Ningún pibe nace policía
La primera vez que escuché a un joven decir que quería ser policía fue en un viaje a Bariloche. Las compañías de viajes de egresados llevaban un año antes a los estudiantes a mostrarles lo que ofrecían, para que al volver convencieran a sus compañeros sobre qué empresa elegir. Parados en el pasillo del micro, un grupo de adolescentes de Capital Federal conversábamos con un coordinador. Cuando este nos preguntó qué queríamos seguir, un joven de Villa Lugano, gordo, con la marca de las burlas en los ojos, contestó: “policía”. Le pregunté con bronca por qué y me contestó: para que me respeten. Dijo estar harto de que los “villeros de mierda” que paraban en la esquina de su casa lo verduguearan cuando volvía de la escuela. Diez años después, como psicólogo, volví a escuchar la misma explicación, en boca de jóvenes que aspiraban ingresar a la Policía Bonaerense 2, creada por León Arslanián, durante el gobierno de Felipe Solá. Y dada la incontinencia de violencia policial que se está viviendo y el desprecio con el que se refieren a los hombres y mujeres policías personas pensante (compañeros, compañeras, amigos y amigas a quienes leo), me atrevo a compartir una parte de la experiencia que viví y algunas reflexiones que me suscita.
El Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires delegó en los municipios la realización de los psicotécnicos, municipios en los cuales trabajarían los aspirantes, caso superaran el procedimiento de ingreso. Según nos informaron, se buscaba transformar la imagen de la fuerza, por lo que se creía que sería más fácil si el oficial que anda por el barrio es alguien que jugó en esas calles. Entre los aspectos que el Ministerio nos pedía evaluar estaba el conocimiento de los sucesos más importantes de nuestra historia en los últimos treinta años y que tuvieran respeto por los derechos humanos. Para mí este era un aspecto fundamental, más allá de la presión que significaba saber que el Estado me estaba pidiendo que firme que una persona estaba en condiciones de portar un arma.
El instructivo no decía cómo evaluar que la persona tuviera respeto por los derechos humanos. Correctamente, el Estado supuso que los profesionales fueron formados para tener un óptimo dominio de las herramientas con las que trabajan y que además juraron comprometerse a estar lo más actualizado posible en el desarrollo de la práctica a la que van a dedicarse. Yo me encerré una noche a escribir la situación que tendría por delante y pensarla: se trataba de una entrevista laboral, en la entrevista laboral quien necesita trabajo contesta todo lo que supone que el otro quiere escuchar. Al menos es lo que hice en todas las entrevistas a las que fui y lo que vi hacer en todas las entrevistas de las que participé como evaluador, psicológico o no. Eso sucede, me contesté escribiendo, porque en un trabajo de lo que se trata es de obedecer y se espera obediencia. Pensar en la obediencia me trajo a la cabeza la Ley de obediencia debida y punto final, y así encontré la respuesta que buscaba. Mi manera de evaluar si quienes querían ser policía tenían respeto por los derechos humanos fue preguntarles: ¿Si te dan una orden qué hacés?
La cumplo, contestaron todos menos dos mujeres, los únicos dos informes en los que consideré que estaban aptas para continuar el proceso de ingreso. Aclaro que los psicodiagnósticos no eran determinantes. ¿Cualquier orden?, les preguntaba y jóvenes entre los dieciocho años y veintipocos años, que aún no habían entrado a la policía, llegaron a decirme que si tenían que torturar torturaban. ¿Cómo llegaron a decirlo? Les pedía que pensaran en situaciones policiales que habían sucedido, que fueron violatorias a los derechos humanos y les presentaba un problema. Pensé en Patti. Supongamos que secuestraron a un joven, le dije a una joven, la policía pudo detener a uno de los secuestradores y tu jefe te dice que le saques dónde está el pibe. “Vos no te preocupés que yo se la saco – me contestó -, si lo tengo que torturar lo torturo, si total estoy obedeciendo una orden”. ¿Sabés lo que es la Ley de Obediencia debida y punto final?, le pregunté. Claro, me contestó mostrando su necesidad de trabajar. ¿Sabés que es inconstitucional?, le pregunté sabiendo la respuesta. La joven hizo intentos para remontar el resultado.
Comparto esta experiencia porque creo que es fundamental interpelar a la policía, buscar persuadirlos, cuando les dan vía libre para que liberen la violencia que tienen contenida. Que pensemos de dónde va a sacar tanto odio una persona contra la otra si no es del odio contra los pobres que destila la televisión. Debemos interpelar a los hombres y mujeres de la policía como trabajadores, considerarlos tan alienados como cualquier otro trabajador, y reconocer que no son los únicos trabajadores que ejercen violencia contra otras personas, ni los únicos trabajadores que con su hacer perjudican a la mayoría. Pensemos en psiquiatras o el servicio de enfermería de los manicomios, la planta profesional de los institutos de menores o en los blanquitos de corbata que patean la City porteña. Creo que hay que pensar que la mayoría de los policías fueron pibes pobres a los que les hubiera gustado estudiar, pero que no pudieron, y para tener un trabajo seguro, hicieron la carrera policial.
Un policía es el pibe al que los guachines le zarpaban las zapatillas, les sacaban la mochila y se la tiraban a la zanja. Son los hijos del que vivía de changas maltratados por los hijos del desamparo. Todo muy doloroso. Nadie viene al mundo con todo ese odio. Es este sistema de mierda que hace mierda a las personas, que genera que personas acostumbradas a tener cerca la muerte, porque la pobreza es tener la muerte más cerca, quieran hacerse policías para que los respeten en el barrio o para independizarse del sistema público de salud y darle una obra social a la familia, asegurarse una jubilación y saber que si le pasa algo, no va a dejar colgado a nadie.
Ningún pibe nace poli. Tengamos un poco más de corazón con los policías porque la policía sale de la pobreza. Quienes integran la policía conocen la violencia social, crecen dentro de ella, respiran los efectos del maltrato laboral, se llenan de bronca si uno más fuerte le roba a la madre lo que se ganó levantando lo que otros tiran o por la fuerza le arrebatan al padre la quincena. La bronca del pobre con el pobre que roba es muy intensa, porque son vecinos y entre ellos no sirve la pobreza para explicar las conductas. Y la clase media pensante a la policía no los ve ni como pobres, ni como trabajadores, los ve a todos como unos hijos de puta. ¿Quién viene al mundo con ganas de matar a otra persona? Si se midiera la cantidad de horas que los aspirantes a policía miran televisión, apuesto a que están en la media nacional o por encima de la misma.
Es necesario llamar a reflexionar a los miembros de las fuerzas de seguridad respecto a que este gobierno a ellos también les va a hacer mal. No sólo los perjudica económicamente, sino que les dicen que repriman y después si el hecho se mediatiza los sancionan, despiden o encarcelan, porque los únicos que van a ir en cana, si van, van a ser los oficiales, no va a ir en cana ningún funcionario público que haya ordenado reprimir. Sabemos que cuando gobierna la derecha la violencia va en aumento, así que mejor intentar interpelar a las personas a las les hacen poner el cuerpo para aplicar la fuerza física. Sabemos que una policía rebelada es un problema. Los policías son tan objeto de la violencia del sistema como los pobres víctimas de la policía. Para unos las tiras en el hombro, para los otros en la bermuda.
En los setenta la izquierda peronista reconocía la necesidad de interpelar a los miembros de las fuerzas armadas. ¿Por qué nosotros no vamos a buscar interpelar a las fuerzas de seguridad?
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs).