Después de Manguel, por Horacio González
Por Horacio González
En primer lugar, quiero dejar en claro que mi opinión sobre Manguel ya la he dado cuando asumió la dirección de la Biblioteca Nacional. En ese momento solo conocía parte de su obra, escueta, monotemática y erudita. Esto último lo conduce con empaque, no exento de alguna gracia, a la condición de conversador de salón, que lanza gorjeos de literatura refinada. Nada malo hay en ello, conoce bien la historia de la lectura y sobre ese profundo tema ha escrito un libro que tiene ediciones en varios países, salpicado por algunas chispas de agudeza. Tiene por momentos un atractivo de chuchería lujosa, y en otros casos, gemas relucientes por fuera, pero huecas por dentro. Esto revela el propósito de sus libros; dirigirse a un lector culto pero complaciente, que toma sus precauciones para no ser confundido por un ser banal, con su cobertura de una cita oportuna y rápida de Dante Alighieri o si cabe, de Joyce. Un Borges globalizado siempre viene como anillo al dedo, quitándole todas las garras sutiles y clandestinas que este autor clava sobre las entrañas argentinas. Su fina figura intelectual nunca le oponía a Manguel, reparos a sus ansias de vanidoso receptor de elogios o premios prefabricados.
Este tema de la historia civilizatoria de la lectura lo han cultivado Steiner, Piglia, Chartier, Borges, incluso Umberto Eco. Manguel es un epígono artificioso, no más. Hombre caprichoso, desconocedor de la cultura argentina como no sea ese Borges abstracto, expropiado de sus propios dramas y tensiones internas con la historia cultural del país. Como sea -su fórmula compleja de la existencia equivale a poder designarlo, sin exageración, como un gran impostor-, podía mantener una conversación sobre literatura universal y la fruición perfectamente compartible por los grandes monumentos de la escritura universal. Por cierto, asumió la dirección de la Biblioteca tres meses después de lo que correspondía -excusa: siempre es elegante, clases sin terminar en Pittsburgh-, al solo fin de no tener que ser contemporáneo de los cientos de despidos de ese momento. Ahora calculó que llegó la hora de retirarse, ante la probable sospecha, que ojalá no se concrete, de que vienen nuevos despidos, y por cierto, las preocupaciones que le provoca un gobierno sin rumbo. Hace una vida de “escritor progresista internacional”, cree tener títulos para ello, a ser una figura cincelada con esas honras prefabricadas por toda clase de instituciones resbaladizas. Le dieron el mando, le ofrecieron tiernos salarios, viajó en primera para atender sus tea-party en todo el mundo, y no percibió que desde el comienzo pataleaba sobre el abismo.
Con su astucia mal humorada, más evidente que sus metáforas sobre “la biblioteca de Noche”, se retira en un momento oportuno, luego de haber destruido una parte importante de las realizaciones y significados de la Biblioteca Nacional. Enumero apenas unos hechos, los más cargados de gravedad. Eliminó el Museo de la Lengua y el Libro, construido especialmente en 2010 para atender una de las obligaciones de una Biblioteca Nacional en Latinoamérica, sostener debates sobre las múltiples peculiaridades de nuestra lengua. Hoy el lingüista Manguel -absurdamente, miembro de la Academia Argentina de Letras, como si a ésta algo le faltara-, cerró el Museo de la Lengua, adosado a la Biblioteca, construido por el arquitecto Clorindo Testa. Precisamente, en la cuestión arquitectónica se lució también por su desprecio hacia el clasicismo de este edificio, que problemático como es, significa un hito de la arquitectura argentina. Al sector destinado a la dirección, en la que estuvieron todos los directores desde los años 80, lo sustituyó por otras funciones, que por más justificables que sean, bien podrían haberse hecho en otros lugares. Al tercer piso lo masacró construyendo oficinas de carácter empresarial con diseños impersonales de la globalización, secciónó salas de exposición y regló los movimientos internos con molinetes, guardias educadas en modelos policiales, y quitó el aire libertario y de circulación libre que tenía la Biblioteca. Muy grave fue la clausura de la Editorial, la única en el espacio público que con coherencia y un plan de trabajo, se ocupaba de reeditar el vasto patrimonio argentino de libros y revistas, que él desconoce y no valora. Imaginó ilusorios centros de psicoanálisis o literatura policial, que a mi juicio, con ser actividades que siempre se hicieron con constancia y sistematicidad como parte de la vida cultural de la biblioteca, necesitaban de mayores impulsos culturales y de menos decisiones burocráticas incumplibles. Manguel, en eso, fue a su pesar un buen macrista. Elogiaba a Mandela, pero llevaba un Macri escondido dentro de sus graciosos sombreritos. Elogiaba a Silvina Ocampo -que por cierto se lo merece, gran escritora que fue, al igual que su marido-, pero no podía contener su vocación, sus aprestos de ser autoritario, como única respuesta a su disposición ante los desafíos de un país que tercamente desconocía. Además, cambió la insignia histórica de la Biblioteca -que la hermanaba con las Bibliotecas Nacionales de Uruguay, Chile, Paraguay y Brasil-, para aprobar un “logotipo” con aires de empresa comercial dedicada a electrodomésticos. En algún momento han de retornar los antiguos distintivos y se deberá reconstruir lo desdeñado o desmadejado. Manguel en esto acató muy bien al gobierno ajustista con que el que ahora, cuando se acabaron las dádivas, dice no concordar. Quiso borrar una historia.
