El debate sobre los tres modelos de país (no son dos...), por Eduardo Crespo

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El debate sobre los tres modelos de país (no son dos...), por Eduardo Crespo

05 Octubre 2021

Por Eduardo Crespo

A qué nos referimos con la idea de que hay “tres modelos” de país y no simplemente dos. Entiendo que los primeros modelos se basan en un pensamiento mágico. El tercero no. 

El modelo, llamémoslo así, neoliberal, parte de la fantasía de que la restricción externa es un invento argentino y de que el desarrollo económico es un proceso sencillo. Con tipo de cambio flotante, dicen, no existen restricciones financieras. Y con apertura comercial y desregulación de la cuenta capital, los dólares y las inversiones llueven. ¿La inflación? Se baja fácil. Reducís el déficit fiscal y la emisión monetaria y en dos meses te olvidás de la inflación… 

Aunque a veces los ‘lags’ se estiran por varios años y hasta se amplifican con el tiempo... Las políticas de promoción de actividades son costosas e innecesarias. El desarrollo surge como un proceso espontáneo del mercado. Todos los países del mundo son desarrollados con la excepción de Argentina. 

El modelo, llamémoslo buenista de izquierda, es el reverso N&P del pensamiento mágico: a la economía la maneja la política y alcanza con distribuir para crecer. El consumo puede expandirse sin límites siempre y cuanto se persiga a los especuladores y fugadores de divisas. Con alta inflación, tasas de interés bajas y exportaciones estancadas… la formación de activos externos es un asunto policial: “dólares no faltan, ocurre que se los fugan”. Capitalistas raros los que operan en Argentina, “la hacen con pala” y en lugar de dejarla… se la llevan. ¿La inflación? El resultado de la concentración de capital. Los monopolios, los mismos que se la llevan, fijan los precios que se les antoja y los suben todo el tiempo. ¿Solución? Colocar un ejército de militantes a controlar supermercados y prohibir exportaciones para garantizar la mesa de los argentinos. 

Este último modelo a veces suma los aportes del ambientalismo mágico, para el cual es posible consumir sin producir e importar todo el tiempo sin exportar, o pasar sin transición del ‘extractivismo’ a dominar el mercado mundial de semiconductores. 

Ambos modelos son la traducción ideológica de nuestra puja distributiva. El primero quiere aumentar ganancias ilimitadamente, el segundo busca hacer lo propio con los salarios. La fantasía consiste en imaginar que pueden conseguirlo sin transformar la estructura productiva. 

El tercer modelo, llamémoslo desarrollista, asume que el desarrollo económico es un proceso esencialmente complejo y que la periferia en general tiene serios obstáculos para alcanzarlo. Parte de la teoría del excedente: sin aumentos de productividad, tanto el crecimiento de las ganancias como de los salarios tienen un techo material. Si el techo no sube, el conflicto es inevitable y termina siendo contraproducente. 

No es sencillo controlar la inflación cuando ésta supera ciertos umbrales. Generalmente operan en ella fuerzas difíciles de manipular: escasez de divisas y devaluaciones que al incentivar la dolarización de carteras generan un círculo vicioso que agrava la escasez inicial. Súmense los conflictos distributivos, los shocks de costos internacionales, la inercia, la indexación de contratos, etc. 

Este modelo asume además que el crecimiento económico depende de la demanda y del consumo, pero reconoce que este crecimiento no puede proseguir sin una expansión simultánea de las exportaciones y de condiciones macroeconómicas que incentiven la “pesificación de carteras”. Dicho en otros términos, la demanda doméstica tiene serias restricciones cuando quien apuesta al dólar gana en lugar de perder. El crecimiento de las exportaciones, o la sustitución de importaciones, por su parte, exigen un compromiso público con el aumento de la productividad, políticas de promoción, desarrollo de capacidades estatales... 

Pero sobretodo requiere la superación de obstáculos políticos e institucionales, como la dinámica típica de Argentina donde cualquier grupo de presión tiene capacidad de veto sobre las políticas públicas. Incluso reconoce que puede fallar.