"1922", cuento de Gabriela Canteros
Por Gabriela Canteros | Ilustración: Gabriela Canteros
Argentina... nos llegaban noticias del fin de la guerra mundial. Trabajábamos en el sur, en Santa Cruz. Fuimos una banda de muchachos del norte en tren. Los patrones estaban nerviosos y comenzaron a despedir trabajadores por la caída internacional del precio de la lana. Entre tantas desafortunadas decisiones –el presidente– envió al ejército contra los trabajadores. No parecía real, más bien una película de terror. Pero eso nos estaba pasando. Había varios focos de lucha y resistencia. Todos queríamos la huelga general y había miedo también.
El encargado de seguridad de la provincia tomó la decisión de perseguirnos. Éramos buscados por defender nuestro trabajo. Puertas adentro de los espacios sentábamos posición y ofrecíamos resistencia. También se escapaban las lágrimas. Qué más podía pasar. Habían despedido a cientos. Pero nos tocaba la lucha. Nos deteníamos a discutir en asambleas masivas, los pasillos estaban repletos, discusiones infinitas. Ese día, todos se fueron de la estancia con la cabeza baja, puteando. Arriba de las piedras que habíamos acarreado quedábamos algunos, bajamos para vernos una vez más y animarnos a seguir. “Esto parecía un velorio” repetía alguno, “nos están enterrando vivos” se escuchó por ahí. Fue entonces cuando comenzaron los disparos, era tarde, casi entrada la noche. Corrimos con tres compañeros hacia la parte de atrás de un viejo granero, nos ocultamos esa noche, no teníamos armas. Era una lucha desigual. Los días siguientes pudimos hacer un cortejo fúnebre para los compañeros caídos en esa noche, y al contrario de lo esperado por las autoridades, en vez de causar temor recibimos más apoyo, no estábamos solos, no éramos solo nosotros, se unían personas de todos lados para brindar apoyo. El Chiki, el más joven del grupo, tenía un hermano en la policía que le mandó una carta desde Corrientes diciéndole: “rajá hermano, los van a masacrar”. Él como tantos de nosotros no tenía miedo. Santa Cruz estaba en boca de todos, era el momento de irse o de quedarse y resistir. La huelga por tiempo indeterminado era un hecho. Antes habían matado a nuestros ancestros de los pueblos originarios, qué éramos nosotros para los estancieros, apenas un puñado de roñosos esclavos que deseaban exprimir hasta el final. En mi grupo estaba Nicolás, él siempre iba al frente, su compañera Julia de provincia de Buenos Aires, habían venido hace años y llevaban tiempo en el sindicato, no se callaban nada. Guillermo llegó con toda la familia, preparaba los asados cuando había suerte y la comida alcanzaba. Yo era el más solitario, solo ellos me conocían, mi historia era larga, tan dura como la de cualquier otro aquí, había venido desde un paraje de Jujuy para tener el dinero suficiente para una casa chica y terminar de acomodar la tumba de mis padres, ese era mi sueño, el de un peón perdido en el sur. Mi papá había nacido en España y vino muy joven a nuestro país, trabajó en el ferrocarril y en la búsqueda de petróleo sin suerte, mi mamá fue una morena nativa, bajita y de pelo absolutamente negro, con largas trenzas. En ese momento no esperábamos esa cacería humana programada para nosotros, disparos a traición, ataques nocturnos, como si se tratara de fuerzas enemigas, el fusilamiento de obreros, que hoy son mártires.
Desde el sindicato comenzaron a imprimir panfletos, leíamos por las noches los mensajes que pedían organización hacia la huelga y resistencia. Durante el día se hacían rondas por las estancias hablando con los obreros, mientras los patrones y la policía también se organizaban. Sumarse a la huelga era garantizarse una bala de obsequio. El primero que perdimos fue a Chiki, eso lejos de detenernos nos hizo más tercos y persistentes. Esta, nuestra historia, la que muchos quisieron borrar, prevalece, grabada con sangre en nuestras venas y heredada a nuestros descendientes. Hacía frío, siempre, para mí era detestable, lo menos soportable de este lugar, aparte de las balas, el trabajo explotador, la comida raras veces buena, y la paga cada vez más escasa, desolador. Iba a trabajar con una tos de perro, meses sin dejar de toser. Algunas noches tuve fiebre, contagié a varios de la estancia, aun así no dejamos de ir hasta que empezó la huelga. Intenté escribir, pero el frío lo ocupaba todo en mi mente. Sonidos de la inmensa soledad irrumpiendo todo el tiempo. El sitio huele a viejo. Todo es rugoso, punzante o raspa. La piel duele, los recuerdos hieren, solo la fuerza de soñar con un mañana me sostiene. La tarea diaria se superpone con el deseo de escribir. Dejar algún testimonio de esperanza ante los aberrantes hechos que nos tocan. Ahora a las doce de la noche miro alrededor en la piezucha donde duermo: veo un resumen de este año trágico; en seis imágenes: un mapa de la provincia de Jujuy intervenido con una palabra distancia; una lámina del gremio sentencia HUELGA; una oración para la Virgen de Luján, un retrato a lápiz de mi madre; una ola intervenida con el logo de la policía federal, una foto de algunos de los compañeros asesinados, una bandera roja colgando de un gancho de carne. Era 24 de diciembre y comencé a soñar con una noche cálida en el norte, con los pesebres, en la vieja casa de mis padres en ruinas y el dinero que no lograba juntar. Tres uniformados irrumpieron esa noche en las piezuchas donde dormíamos y en mis sueños sin cumplir, estaba cansado, harto de refugiarme y decidí pelear. Primero patearon mi cara, sangraba por la nariz mientras vomitaba, pensé que de alguna manera me estaba curando, luego me dispararon en un pie y nos obligaron a caminar hacia un descampado. Estábamos descalzos, la tos empeoró y las patadas también. Los uniformados golpearon a mi compañero todo el día.
—...once, doce, trece, catorce, quince...veinte, veintiuno, veintidós... cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco...cien, ciento uno, ciento dos, ciento tres-, contaba mientras le asestaban en el abdomen y yo veía desangrarse a Juan. Ya no respiraba y dos de ellos orinaron sobre su cuerpo mientras bebían. Era mi turno, eran las cuatro de la tarde y estaban bastante ebrios, sus golpes no eran tan duros. Escape arrastrándome, volví a soñar con la casa de mis viejos, sumergido en una cena abundante y placentera, el olor a leña, el aroma a selva y calor. Quede inmóvil con una sonrisa congelada que los fastidiaba, mi deceso duro tres días en concluir, ni siquiera se esforzaron por terminar de matarme, la última patada en la nuca atrofió mi espina dorsal, ya no sentía dolor, podía sentir la sangre correr por toda mi cara y mi cuerpo colapsar, pero no había dolor. Mis compañeros lograron recuperar mi cuerpo de esa escena nefasta. Lo cargaron sobre un tren a Jujuy. Al llegar, las trompetas sonaban al compás de la marcha fúnebre. Volví a casa, me esperaba una de mis hermanas. Con un abrazo recibió mis restos. Un niño lloraba y ya no hacía frío.