Ladrones, por Diego Kenis
La radio le calienta el odio con el tránsito imposible, y él lo ve ya imposible. Acelera y se acelera. En la esquina lo frena el semáforo. Macri sonríe arriba, en el cartel rotativo. Después, el palo de selfies más moderno del mercado. Ambos te solucionan la vida.
Abajo, a ras del suelo, un adolescente hace malabares. Durmió afuera, sobre la helada del otoño invernal, tapado con cobijas viejas. Al tipo, que conduce un auto medio como medio es él, lo enerva el mangazo inminente que viene después de la pirueta, justo antes de que el semáforo cambie de color. Sus reacciones varían a diario entre la indiferencia o la puteada, al aire o al bulto.
- Hijo de puta, me quiere robar la plata. Por qué mejor no va a laburar. Hijo de puta. A ver si lo voy a mantener yo…
Los cincuenta centavos permanecen con él. El pibe vuelve a la esquina, sin la moneda. Otro, de la misma edad, o quizá menos, le convida la mitad de un sánguche de mortadela. La helada les ha servido de conservadora durante la noche.
***
En la oficina, el tipo cuelga el saco, acosa sin disimulo a la chica de limpieza, se aplaca cuando ve llegar al jefe. Volverá a ser libre a media tarde, un rato. A la hora del almuerzo sale, compra un yogur, camina: quiere disfrutar el día, hermoso. Va al cajero, a controlar su tesoro. Si ahorro unos mangos los puedo poner a plazo fijo, piensa. Consumo con tarjeta y ahorro efectivo, lo pongo a trabajar y gano. Calcula el antes y el después, que si pone a interés lo que el interés le dio…
Cuando piensa en su guita, en números, cada vez le alcanza para más, se estira como una manta hasta cubrir las necesidades de su deseo. Es claro que es una ilusión: las mantas no se estiran. La pantalla del cajero escupe otra realidad. Aumentó el teléfono, que entra por débito automático. Nadie le avisó. También internet. Y aún tiene que pagar los servicios. Para el plazo fijo, imaginario, le va a quedar la nada, más concreta.
Repasa los gastos, viendo en qué recortar para su estrategia de financista. Detecta, de nuevo, el débito de un seguro. Que aceptó telefónicamente para sacarse de encima la llamada y ya dio de baja dos veces. Sale del banco y llama al número indicado para bajas. Nada, no contestan. Marca el de reclamos. Ni siquiera da tono. Vuelve a ingresar al banco, dueño de la compañía de seguros. Una empleada de ojos muy claros y sonrisa cinematográfica cree que quiere contratar un seguro y lo atiende amablemente. Todo es cuestión de un segundo, muy fácil, mientras se toma un café. Cuando descubre su propósito, lo deriva a un oficinista cabizbajo, el pulóver gris irrenunciable, que sin mucho ánimo le dice: usted debe llamar, ese trámite es telefónico.
- Pero esa compañía es de ustedes- dice él.
- Nosotros aquí tenemos las manos atadas, señor- responde el hombre, detrás de unos lentes gruesos. Le da el folleto con los dos números a los que ya llamó.
El tipo sale del banco, sin su buen ánimo, sin los 200 pesos que le debitaron, sin su hora para el almuerzo. Mira el folleto. Antes de tirarlo, lo da vuelta. Lee el número para contratar un seguro. Llama. No alcanza a escuchar la música de espera, lo atienden. Él no se anima a interrumpir el largo prólogo. Una vez que termina, dice que en realidad llamaba para insistir en la baja de un seguro, por tercera vez. Que otro operador lo derivó ahí, miente. Oye primero una duda, luego una disculpa, algo no entró al sistema y por eso el dinero sí salió de la cuenta (del tipo) e ingresó, el dinero sí, al sistema (de la aseguradora). No volverá a pasar, escucha, como ya lo ha escuchado los dos meses anteriores.
- Entonces tuve cobertura hasta hoy- concluye el tipo.
- A ver… No, señor, aquí figura que usted no tenía cobertura… Lo dio de baja el 3 de marzo.
Hace tres meses, calcula él. Y medio, se agrega para sí. Agradece, al fin y al cabo es un hombre cortés. Por suerte no pasó nada que requiriera de usar el seguro. Corta la llamada, suspira. La resignación es una caspa invisible, pero más pesada, y le cae sobre los hombros. El reloj le anuncia que se extingue la hora de almuerzo. Apura el tranco. La urgencia le impide la astucia de multiplicar los 600 pesos debitados de más por la cantidad de personas a las que les habrá ocurrido lo mismo. Una cifra fácilmente millonaria. Como cuando alguien llama pero el teléfono de uno no suena, y después llega el mensaje de texto anunciado una llamada perdida. O cuando el trámite prometido como simple y sencillo, por internet y desde casa, demanda una llamada y luego otra y otra más e ir a una oficina y más tarde a un abogado. O cuando el servicio de internet aumenta por haber agregado más megas que uno no necesita, porque para tan modestos fines como mirar el diario o contestar un e-mail, la compu sólo podría funcionar más veloz si leyera el pensamiento.
El tipo pasa por una casa de televisores, ahora todos importados. Hace un breve alto, está agitado. Todos los monitores emiten TN: el último asalto, alguien llora una pérdida monetaria, resume esfuerzos y pide pena de muerte. Así no se puede vivir.
El tipo teme a la próxima esquina, alguien que lo sorprenda apuntándole con algo. Se aprieta los bolsillos, para no dejar resquicio para un carterista con manos de mago. Todos son sospechosos, ladrones hábiles y violentos, todos robándole su tesoro, lo que supo obtener con tanto esfuerzo individual, la cuenta de banco que se le escapa como arena, el plazo fijo imaginario, el número mágico que recita cada noche, la manta corta. Mientras la adrenalina le inunda el cuerpo, vaya injusticia, no piensa en la moneda de cincuenta centavos de la guantera, que es lo único concreto y real, suyo. Lo que él vale para el sistema que honra. La que negó. La culpa toma forma de pánico, el pánico se cristaliza en un rostro, el del chico malabarista al que a la mañana le escatimó la moneda para el sánguche de la tarde: ése, ése es el que me va a robar, le grita el subconsciente.
Temiendo que le roben, con el miedo como bandera y fe, el tipo piensa en contratar un seguro.
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs).