Si al COVID lo traían los pobres, por Nicolás Beckdorf
Por Nicolás Beckdorf (*) | Foto de Majo Grenni
¿Se imaginan cuál hubiese sido el escenario en el presente mes de octubre si los generadores de este virus pandémico fueran los marginados, los pobres, los “cabecitas negras”, los últimos y olvidados de nuestra sociedad?
El dengue es una enfermedad que se reconoce entre otras causas por el vulnerable contexto social en el cual emerge. En el caso del COVID-19, que ya produjo más de 1 millón de muertes a nivel mundial, fue categorizado por Donald Trump como “el virus chino” en relación a su brote original en el gigante asiático. Pero, más allá de esto, su ingreso a la Argentina tuvo que ver con el tránsito de personas a países del primer mundo: Italia, Australia, China, Inglaterra, Francia, entre otros. Entonces, ¿qué ocurriría en ciertos sectores acomodados y de privilegio si al virus los traían los pobres?
En El medio pelo de la sociedad argentina, Arturo Jauretche escribió sobre las formas en que las clases medias “ni chichas ni limonadas, ni fu ni fa” y las élites imponen criterios de poder sobre las clases chusmas. Las que se identifican con (y son) de la alta clase forman parte de la gente principal. Los segundos, en cambio, son calificados por los anteriores como inferiores por no pertenecer al linaje de la alta sociedad argentina.
En este sentido, en las últimas manifestaciones convocadas por el núcleo duro de Cambiemos, liderado por Mauricio Macri desde Francia, se produjeron hechos de violencia e intolerancia que alertaron a la sociedad sobre cómo pensar la convivencia cívica en estos tiempos. Sólo con imaginar que los pobres y la clase inferior caldearon un virus pandémico encontraríamos la denuncia que estos grupos pregonan sobre la falta de libertades, en segundo o en tercer orden. Siguiendo las ideas de Jorge Halperín en su nota “El odio es contagioso”, el periodista retoma las palabras del intelectual checo Havel, quien alertó oportunamente sobre las múltiples expresiones de discriminación y odio brotadas en los primeros días de la caída del muro de Berlín o, según Fukuyama, del fin de la historia. Dice que el odio colectivo es más peligroso que el individual porque libera a los hombres de la soledad, del abandono, del sentimiento de debilidad, de la impotencia y del desprecio y así, evidentemente, les ayuda a hacer frente a su complejo de fracaso de un ser menospreciado.
Aunque las prácticas de violencia no son constitutivas sólo de las protestas en tiempos de pandemia, hace unos meses, un grupo de vecinos del barrio Colonia Esperanza de Neuquén golpearon y amenazaron de muerte al enfermero Daniel Porro. Terminaron por incendiar su casa tras enterarse que regresaba de hacerse el hisopado en el hospital para el cual trabaja. Algo parecido en gravedad ocurrió en abril con una médica de la provincia de La Rioja. También prometieron quitarle la vida si volvía a su hogar y terminaron por incendiar su automóvil. Es así que la falta de entendimiento y compasión se tornó algo frecuente para algunos. Hasta con los trabajadores de la salud.
Por otra parte, Halperín también describe al odio como la actitud de negativizar al enemigo, al distinto. Desde los ámbitos del poder político y comunicacional, este fenómeno de negativizar al que es diferente se alienta constantemente. “El que roba y mata lo hace porque es pobre”, “qué negro de mierda”, “lo hace porque es inmigrante y vive en las villas”, son discursos de ciertos sectores que muestran que tanto en el pasado como actualmente se criminalizan, violentan e invisibilizan las realidades de las clases más pobres. Por esto sería un enorme sacrificio que algunos abandonen su menosprecio para que puedan entender cómo viven quienes padecen el hambre, la informalidad, el hacinamiento y otras problemáticas.
