Chorizombilandia #8: Juancito Cooke y la máquina de hacer chorizos
Por Juan Fluger
Ilustración: Leo Sudaka
Se acordaba del cielo celeste. ¿Hacía cuánto ya? Dos, tres años. Podrían ser diez y algún día convertirse en veinte, y aun así podrían parecer dos o tres años. El cierre de la fábrica cambió todo. Y cuando uno dice todo, es todo. Hasta el cielo. Por eso Juancito Cook miraba el cielo y lo extrañaba con ganas. Se pasó la mano por la cara mirando para arriba y se acordó del único refrán que el viejo Villamarin espetaba a cada uno que le discutía algo: “Que sabrá el chancho de aviones si nunca mira pa´rriba” Acababa de cruzar la avenida Barone y se dirigía, como lo hacía todos o casi todos los días desde el día siguiente al cierre, hasta la puerta de la fábrica; para ver esa imponente masa de metal que debió durante años flanquear enfundado en un overol color rojo punzó primero, después color verde oliva y la última época de un azul marino. El Azul era el color que más le gustaba, y eso que era al que las manchas de sangre más se le notaban. Y por el cielo también.
Los botines con la punta de acero oxidado chapoteaban frente al geriátrico y la imagen del viejo Villamarin se le vino otra vez. Pensó que si bien el viejo era jodido no se merecía morir así. Los palos lo habían alcanzado al segundo día de la epidemia. Era un viejo roñoso pero las marcas de los azotes habían dejado un cuerpo molido, casi lo suficiente para deshuesarlo y hacerlo chorizo. Si hubieran sabido que era eso, una epidemia, no lo hubieran gastado a palos. Probablemente los correrían con escobas o piedras como hacen ahora casi siempre después de que descargan las vejigas hinchadas por el pis amarillo y oloroso. Como las palomas de Plaza de Mayo o las ratas de Nueva York, el viejo se podría haber convertido en ese símbolo turístico antihigiénico que representan algunas faunas urbanas.
El olor era insoportable, el cielo se cerraba cada vez más y a medida que Juancito se acercaba a la fábrica la presencia de otras personas se hacía peligrosa. Él sabía defenderse. Su instrucción contemplaba lucha cuerpo a cuerpo y con los años en la fábrica las manos se le habían hecho duchas en el manejo del cuchillo. Aun así sentía un miedo extracorporal, un aire cargado que le erizaba los pelos ásperos de los brazos.
Por supuesto que había nostalgia en recorrer todos o casi todos los días ese camino y, cada vez que Juancito se preguntaba por qué, no encontraba más respuesta que las ganas de volver a esa vida. Técnico superior en el enfundado de carne procesada previamente condimentada. Varios meses de preparación en la Academia de la Carne habían convertido a Juan Cook en el primer técnico de la familia. Hoy los viejos eran meones como todo viejo que pululaba por la zona. Por eso él, sobre todo, volvía para verla a ella.
Parado frente a la inmensa puerta y aún con las manos en los bolsillos, apoyó la frente sobre el metal. Presionó primero levemente y fue agregando fuerza hasta que los botines se hundieron en el barro. Puso las manos frente a sus ojos y se cubrió la cara para sentir el olor del metal. Faltaba el aceite pero ese olor a metal viejo, a sangre, le hizo acordar a ella. Las veces que desde su cama, escuchando los sonidos del abortadero, pensó en entrar a la fábrica y llevársela. Allí podría arrancar una vez más el negocio, pensaba. Y cuando engranaba más le costaba dormir. Así podría otra vez tener lo que quería, que no era mucho. Había aprendido que querer y tener eran decisiones que gravitaban en voluntades ajenas.
Sonidos de chorritos de pis lo llevaron a moverse pegado a la pared de la edificación. Un perímetro altísimo y negro donde se podían ver algunas pintadas que no se podían leer. El barro delataba los pasos y Juancito se avivó de que mejor subía a la loma. Desde ahí podría verla, otra vez.
La máquina de hacer chorizos brillaba desde la mesada iluminada solo por una lámpara que el destino y la gracia de algún dios que todavía no se había olvidado de Juancito mantenían encendida. Y él, una vez más, sobre la loma que flanqueaba el lateral de la fábrica y desde donde podía ver la máquina sin molestias, se acurrucó en la base de un ombú sin hojas, pensó en el cielo del Caribe, de una playa. Una imagen de un libro de la Academia cuando le hablaron de revoluciones viejas y triunfales. Con eso en la cabeza y moviendo el lomo como un perro para cobijarse entre las ramas que lo abrazaban se descalzó los botines y logró por fin conciliar el sueño.