"Pacho O' Donnell: ¿Desde cuándo dejaste de ser menemista?"
Por Enrique Manson
Lo había visto, sin duda, hablar por televisión, y me parecía un buen entrevistador. En aquellos jóvenes tiempos, solía permitir que el entrevistado expusiera sus ideas. Más adelante tomaría la costumbre de monopolizar el uso de la palabra, impidiendo que el espectador se enterara de lo que el interpelado pensaba.
No había leído sus libros. Volcado al estudio de la Historia de nuestro siglo XX, no prestaba mayor atención a las publicaciones de períodos anteriores. Eso me acusó algún malestar con un alumno que me preguntó mi opinión sobre los recientes éxitos de Felipe Pigna y sus Mitos. Convertidos en el best seller del momento, no había leído los libros de Felipe –lo que me convertía en una especie de bicho raro- , por lo que me limité a contestar con el chiste tonto de que jamás criticaría a Pigna porque mi interlocutor se daría cuenta fácilmente que lo hacía porque vende muchos más libros que yo.
Desde distintas cuevas del revisionismo histórico nos habíamos ido juntando grupos, entre los que algunos con más audacia, otros con modestia, nos llamábamos historiadores. Todos habíamos volcado nuestro compromiso con la memoria nacional para ponerlo al servicio de la inesperada transformación que sufría nuestra patria en esos doce años ganados, para nosotros, perdidos para nuestros habituales contradictores.
Fue la aparición del polígrafo: médico psiquiatra, novelista, dramaturgo, político y, más recientemente, historiador. Era el contacto ideal, por su condición de figura mediática, conocida y, aún, respetada, para llevar a cabo el proyecto de construir un instituto histórico que, inspirado en nuestros maestros revisionistas, recogiera la vieja bandera de la visión nacional y popular de la historia, para hacer nuestro aporte desde nuestro campo en la tarea de recuperación de la Argentina, que casi había llegado a desaparecer en 2001.
Era él quien facilitaría los contactos necesarios. Él había dicho en alguna conversación informal que no quería ser el presidente de la nueva institución. Mucho no le creímos, pero no era importante. Fue él quien gestionó la primera entrevista con la presidenta de la Nación. Fue él quien le pidió la creación del nuevo instituto. Él y Cristina imaginaron el nombre del mártir de Navarro para denominarlo.
La aparición del Dorrego se anticipó de alguna manera al actual Pontífice argentino: Hizo lío. La autodenominada Tribuna de doctrina -el diarito de Mitre, lo llamaban los alsinistas- se apresuró a denunciar que “El mundo académico argentino acaba de ingresar en una fuerte polémica sobre el nuevo relato histórico que se propone instaurar el kirchnerismo. Por medio del decreto 1880/2011, firmado por la presidenta hace diez días, el gobierno creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego, que se propone reescribir la historia argentina a través de algunos de los grandes personajes del pasado.” Para La Nación “se ignora aún si el objetivo real no será incorporar estos nuevos relatos históricos en los programas de las escuelas secundarias. Y alertan, en consecuencia, sobre la posibilidad de que esta operación impulsada por la Casa Rosada tenga como meta la instauración de un ‘pensamiento único’ del pasado.”
Sin embargo, y a pesar de lo mucho que el Instituto Dorrego produjo durante su corta vida, esta fue tal vez demasiado corta o sus integrantes, aunque no meros “historiadores silvestres”, no tuvimos en ese tiempo la capacidad necesaria para cumplir plenamente con los objetivos. Tal vez han sido muchas décadas de clandestinidad intelectual ante la Religión Historiográfica Establecida, que facilitaron los errores y las carencias. Que llevaron a quien fuera el principal impulsor de la iniciativa, a sugerir la disolución del Instituto. Y a quien ocupara importantes funciones, por méritos heredados de su padre, a mezclar al Dorrego con sus internas políticas personales.
Y aquí la autocrítica hoy, que proliferan quienes las demandan por doquier dentro del movimiento nacional.
He sido honrado con la designación de vocal de la Comisión Directiva del Instituto Dorrego por decreto de la presidenta de la Nación. Eso debió suponer un compromiso de actividad interna que no omitiera las críticas a la gestión de quienes ocupaban los cargos más altos.
Uno tiene algún camino recorrido en el campo de la Historia. Y también pude conocer la vanidad de quien no vaciló en adornar la entrada de la librería del Instituto con un cartel que presentaba su rostro escoltado por los de Pepe Rosa y el Colorado Ramos. Y, como nos permitieron formar un equipo de trabajo dedicado a estudiar, clasificar y divulgar el pensamiento de quienes habían sido nuestros maestros en la corriente más popular del revisionismo: el mismo Pepe, Fermín Chávez, Osvaldo Guglielmino, optamos por concentrarnos en nuestra labor, dejando a otros la figuración que tanto bien les hacía.
Es cierto que no faltaron los chisporroteos, como cuando consideramos necesario recordar que José María Rosa y Félix Luna eran abogados, que Jorge Abelardo Ramos carecía de título y que Fermín Chávez no había ido más allá del noviciado dominico, sin ser por ello meros historiadores silvestres, como se solía decir en reuniones internas de prolíficos autores como Araceli Bellota o Hugo Chumbita.
Pero dejamos hacer. Aún cuando escuchamos pasivamente que el Instituto Dorrego debía trascender al actual gobierno, para instalarse por los siglos de los siglos.
Y por todo eso, nos sentimos mal. ¡No por lo que hicimos mejor o peor en el ámbito del Instituto que tiene las glorias de haber sido creado por Cristina y haber sido derogado por Macri! Por lo que dejamos hacer, hablar, por no oponernos al afán de figuración de quien hoy exige a la presidenta pedir disculpas como un gesto de dignidad. A quien dice haber dado un portazo al retirarse del Instituto que él mismo presidía, porque había lacras. Porque formaba parte de un gobierno que estamos hablando de expedientes con la firma presidencial (y con la del propio denunciante). Esto fue un plan orquestado y protegido desde la Casa Rosada.
Amable lector, he escrito estas palabras con vergüenza por mi desidia, por haber dejado hacer a quien tiene además pecados veniales –a mi juicio- como aquel que llevó a un transeúnte que caminaba por la calle Balcarce, una mañana que salíamos de la Casa Rosada a gritarle: Pacho ¿Desde cuándo dejaste de ser menemista?