Cuando digo militante, por Jorge Giles
Por Jorge Giles | Fotos: Archivo de Roberto Baschetti
Digo militante y la palabra me envuelve y me desenvuelve la memoria de tantos compañeros y tantas compañeras que ofrendaron sus vidas defendiendo sueños y convicciones. A veces con conducción, a veces no.
Puesto a testimoniar sobre nuestra historia, la del eterno regreso de Perón y el peronismo, la de la resistencia a las dictaduras, empiezo por señalar en la cartografía el punto exacto donde este pueblo se reencontró con su líder y transformó de un solo trazo el curso de las aguas y los vientos: Ezeiza, provincia de Buenos Aires.
El “Luche y vuelve”, entonces, no fue sólo una consigna para convocarnos ese 17 de Noviembre de 1972; fue el santo y seña de una generación que irrumpía en la historia con el mismo caudal de rebeldías con que irrumpió aquella otra generación que la precedió en 1945, un mismo 17 pero de Octubre.
El y la militante fueron aquellos que peinaban las calles de los barrios pobres y los pueblos más lejanos invitando casa por casa, rancho por rancho, aula por aula, taller por taller, a creer que aún era posible construir un país más justo, libre y soberano, con Perón en la Argentina. Los días más felices siempre fueron peronistas, decíamos; y no lo decíamos con rubor ni pudor, sino con orgullo.
Digo militante y veo una multitud de jóvenes orgánicos e inorgánicos sosteniendo el regreso de Perón desde muy abajo. Ese fue el camino al 17 de Noviembre de 1972. Una parte de la dirigencia de entonces, tan ausente siempre, miraba para los costados, pedía la hora, sacaba la pelota afuera, negociaba el “Gran Acuerdo Nacional” por arriba con la dictadura, creaba cizaña en las fuerzas propias, difundía escepticismos, “Perón no vuelve más muchachos”, nos decían con esa arrogancia del que se las sabe todas. Y aquella juventud que fue premiada alguna vez de maravillosa, se arremangó la voluntad y salió a pelear y a pintar paredes y contagiar esperanzas en un país doliente que venía de ser masacrado en los basurales de José León Suarez en 1956 y más recientemente en un cuartel marino de Trelew, el 22 de Agosto del 72.
Antes y después, el peronismo nació para cimentar el camino del nuevo país que venía naciendo desde el fondo de la historia. No fue un partido; fue un movimiento y fue un frente y fue una usina y fue una cuna y fue la plaza llena pidiendo por Perón. En las buenas y en las malas, en el llano y en el gobierno, siempre lo sostuvieron sus militantes. A veces con conducción, a veces no.
Pongámonos de acuerdo con la historia: en 1945 todo el viejo sistema se opuso fieramente a ese coronel que hablaba desfachatadamente con el mismo lenguaje con que hablaba la “chusma”. Las “viejas gordas” de la Recoleta se le oponían; habrase visto semejante afrenta para la gente bien que es dueña y patrona de estas tierras y estas vacas. Los partidos tradicionales del sistema se le oponían. De izquierda a derecha y viceversa salieron a alertar contra la demagogia y el autoritarismo de un modesto Secretario de Trabajo y Previsión que otorgaba derechos como si repartiera panes y peces en lugar de enseñarles a pescar y moler la harina. Los intelectuales que se habían acostumbrados a dormir la siesta eterna en los bibliotecas de la oligarquía, se oponían a Perón como quien se opone a la luz mala que perturba la razón.
Los dirigentes sindicales que hacía rato se habían doctorado en roscas burocráticas y huelgas traicionadas, se le oponían.
Por eso, cuando digo militante peronista hablo de aquel y aquella militante que rompieron con el viejo sistema y parieron el primer 17, el de Octubre. Ellos rescataron a Perón de la prisión de Martín García y no se fueron hasta que el líder les dijo ya muy entrada la noche: “¡Trabajadores, únanse!”
Y fue la descendencia ampliada de esa generación original la que trajo a Perón a la patria después de 18 años de ostracismo, fusilamientos, represión y resistencia. Ese 17 la militancia del pueblo brotaba de las casas y atravesaba ríos, charcos y caminos de tierra para esperar a su líder.
La noche del 16 la militancia preparó las banderas y los bombos, desempolvó los cuadros de Perón y Evita, cocinó las milanesas, envolvió el salamín y el queso y cortó los panes, cargó todos los termos con agua y con café y repasó la ropa y el calzado que fuera más conveniente para la batalla.
Ezeiza del 72 fue una batalla con varios frentes de combate. Contra el olvido. Contra el destierro. Contra la muerte. Contra la incomprensión de los propios que dudaban si había que marchar a Ezeiza o no.
Y como pocas veces miles de hombres y mujeres de pueblo salieron decididos hacia Ezeiza a esperar a Perón sabiendo que el enemigo estaba afuera del Movimiento y no en su pliegue interior. Dan fe de esta naturaleza movimientista las imágenes de ese glorioso día con familias enteras portando de escudo el rostro sonriente de Perón y Evita, el humilde cartel del barrio y de la agrupación, los dignos trapos custodiados en la Unidad Básica semiclandestina.
Y fue así que, con estas convicciones, esa caravana de almas resistentes dio batalla contra las tanquetas y los fusiles que le cortaron el paso una y mil veces; y una y mil veces fueron derrotados por esa marea de pueblo que llegó hasta donde pudo. Recién después de la tormenta, llegó la fiesta al día siguiente. La casa de Gaspar Campos fue la cita de amor entre el General y esa muchachada.
El patricio general Lanusse tuvo que tragarse la lengua. El general del pueblo, Juan Domingo Perón, volvió en el cuero de esa multitud militante. Por eso el 17 de Noviembre es el Día del Militante Peronista, porque fueron ellos, los militantes, los que en ese día del 72 fueron un mismo cuero junto al cuero del líder regresado.
La lección que nos dejó aquel día para todos los tiempos es que quien es militante peronista, como el héroe de Oesterheld, nunca sueña, lucha, avanza o retrocede, en soledad, sino en multitud.
En la calle, en las plazas populares o en la frialdad de un calabozo, la militancia peronista siempre se piensa en multitud. Y cuida la unidad de esas multitudes, para no sentirse en soledad.
Cuando nos olvidamos esta idea fundante, la cartografía no señala Ezeiza, sino el propio ombligo.
Y acontece la tragedia.