estuviera todavía en un spot de televisión.