Cuando se recuperó el histórico edificio de la calle México, actuó él como si fuera el autor de una hazaña. Pero no le vamos a decir que “pida perdón en nombre del pueblo argentino”, como hizo en Colombia a propósito de un burdo episodio que arroja un haz de oscuridad sobre el conjunto de la política cultural del país. No obstante, era aquel un notorio plan de reparación patrimonial en plena concreción, que venía de lejos, pero pocos se animaron a decirle que él no estaba haciendo algo original, algo que fuera ni con poco el equivalente de los altos salarios que gozaba. ¿Entonces no hizo nada? No queremos ser injustos con un hombre que no sabía bien dónde estaba y al que su pompa, le impediría para siempre saberlo. Su acción se basó en mecenazgos empresariales -justo es decir que no contó con presupuestos adecuados-, y sobre esa discutible base se compró la biblioteca de Bioy -se había intentado en el período anterior desde el Estado, pero no alcanzaron los recursos-, se hicieron diversas pero escasas muestras, que tuvieron todo lo bueno que los trabajadores de la Biblioteca saben hacer, lo cual Manguel reconoció algo tardíamente pues venía sin saber adónde; al dantesco infierno populista, era lo que al parecer creía. No quiero imaginar que poco a poco no fuera percibiendo donde se hallaba, los nítidos valores que la Biblioteca contenía en sus trabajadores, pero sus íntimas convicciones lo llevaban a apostar al PPP, bandera macrista por excelencia de la acción participativa público-privada. ¿Era ésta adecuada a la Biblioteca Nacional?
No lo creemos, pero es necesario decir que en este momento la Biblioteca cuenta con subsidios importantes no estatales, provenientes de fundaciones nacionales o internacionales, y en un caso específico, de un importante financiamiento para las tareas de digitalización. Estas son fundamentales y tanto lo son, que es una pena que el Estado no se haga cargo de ellas; se estaba avanzando lentamente, a los ponchazos, pero con una clara noción de que la digitalización y otras tecnologías conexas, exigen decisiones no solo técnicas, sino especialmente culturales, relacionadas con nociones de historia, rareza, selectividad. De lo contrario el océano de la masividad solo serviría para recrear Bibliotecas Nacionales que integran las grandes redes dirigidas por empresas como Google o Microsoft, y me temo que ese sea el camino ahora emprendido por la Biblioteca Nacional, con pérdida de sus iniciativas más genuinas y con el orgullo de haberse modernizado con la batuta de los monopolios informáticos internacionales. Francia y España se dieron el lujo de establecer contratos con estas empresas una vez que sus estándares de digitalización -como la Gallica-, ya estaban asentados. No por eso dejan de ser menos problemáticos. En este momento la Biblioteca Nacional está en peligro y el mismo peligro corren sus trabajadores. Es menester defenderla y movilizarse por ella. Sus trabajadores conocen el riesgo y ya lo han sufrido. Es menester que lectores y ciudadanos en general se conviertan en lúcidos sostenes de una institución vital y de sus empleados, humillados por un lado, sesgados por los veleidosos favoritismos del señor Manguel por otro. Si un capítulo se ha cerrado, y con la esperanza de que no haya que lamentar exclusiones como a las que a diario va emitiendo la vil calculadora gubernamental, otro capítulo se ha abierto. Ahora, estamos ante el peligro ostensible de una nueva dirección de la Biblioteca en manos de gerenciamientos empresariales del rubro bibliotecológico -que imperan en casi todo el mundo bibliotecario mundial-, que amparados en el pretexto de la especificidad bibliotecaria hagan a esta vieja y castigada Biblioteca principal del país, una sucursal de corporaciones, burócratas y compañías de repuestos, como si fuera una franquicia de Amazon o Microsoft Store.