Se filmó matando a un "ladrón de celulares": "El asesinato no está hecho de justicia, sino de racismo"
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
“Un cordero de mi estilo a un caníbal de mi estilo”
Indio Solari en “Yo, caníbal”
Esta semana, nos enteramos que en la ciudad de Córdoba un joven que supuestamente acababa de robar un celular fue alcanzado por la víctima, tomado por el cuello y asfixiado hasta su muerte. Todo eso se hizo delante de dos policías que miraron la escena sin intervenir. Peor aún -porque la muerte no terminaba de morir- el joven que mató se filmó mientras lo estaba haciendo para luego subirlo a las redes sociales y reclutar likes entre su hinchada amiga. No deberíamos confundir estos hechos de justicia difamatoria con la ley del Talión: en este país el robo de un celular te puede costar la vida. ¿Cómo llegamos acá? ¿Qué tiene que pasar para que una persona desactive las formas civilizatorias y derive hacia estas formas de violencia cruel y pornográficas?
Hace uno años, Natalia Ferreyra realizó un corto documental para explorar las violencias de las que son posibles los jóvenes que crecieron asediados por fantasmas. No hablamos de jóvenes populares sino de los sectores medios. El documental se llama La Hora del Lobo y retrata cómo vivieron estudiantes universitarios del barrio cordobés de Nueva Córdoba los hechos ocurridos durante la noche del 3 y la madrugada del 4 de diciembre de 2013, cuando la policía de esa provincia se declaró en huelga y una sucesión de saqueos colectivos empezaron a producirse en diferentes partes de la ciudad. Se sabe, las noticias sobre saqueos masivos circulan a la velocidad de la luz y tienen la capacidad de sacar lo peor que uno fue macerando con su resentimiento, las peores miserias. En esos momentos se corren los umbrales de tolerancia y un estado de excepción gatilla la cabeza de cada uno hasta convertirlo en un arma letal. No faltarán justificaciones, estos jóvenes aprendieron que pueden derivar hacia la violencia si pueden poner entre paréntesis la legalidad que suele inhibir su violencia. Pero cuando llegan los monos, las violencias tienen la mesa servida para despacharse a gusto. Los jóvenes improvisaron barricadas y mutas de caza. La violencia no cayó del cielo, no fueron hechos espontáneos, se la fue cultivando a través del odio que condimentaban viendo televisión. Sin darse cuenta el odio fue programando sus cuerpos, sincronizando las emociones ostentosas y emotivas. Solo necesitaban una excusa para sacar toda la ira acumulada. Aquellas dos noches fueron perfectas para ponerle el cuerpo a la violencia contenida y liberar los resentimientos. A la violencia desatada tampoco se la llevará el viento, quedará como reserva moral, un campo de experiencias a la que se podrá recurrir individual o colectivamente llegado el caso.
En los últimos años hay varias noticias que se repiten. Todas tienen muchos elementos en común, a saber: la violencia física y simbólica desproporcionada y cruel. En efecto, cuando leemos las noticias sobre linchamientos o tentativas de linchamientos o los casos de justicia por mano propia, nos damos cuenta que el Estado ha perdido el monopolio de la violencia. Se trata de violencias celebradas, puesto que, y más allá de que la violencia se exponga para ser rechazada, íntimamente recluta cada vez más adhesiones entre la barrabrava opinión pública. Basta echar una ojeada a los comentarios de los lectores en los portales de noticias sobre esos eventos. Una violencia que se celebra cuando se la disculpa. Y se las disculpa cuando el periodista evita usar la palabra “homicidio” para nombrar los hechos en cuestión y subraya por el contrario el robo del que fue objeto la persona que luego se “sacó”, entre en estado de “emoción violenta”. Disculpas, entonces, que se averiguan en los clises utilizados para contar los hechos, pero también en la precariedad con la que está escrita o se cuenta la noticia.
La violencia se está excentrando otra vez. Hablamos de violencias que no tienen la capacidad de detener las violencias, de ordenar lo que se ha desordenado. Hace rato que la violencia social dejó de ser sacrificial. La violencia genera violencia cuando la ira no sigue criterios que la contengan. Una sociedad que encuentra en la violencia la manera de tramitar los reproches, de imponer castigos caseros. Estas formas de violencia no nos hablan de la ausencia del Estado sino de la frustración de los vecinos alertas: si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal, habrá justicieros. Porque hay una dimensión expresiva en esa violencia que tampoco hay que perder de vista: con ella se reclama a los gobiernos mano dura, si los jueces no juzgan o la justica llega tarde, ellos actuarán por mano propia.
La consigna está lanzada: hay que matar al ladrón. Pero el asesinato no está hecho de justicia sino de seguridad. Más aún, está hecho de racismo. Porque no se trata de matar al ladrón sino de matar al negro de mierda, al pobre, al cabecita. En su muerte caben todos los odios: odios de clase y odios de raza. La muerte de un joven pobre y morocho es una muerte perfecta. Se sabe: un fascista es un burgués asustado o mejor dicho un vecino alerta al que acaban de atracar.