Desarrollo económico y ambiente: de vuelta al debate, por Andrés Vera
Por Andrés Vera*
En una nota publicada en AGENCIA PACO URONDO el pasado viernes 21 de mayo (Sobre el debate en torno a la economía y la ecología, por Gabriel Mazzei), se desarrollaron una serie de puntos de controversia en el debate sobre las posibilidades de desarrollo nacional y el cuidado del ambiente. En este caso, el ingeniero Gabriel Mazzei ensaya un abanico de respuestas al economista Claudio Scaletta que requieren —desde el ejercicio académico— ciertas aclaraciones y precisiones. En este sentido y habiendo realizado ambas lecturas, creo necesario un humilde aporte desde mi profesión como investigador en ciencias económicas con particular interés en los procesos productivos. Según entiendo, el conocimiento es la herramienta principal para atenuar ciertos temores sobre el tema en cuestión. Aquí voy a centrarme en la producción agropecuaria y el uso de organismos genéticamente modificados (OGM).
Desde hace varias décadas, el país se enfrenta a la restricción externa; es decir, a la escasez relativa de divisas para dinamizar períodos de crecimiento económico estables que permitan dar lugar a la distribución del ingreso y al bienestar de sus ciudadanos. Para simplificar el punto que quiero destacar, debemos incrementar nuestra capacidad de ingresar dólares y/o disminuir su salida. Diversificar e incrementar nuestras exportaciones y sustituir —en función de nuestras posibilidades tecnológicas— las importaciones, nos permitiría incrementar nuestros saldos comerciales con el mundo y obtener las divisas necesarias para superar el estancamiento económico. La Argentina está en condiciones de captar mercados internacionales a través de sus producciones agropecuarias, hidrocarburíferas, minerales (metalíferos), y también a través de su desarrollo tecnológico en áreas como la energía nuclear y las telecomunicaciones, entre otras. Las opciones a la vista y la urgencia sentada a la mesa, con un 42% de pobreza en el segundo semestre del año 2020, demandan un debate a la altura de las circunstancias.
Ahora bien, vayamos a un punto de preocupación que tuvo cierta difusión mediática en las últimas semanas. Más allá de las precisiones sobre la categorización de los sectores ambientalistas y el ejercicio incansable de la crítica a los sistemas de producción masivos, queda en claro que la centralidad de la cuestión se basa en la dimensión que se le atribuye al impacto ambiental en determinadas actividades económicas con posibilidades de inserción en los mercados mundiales. En este marco, muchas veces se parte de una falsa dicotomía entre el ser humano y la naturaleza. No creo necesario subrayar que los seres humanos somos parte de la naturaleza y que, en consecuencia, atentar contra las condiciones de vida (bienestar) debe ser interiorizado —y en muchos casos lo es— responsablemente dentro del análisis de impacto ambiental.
Con relación a esto, vale decir que en los últimos 200 años la población humana experimentó un crecimiento exponencial: pasó de menos de 1.000 millones a principios del siglo XIX a casi 8.000 millones en la actualidad, con una proyección de 11.000 millones para el año 2100. Por su parte, la esperanza de vida en el mismo lapso se incrementó más de 2,5 veces; esto último fue posible gracias a la ciencia y tecnología aplicada a un gran abanico de áreas del conocimiento que permitieron a los seres humanos mejores condiciones de vida. Para agregar un dato, en las últimas dos décadas, la desnutrición ha descendido en términos relativos y absolutos en todo el mundo. Esto nos perfila hacia objetivos de hambre cero en el corto, mediano y largo plazo, lo cual requiere de grandes esfuerzos para mejorar la producción de alimentos, considerando y optimizando el uso de los recursos naturales y minimizando el impacto ambiental. Difícil tarea para prescindir de la biotecnología aplicada en el sector agropecuario y las posibilidades de mejora genética a través del desarrollo de OGM.
Sobre este punto de crítica, se pueden desarticular dos enunciados —a mi criterio, apresurados— de la nota de Mazzei. En primer lugar, sobre la ética-biológica se pueden decir demasiadas cosas, pero empecemos por definir qué es. La ética proviene de la palabra Ethos, del griego, que hace referencia a las costumbres, conductas o hábitos humanos. En este caso, la historia demuestra que en los últimos 11.000 años nos hemos acostumbrado a la adaptación de especies animales y vegetales. No hay novedad al respecto. La evolución de las técnicas permitió, hacia mediados del siglo XIX, superar la manipulación genética antigua y desarrollar la manipulación genética moderna que permite —entre otras particularidades— saltar la barrera de especie y transferir genes de un organismo a otro. Es decir, la evolución de la ciencia es la que dotó de nuevas herramientas a la humanidad para el mejoramiento —por ejemplo— de las producciones agropecuarias de las cuales depende nuestra alimentación. La biotecnología no es otra cosa que parte de esta evolución científica que puede aplicarse en diferentes áreas, tales como la producción de alimentos y la salud humana (entre otras). Para dar un ejemplo con relación a la aplicación de biotecnología en la salud, actualmente la insulina transgénica permite el tratamiento farmacológico de millones de argentinos diabéticos insulinodependientes. Vaya beneficio para esas personas.
