"El equipo del Pueblo": memorias, glorias y tristezas de un club de barrio
Cada rincón guarda historias, y en la historias espesores diversos: la añeja diaria local, síntoma o eslabón, muestra una época nacional y en ocasiones reproduce arquetipos universales. Hay quienes los buscan: siempre encuentran. Como refleja su filmografía, el documentalista Raúl Papalardo pertenece a esa estirpe buceadora, que no se queda en los arrabales de lo diluible. Este miércoles 15, a las 19.30 horas, podrá corroborarse en la Capital Federal: en la sede de Tea y Deportea de la cinéfila calle Lavalle, se proyectará su anterior obra, Yo jugué con D10s.
El equipo del Pueblo, el más reciente estreno de Papalardo, es coherente con esa vocación de buceo. No eligió contar el primer salto de la historia de la Liga Nacional de básquet, ni la camiseta que vistió el ahora intendente Federico Susbielles. Optó por retratar la misma época, con iguales colores, pero desde el prisma de la singularidad colectiva y social: cómo un club de barrio tentó la suerte de los goliats del país, con paladas gemelas de talento y esfuerzo, para acariciar la gloria primero y padecer después las inequidades de una época experta en romper ilusiones.

Para mediados de los ‘80, cuando se puso en marcha la Liga Nacional, Bahía Blanca era considerada unánimemente la capital de la disciplina en el país. Razones no faltaban, por las cucardas obtenidas en los viejos certámenes provinciales y nacionales, sumados a la estela del recién retirado Alberto Cabrera. El torneo local era un acontecimiento que trascendía los límites de la urbe. “Beto” era el emblema, vértice superior del trío más mentado, con Atilio Fruet y José de Lizaso.
No resultó extraño que la ciudad aportara tres representantes a la nueva Liga: Estudiantes, Olimpo y Pacífico, “el equipo del Pueblo” en la definición de Papalardo. Con nombre heredado del trunco proyecto de unir con vías Atlántico y Pacífico, el equipo vestido -como todos los ferroviarios- de verde era el único de los tres con mojón identitario fuera del centro.
La pertenencia geográfica y de clase identificó su participación en la Liga Nacional con ornamentos extra, que sumaron nuevas simpatías a las barriales. Corría 1985, y era inevitable el atractivo de una camiseta que se cosía con el esfuerzo de un barrio. La llenaban los trajines del conjunto de entusiasmos que -con el hoy intendente Susbielles como abanderado del sacrificio- acompañaban el talento de Marcelo Richotti. Un distinto, la varita mágica posada sobre las ganas de ser y hacer.
Los relojes quisieron que, en efecto, fuera en su debut como local en la Liga que se diera el primer salto en la historia del nuevo torneo. La clásica foto de León Najnudel antes de lanzar la pelota al aire en la fecha inaugural del certamen, en otro partido de ese día, no retrata otra cosa que un salto más. Entre tantos que se darían en cuatro décadas contadas hasta ahora.

Después de mejorar del décimo puesto al séptimo entre 1985 y 1986, en 1987 se anotó un cuarto escalón que repetiría al año siguiente, tras perder una inolvidable semifinal ante el poderío deportivo y de estructura de Atenas de Córdoba. En esa definición las líneas de lo local y lo nacional se tocan y cruzan, porque el equipo cordobés aprovechó a ganar tiempo con la suspensión que tomó como excusa a los levantamientos carapintadas de diciembre de 1988, que ocurrieron a quinientos kilómetros de donde debía jugarse el partido: en Tres Arroyos, ya que hasta allí mudó la organización de la Liga la localía de Pacífico, con perjuicio de sus posibilidades deportivas y recaudatorias.
Las postas de obstáculos y la derrota en la serie no mermaron el entusiasmo verde, que sin embargo no pudo con el palo en la rueda de mayor permanencia y tozudez: la economía que se desbarrancaba, y pronto llevó a concluir que los billetes arrugados que ingresaban por cuotas sociales, entradas o publicidad no alcanzarían para bancar la participación en el certamen de 1989.
De esa manera, cuando Pacífico había enhebrado una performance ascendente en los primeros planos, se vio forzado a desistir. Apenas iniciada la segunda fase, se retiró del campeonato. El documental de Papalardo transmite, a partir de los relatos de protagonistas y testigos, el contraste de primavera y desazón. Una muestra, además, de que el mercado no paga méritos, sino otras cosas.
Después de aquellas experiencias, la Capital del Básquet continuó tratando de defender -con el sobreviviente Estudiantes- su estatus en la nueva Liga, que acabó revelándose una nueva manifestación del país unitario. Nunca pudo celebrar un título. Por distintas razones, cuando quedó en segundo plano su campeonato local, a la ciudad no le alcanzó siquiera con aportar tres de las gemas de la Generación Dorada de la pelota anaranjada. Para la discusión histórica, tal vez revisionista, quedará determinar si Emanuel Ginóbili, Juan Ignacio Sánchez y Alejandro Montecchia fueron los primeros retoños de la Liga Nacional o los últimos de la generosidad terrena de los entreveros locales. Un debate parecido al que César Menotti buscó entablar en el fútbol.

El equipo del Pueblo es un documento para la historia local de Bahía Blanca, pero también una postal de época en la Argentina de esperanzas y desilusiones y una reedición del arquetipo de los davides colectivos que desafían a los goliats de todo cuño.
Todos esos espesores se narran en el sudor silvestre y feliz de un barrio, y la irrevocable tristeza que emerge cuando una época frena los mejores esfuerzos del sentimiento que corre de corazón a corazón hasta volverse colectivo, identikit emocional de años inolvidables en la vida centenaria de un club vestido de esperanza.