El reciente caso del panadero Gerardo Caivano, vecino de La Matanza que asesinó a quien intentó robarle dentro de su camioneta, y el posterior linchamiento por parte de vecinos al cómplice del ladrón, nos traslada a 2014, año en el cual se produjo una serie de linchamientos en distintas ciudades del país. Mientras la prensa alentaba el incendio contra lo que fue el último año de gobierno de Cristina Fernández, la intolerancia se hizo notar en este tipo de actos de justicia por mano propia. Surgieron algunas posturas a favor de la pena de muerte, otras que justificaban las reacciones violentas, y del lado opuesto quienes lo veían cómo parte de una impronta fascista. Los hechos per se, muestran la defensa de la propiedad de unos pocos por encima del derecho de la vida de cualquiera. En este caso fueron pibes de bajos recursos que, luego de intentar quedarse con un celular o cartera, terminaron siendo violentados o asesinados. Así, la muerte de los otros encuentra en momentos atenuados de descontento, en palabras del gran filósofo francés Foucault, la clausura definitiva: La seguridad.
Entonces, ¿sería un sinsentido una expresión de grupos violentos contra los barrios vulnerables, semilleros de cientos de homicidios por día?
Si se sostiene que quienes viven en las villas miseria, de origen extranjero, con carencia espiritual y vinculados a negocios narcotraficantes, fueran una suerte de ejecutores voluntarios de la pandemia, las denuncias desde el poder y los grupos movilizados sumarían más razones a su caos psicológico. En los medios de poder comunicacional: “Primer muerto por COVID. La enfermedad de la pobreza”; “un virus que debe ser atacado, si no lo pagamos todos”; “el virus mata a quienes pagan los impuestos”, podrían ser, en una dirección coherente con las editoriales del poder, títulos en los cuales se buscaría atribuir culpas a la marginalidad y a las clases populares. Así, por todos los muertos que los outsiders hubieran generado (y a los que la prensa le importa), los actores de poder crearían el chivo expiatorio ideal y responsable de todos los males, al cual no hay que dejar de mirar.
Luego del asesinato del joven afroamericano George Floyd en los Estados Unidos, los grupos supremacistas se levantaron en armas para defender sus propiedades ante las grandes movilizaciones. Un viejo fantasma de revueltas recorrió el país del norte. Aunque en Argentina la realidad es otra, los gritos de negativización del Otro por parte de manifestantes identificados con los intereses de poder, y las conductas de los grupos libertarios y terraplanistas políticos, ya se dieron a conocer. Es por eso que si el COVID hubiera nacido en la pobreza, invitaría a pensar no sólo una implosión en nuestro implícito acuerdo como sociedad. Es decir, sumado a un contexto económico por demás delicado, la realidad estaría cerca de un escenario doloroso y cruento impulsado por grupos que hoy naturalizan cada vez más al linchamiento cómo práctica de justicia.
Sin deseo de promover condenas hacia quienes fueron y vinieron a los países del primer mundo, a esto se haría referencia si, de modo contrario, los desposeídos hubieran traído el virus. Ante la pérdida de familiares y cercanos todos los días, no habría lugar ni momento para que sientan los padecimientos de la marginalidad aquellos que se identificaron siempre con el poder y las ideas dominantes. Al contrario, sintiéndose amenazados por un bando criminal y contagiado, estarían más cerca de expresarle, ya sin pudor, a la sociedad su deseo de clase reprimido e históricamente insatisfecho por la malaria peronista. En una crisis generalizada por los que son calificados como la chusma plebeya esto sería posible. El ejercicio de la memoria nos lleva a momentos oscuros donde el poder y grupos de civiles llegaron a golpear las puertas de los cuarteles militares y las comisarías pidiendo la eliminación de una crisis política y social en medio de un orden alterado. Esta vez, también en nombre de un bien, por la defensa de la república y su integridad física, los contagiados del odio arremeterían contra la culpable de otra tragedia mal contada.
(*) Nicolás Beckdorf es sociólogo.