Caso Pablo Reynaga: “El desprecio por la vida de los barrios populares por parte de las fuerzas represivas se profundizó”
El viernes 18 de diciembre de 2015, por la mañana y a plena luz del día, Pablo César Reynaga -de 30 años y tres hijos- fue asesinado de cuatro balazos por un efectivo de la Policía Federal. Iván Alcides Toloza, oficial de notificación en la Comisaría N° 34, que en ese momento estaba de civil y sin identificación, le propinó tres disparos en el pecho y uno en la mano. Pablo era vecino del Barrio Illia del Bajo Flores, en la Ciudad de Buenos Aires.
Reynaga había salido a comprar el desayuno para sus hijos y, más allá de un supuesto entredicho previo entre ambos, las circunstancias siempre fueron poco claras. A su vez, en el hecho también fue herido otro joven que, al igual que Pablo, era ex alumno de la Escuela Media N°3 Profesor Carlos Geniso. En ese entonces, el policía quedó detenido en la Unidad 28 del Servicio Penitenciario Federal en el Palacio de Justicia. Familiares y vecinos marcaron un “recrudecimiento” de la violencia institucional, enmarcado en el anuncio de Mauricio Macri sobre la “emergencia” en seguridad apenas llegado a la presidencia.
La causa quedó radicada en el Juzgado en lo Criminal de Instrucción N°47 y la investigación a cargo de la fiscalía de distrito de los barrios de Pompeya y Parque de los Patricios, a cargo de Marcelo Munilla Lacasa y con intervención de la Policía Metropolitana. El personal de dicha fuerza, al tomarle declaración al padre de Pablo, le consultó si había estado preso alguna vez, si consumía drogas e incluso si era hijo de bolivianos. Por último, también intercedió la Procuraduría contra la Violencia Institucional (PROCUVIN), cuyo titular por aquel entonces era Miguel Ángel Palazzani.
En primera instancia, la jueza Mónica Berdión de Crudo dictó el procesamiento por “homicidio simple cometido con exceso en la legítima defensa”. Sin embargo, la Cámara del Crimen lo anuló y dispuso la falta de mérito. El fallo, firmado por Esteban Cicciaro y Mariano Scotto, enfatizó la “peligrosidad del lugar” y que Pablo tenía antecedentes, por lo que consideró que había sido víctima de una “agresión ilegítima” en la que “le quisieron quitar el arma reglamentaria”, siendo abordado con “el empleo a su vez de otra”. Esa conjetura no está respaldada en la causa, ya que no le encontraron arma alguna, ni restos en sus manos, y las vainas secuestradas sólo fueron del oficial de la Federal.
De todas formas, ponderó que el accionar “se exhibe justificado desde la racionalidad de la defensa”. En el mismo sentido, dispuso un nuevo peritaje para determinar, cuatro años después, si había pólvora en las manos de Reynaga, previo a la desvinculación definitiva. A diez años del caso, el reclamo por justicia persiste. Karina y Griselda, parte de la Red de Docentes Familias y Organizaciones del Bajo Flores, en diálogo con AGENCIA PACO URONDO, reflexionan sobre la violencia institucional general en la zona.
Agencia Paco Urondo: ¿Qué reflexión puede hacerse a diez años del asesinato de Pablo?
Karina y Griselda: El asesinato se produjo bajo la presidencia de Mauricio Macri y con Patricia Bullrich en el Ministerio de Seguridad, tras que declararan la "Emergencia de Seguridad” que, en ese contexto, únicamente significó mayores poderes y prioridad presupuestal para las fuerzas represivas. El signo del gobierno y la ministra estaba en línea con lo que dos años después se difundió como doctrina Chocobar, en alusión al policía que ejecutó de forma sumaria a un joven en el marco de un hecho en el que el uso letal de la fuerza fue absolutamente innecesario. Pese a la defensa mediática de Bullrich y Macri a su actuación, terminó condenado. Meses antes de asesinar a Pablo, la policía había arremetido contra una murga en la 1 11 14 hiriendo a un niño.
A diez años de aquél fatídico hecho se dan muchas continuidades y similitudes con aquel lineamiento político y también algunos rasgos nuevos o más profundizados. Además de los nombres en el poder que se repiten, el desprecio por la vida de los barrios populares por parte de las fuerzas represivas y, en general, por quienes gobiernan la Ciudad es una nota característica que se profundizó de manera exponencial. Seguimos encontrándonos con el uso irracional de la fuerza en los procedimientos policiales, la inversión en compra de armamento policial y personal de las fuerzas -que junto con la venta de drogas parece ser la única fuente de empleo que se pretende ofrecer a las clases populares-, e incluso con la creación de nuevas fuerzas, "la migra", como llaman en el barrio a la policía abocada exclusivamente a perseguir migrantes.
APU: ¿Qué demuestran las preguntas que le hicieron al padre de Pablo en la Comisaría?
KyG: No tenían otra función que la de consolidar el cliché con el que la policía históricamente pretende justificar las ejecuciones sumarias: el sesgo racista, la supuesta peligrosidad que justifica la violencia y la falsa idea de que en el barrio todos consumen o, como afirmaba María Eugenia Vidal, que ser usuario de drogas no tiene el mismo estatus que hacerlo en Palermo. En la 1 11 14 es delito, en Palermo es ejercer tu libertad. Esta mirada estigmatizante es la gran operación política con la que se justifica el recrudecimiento del Estado gendarme como única política pública en el contexto de crisis económica.