Obviamente, podemos optar por temer y no utilizar determinada tecnología, al igual que algunos de nuestros antepasados, quienes temieron al uso del ferrocarril, la electricidad o, más atrás, la rueda. Para saldar este asunto y dar tranquilidad al lector, la ciencia puede asegurar hoy en día que casi nada de lo comemos es natural, tal como afirma el investigador español José Miguel Mulet, doctor en Bioquímica y Biología Molecular.
Respecto del segundo punto que preocupa al autor, relacionado con la concentración de la riqueza (mezclado con el uso del glifosato y su factor cancerígeno), es importante aclarar que la problemática de distribución inequitativa del ingreso (flujo) y riqueza (stock) atraviesa a todo el mundo y no es una característica propia y exclusiva de la Argentina. No se trata de empresas buenas o malas (aquí o allá), sino del sistema económico capitalista y su lógica de reproducción/acumulación del capital. Aquí es donde cabe aplicar una buena teoría para diagnosticar los problemas y eventualmente contrarrestarlos. Vayamos al grano. Si las multinacionales patentan OGM y con ello controlan determinados mercados mundiales, lo que debemos apoyar —en caso de contar con las capacidades científicas— es la producción nacional de OGM para darle lugar a eso que llaman “soberanía nacional” y que tanto anhelamos.
Pues bien, actualmente la Argentina cuenta con las capacidades científicas. Un equipo de investigadores/as del Instituto de Agrobiotecnología del Litoral (IAL, CONICET-UNL), en articulación con la empresa Bioceres de capitales nacionales, pudieron desarrollar —en dos décadas de investigación—el primer trigo transgénico HB4, que permite obtener semillas más tolerantes al estrés hídrico, con mayor productividad, sin necesidad de ampliar la frontera agrícola, optimizando el uso del agua y disminuyendo la huella de carbono. En resumidas cuentas, como afirma la Dra. Raquel Chan —directora del IAL y miembro de la Academia Nacional de Ciencias— este desarrollo biotecnológico permitiría aumentar la producción de alimentos y consecuentemente las exportaciones de trigo y su tecnología vinculada, considerando el cuidado del ambiente.
En el año 2019 se sembraron —en el mundo— 190 millones de hectáreas de cultivos genéticamente modificados a manos de 19 millones de agricultores. En la Argentina se siembran cerca de 24 millones de hectáreas con cultivos transgénicos que representan cerca del 13% de la superficie mundial. La mayoría de los eventos transgénicos desregulados —es decir, aptos para su uso— en el país son propiedad de empresas multinacionales (95%) y solo 3 son desarrollos nacionales solicitados por empresas nacionales. En el año 2020, el trigo HB4 recibió la aprobación regulatoria en la Argentina y —actualmente— su uso y comercialización están supeditados a la aprobación de su utilización en Brasil, principal importador de trigo argentino. No obstante, las críticas desmesuradas de un sector del ambientalismo parecen no acabarse, perjudicando claramente intereses nacionales. Basta detenerse en la campaña #ChauHavanna que circuló masivamente en redes sociales, en relación con el acuerdo de complementariedad científico-productivo entre Havanna y Bioceres. Resulta paradójico que este proyecto nacional que puede competir en el mundo con empresas multinacionales reciba una campaña en su contra con argumentos falaces basados en la resistencia de la planta al herbicida Glufosinato de amonio, el cual —de ser deseo del productor— puede no utilizarse en el proceso productivo.
Para ir cerrando el tema y aclarar cierta preocupación con respecto al herbicida glifosato utilizado en el país en las producciones de soja, algodón y maíz, podemos apuntar que la categorización 2A que el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC) le atribuyó a esta sustancia hace unos años, es la misma que le atribuye a las mezclas como el café y el mate. Ahora, si el problema está en su forma de utilización en el campo, la preocupación debiera pasar por fortalecer los organismos de control y no estigmatizar a la sustancia. Vale decir, por más que una tijera nos pueda cortar la mano, la culpa no es de la tijera sino del mal uso que pudimos darle.
En términos económicos, la producción agropecuaria a escala le aporta al país un ingreso enorme de divisas todos los años, de las cuales no podemos prescindir salvo que se acepte el deterioro del bienestar de los argentinos: siempre se puede estar peor. En el año 2020, las materias primas y manufacturas agropecuarias representaron un ingreso de divisas de 38.000 millones de dólares, casi un 70% del total exportado por todas las categorías. Por su parte el sector oleaginoso y cerealero, con producciones a escala, aportaron más de 26.000 millones, siendo la soja y derivados los más significativos, con 15.000 millones (más de un 27% de total), siempre hablando en dólares. Esto, al margen de las problemáticas que podemos abordar en cuanto a concentración económica y distribución del ingreso, no hubiese sido posible sin OGM y agroquímicos aplicados.
Volvamos al principio y reflexionemos. Contamos con capacidades científicas, tecnológicas y productivas en diferentes áreas del conocimiento para incrementar nuestras exportaciones, superar la restricción externa y dinamizar —política económica mediante—un sendero de crecimiento económico que nos acerque al bienestar. Las posibilidades están, solo queda aclarar el panorama y avanzar con firmeza en esa dirección.
* El autor es Doctor en Ciencias Económicas, profesor UNRN y UNCo - Becario postdoctoral CONICET. Para comunicarse: andresvera1980@gmail.com.ar