Posporno: un debate sobre lo violento y lo impuesto

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Posporno: un debate sobre lo violento y lo impuesto

04 Julio 2015

Por Mariana Sidoti*

¿Qué es la violencia? Desde la óptica televisiva o de información para masas, lo violento tiene casi siempre relación con lo físico. En las imágenes pesa más el morbo de la sangre que una humillación verbal, aún cuando la gravedad no amerite plantear extremos: ¿Qué es más violento, una piña homofóbica o toda una vida de miradas extrañas, ajenas, de maltratos en la escuela por parte de compañeros/as, docentes y familiares? Las impresiones sobre la violencia por parte del público mutan constantemente, fluctúan y se transforman a medida que la cultura se transforma.

En este mismo siglo XXI, 140 millones de mujeres y niñas sufren las consecuencias de la mutilación genital. No las vemos, no las conocemos: están tan lejos. Lo que sí vemos, y más aún de lo que quisiéramos admitir, es porno. Porno para todos, consumo cultural masivo al servicio de la implacable demanda. Como tantos otros productos, el porno se masificó con internet, y observar escenas de sexo hoy no cuesta nada: ancianos, jóvenes, treintañeros, adolescentes y muchas mujeres (que ahora, por fin, no temen  reconocerlo) alimentan un público que no para de crecer. ¿Hasta dónde consumimos porno sin preguntar? ¿Hasta dónde podemos decir que sabemos con precisión lo que nos están vendiendo? ¿Estamos comprando placer? ¿Estamos intentando parecernos a aquellas figuras flacas, maquilladas y sin un pelito de más, que rebosan orgasmos a más no poder?

Aquí es donde irrumpe el posporno. En realidad, lo hizo a comienzos de siglo en España, donde algunas feministas pro-sexo (aquellas que creen que el porno puede ser emancipador y no sólo satisfacer los deseos del varón heterosexual cliché) crearon un blog donde compartían pornografía alternativa. El posporno tira por la borda la construcción del deseo culturalmente propagado y catalogado como normal, recomendable y consumible: el modelo de belleza femenina, el sexo heterosexual, las prácticas dominantes contra las mujeres. Para el porno tradicional, sexo es igual a penetración, eyaculación y orgasmo. Pocos videos pornográficos terminan diferente. 

En un mundo donde las opciones son varón-mujer, activo-pasivo, masculino-femenino, el posporno  ocupa terreno para mostrar todas aquellas otras prácticas invisibilizadas (porque existen, vaya si existen) en el sexo que ninguna productora mainstream quiere exponer. Detrás del porno alternativo no hay aire: hay teoría Queer, hay lecturas de Foucault, hay un manifiesto explícito de poner sobre la mesa la diversidad de géneros, sexos y prácticas no convencionales que, así como las disidencias sexuales, vivían escondidas hasta que conquistaron la luz del día.

Es por eso que el posporno viene muy seguido acompañado de intervenciones o performances: como toda contracultura, puja por su espacio para existir. Generalmente en espacios públicos –que pueden ser tanto una Universidad como la vereda o un centro de compras- los participantes realizan muestras de porno alternativo, donde podemos esperar sentados si buscamos divisar la clásica escena de sexo oral durante 35 minutos, una breve penetración y un orgasmo fingido. La  penetración deja de ser inherente al falo y comienza a traer como protagonistas a otros objetos y experiencias que no por ser diferentes dejan de ser placenteras. Siempre, pero siempre, con el consentimiento de los artistas.

Lo que los medios de comunicación publicaron –la escena de penetración con un micrófono- fue apenas un fragmento de toda la performance y más aún de la actividad, que continuó con una charla/debate sobre género, sexualidades e interpretaciones del deseo –otra  de las diferencias que se plantean con el porno tradicional: su exagerada literalidad, su carencia de espacio para elucidar de forma autónoma. Y aunque las críticas se expandieron tanto que llegaron a la esfera política –un tema abordable en otros análisis-, lo que llevó al “dedo público” a señalar fue, principalmente, una cosa: la imposición, la violencia-de-hacernos-ver  eso que no queremos ver. Que sea en un espacio público, que esté a la vista de todos. Igual que las críticas a la comunidad LGBTIQ en las Marchas del Orgullo: “no nos molesta que sean diferentes, pero hágannos el favor: sean diferentes en privado”.

¿Qué es, entonces, lo que resulta violento de la performance posporno en la UBA? Quizás, como tantos estudiantes y periodistas y especialistas de turno han expresado, sea la “obligación” de verlo. Aunque si lo pensamos mejor, pocos parecen molestarse cuando el sistema impone contenidos en la TV, en las calles, en las casas –y en las camas- no sólo sin nuestro permiso, también sin nuestro conocimiento. El “horario de protección al menor” parece un chiste cuando prendemos Canal 13 a las 20; las publicidades sexistas desbordan los medios  y las mujeres, la mayoría desde temprana edad, soportamos muestras de genitales transeúntes con la misma pasividad con que tomamos el colectivo. Sin embargo, ninguno de estos hechos es visibilizado por la prensa ni puesto en el ojo de la tormenta en la opinión pública. ¿El hecho empieza a ser violento cuando se lo visibiliza? ¿Quién o quiénes deciden qué es lo que se hace visible?

Cuando llegamos a la pubertad, y algún compañerito nos advierte sobre esos temas prohibidos, acudimos a nuestros padres para que nos expliquen en qué consiste aquello de lo que todos hablan. La respuesta suele ser siempre genital: el sexo es eso que pasa cuando el pene se introduce en la vagina… ¿Acaso  no es esa la primer y casi única percepción que tenemos sobre la sexualidad cuando intentamos comprenderla? Ahora que crecimos, ¿seguimos creyendo que de eso se trata el sexo? ¿Tenemos tiempo de cuestionarnos si el sexo es eso que alguna vez nos enseñaron? Las imposiciones abundan y no sólo en los espacios públicos, aquellos que pueden ser disputados, puestos en debate, deconstruidos. Aislar el sexo a lo meramente privado no sólo contribuye al status quo, sino que además es hipócrita: lo privado se inmiscuye todo el tiempo en lo público, a cada segundo, y las nociones públicas pujan constantemente por ser adscriptas en el ámbito privado. La violencia de tener que vestirse para no ser abusadas, la violencia homobófica, transfóbica, lesbofóbica, la violencia de naturalizar los abusos: ninguna de esas violencias provoca tanto escándalo como una performance que busca disputar un espacio tan negado como la sexualidad. Habrá que repreguntarse, entonces, hasta qué punto lo que consideramos natural es impuesto, y cuáles son las prioridades de aquellos agentes que construyen “lo violento”.

 

* Estudiante de la Licenciatura en Comunicación Social  - UNLP

 

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