APU: ¿Cuál es la situación en términos de violencia institucional en el barrio?
KyG: La violencia institucional la entendemos no sólo como policial sino como acciones, omisiones y connivencias políticas y del funcionariado al frente de políticas públicas. No hacemos la evaluación de un Estado desmantelado, para nada. Está muy presente, armado y pertrechado para una guerra en el territorio que libra contra los vecinos y vecinas por el hecho de vivir allí. Los niveles de violencia han crecido exponencialmente en todos los órdenes, también en las políticas de acceso a derechos. Sobre todo, el componente racista y xenófobo alentado desde el Ejecutivo y los discursos de seguridad que se extienden a otras áreas. Al naturalizarse por los medios de comunicación, dan lugar a que se hagan más expresas las actitudes discriminatorias por todos los efectores territoriales.
La violencia policial es la más evidente debido a una suerte de sobrevigilancia del barrio, que de ningún modo significa disminución de delitos ni más protección para su población. Ni siquiera se logró que implementen senderos seguros para que se pueda circular en marcos de cuidado a la hora de entrada y salida de sus escuelas. Hay más circulación de armas en manos de la población y negocio de comercialización de drogas, por la liberación de zonas y la instalación de grupos que ejercen poderes efectivos en el territorio y que son intocables, aunque se realicen operativos de impacto mediático que no conmueven la escena.
APU: ¿Eso se traduce en términos generales?
KyG: La precarización general de las condiciones de vida también colabora con esta política de marginación. Mayor desempleo y peores condiciones de trabajo. Los colectivos que entraban al barrio ya no lo hacen, y no hay ningún tipo de exigencia desde las áreas de contralor del servicio de transporte para que se restablezcan las rutas. La gente del Bajo Flores sale antes del amanecer a trabajar diariamente y la jornada se extiende hasta tarde. La falta de acceso a la Ciudad es una barrera concreta y una herramienta de segregación.
Hasta la política de recolección de residuos está destinada a violentar el barrio y contribuir al proceso de guetización: calles obstruidas por autos abandonados y basurales a cielo abierto. Frente al edificio del Instituto de la Vivienda hay una montaña de basura que dio lugar a la apertura de un expediente judicial. Estas condiciones ambientales van consolidando una política estatal enfocada a mantener las fronteras físicas y simbólicas dentro de unos márgenes cada vez más profundamente demarcados. Dentro de los mismos son comunes los operativos policiales hiperviolentos, por ejemplo, en horarios de salida escolar, que no tienen ningún tipo de miramientos y hasta han gaseado a pibes.
APU: ¿Y en particular de la comunidad migrante?
KyG: La persecución a migrantes es un asedio permanente que deja a las comunidades en un estado de alerta y temor. Las fuerzas de seguridad, en hordas, salen a pedir documentos por el barrio como en una excursión de pesca. Es también una manera de mantener disciplinada a la población migrante. A eso se suma la persecución a las organizaciones sociales, muchas de ellas integradas con valiosas compañeras y compañeros que asumen el cuidado comunitario de niñxs, ancianxs y la creciente población en situación de calle que, al ser también perseguida y corrida de las zonas brillantes de la Ciudad, termina en los contornos del barrio o duermen en los pasillos.
APU: ¿Cómo se ha ido modificando el panorama con los cambios de nombres en la gestión de seguridad?
KyG: La política dentro del barrio tiene constantes de estigmatización históricas a causa de la pobreza, la nacionalidad y el color de piel. Esos sentidos eran puestos en disputa y tensionados desde las políticas de salud, acceso a la justicia, educación y organizaciones sociales y otros actores territoriales que siempre hemos estado construyendo desde la solidaridad, el respeto y el enfoque de derechos. La avanzada contra esa trama social, el vaciamiento de políticas públicas, las nuevas cabezas políticas con ideas más abiertamente antiderechos hacen que esas disputas vayan cediendo al sentido oficial misógino, racista y clasista. Los discursos de odio prenden como pólvora entre pares, jóvenes y vecinos. El temor instalado por la persecución ideológica y migrante hace que las resistencias sean más puertas adentro y que el espacio público vaya cediendo a la violencia narco policial.
Lo ocurrido en Río de Janeiro con la masacre llevada a cabo en las favelas y el discurso del que se hizo eco el Ministerio de Seguridad argentino generan gran ansiedad porque se está viendo la forma violenta en la que se están manejando con trabajadores y trabajadoras de la economía popular y la violencia amplificada que justifica la supuesta guerra al narcotráfico. Las áreas de género están desmanteladas y las policías cada vez más dotadas de personal sin ninguna formación en modelos de seguridad democráticos ni en enfoques de derechos y uso racional de la fuerza. Están libradas a una suerte de anomia que es particular de este momento, con altos niveles de arbitrariedad en el cumplimiento de los deberes de funciones públicas y un notable desconocimiento de los marcos legales que regulan su tarea.