Chorizombilandia #9: El sereno Elías
Por Matías Caletti
Ilustración: Leo Sudaka
Un madrugada fría, dos adolescentes corrían de la mano. Aprovechaban la oscuridad de los edificios más altos que con sus torres ovaladas tapaban la luna. Enfilaron por la calle que lleva hasta el cementerio. En el bolsillo del camperón cargaban lo que creyeron necesario: una tijera, alcohol y dos linternas. De vez en cuando se escuchaban, en ciertas esquinas claves como la del banco y la whiskería, las patrullas custodiando, cargando en el hombro los fusiles y alumbrando con las linternas a cualquier cosa que se moviera. Además de tener que esquivar a los vigilantes, tenían que esconderse de cualquier otra presencia humana: toda sospecha que en el pueblo surja termina deviniendo en un acontecimiento comprobable. No solo no podían verlos juntos, si no que ni siquiera debían saber que esa madrugada estuvieron fuera de sus casas. Sin embargo sus esperanzas eran oportunas, después de todos esos meses…
Ella largaba, en cada jadeo, gritos entre dientes. Cada vez que lo hacía una gota nueva de transpiración les brillaba en la cara a los dos. El camino al cementerio es una calle oscura, las luces amarillas del alumbrado público empiezan a perder continuidad a medida que se toma distancia y se convierten en una línea punteada; lejos, la oscuridad hace un bucle y parece que ahí se acaba el mundo, salvo porque la casa del sereno del cementerio tiene siempre las luces encendidas.
Esa noche en el cielo podían verse todas las estrellas, planetas y satélites. Pararon para descansar y Queila aprovechó para arrodillarse y tomar aire. Silvio la levantó por el brazo.
-Dale que falta poco— intentó animarse.
-No puedo más.
Silvio miraba alrededor como una lechuza. La ansiedad y el frío le respondieron con un temblor involuntario.
-¿Las sábanas las escondiste?
-A vos qué te parece… Ayudame, me está partiendo al medio…
Se encaminaron por las vías del tren, donde no da la luz. Si se les pudiera poner un sol y Universally speaking de los Red Hot Chili Peppers, pensaba Silvio, sería la escena de dos adolescentes enamorados hablando de un futuro próspero, mientras hacen equilibrio sobre los rieles, se empujan, ríen y siguen. Alguna vez lo hicieron, después de salir de la escuela. La última vez que estuvieron ahí con el sol de frente, fue mientras planeaban cómo iban a deshacerse del bebé.
Se detuvieron cuando escucharon el caudal del río. El agua no se veía, a esa hora casi siempre se levanta niebla y esconde la superficie, lo que pasa con los pueblos cercanos al río. Silvio se alejó unos pasos y encendió la linterna para vigilar. Queila prendió la suya y la dejó apoyada en la tierra donde un puñado de bichos bolita corrían desesperados. Se sacó las zapatillas, los pantalones de algodón, la bombacha y se quedó solo con las medias. Mordió otra vez la manga, esta vez más fuerte, hasta abrir el tejido de la tela.
No tardó mucho en nacer: un parto natural perfecto después de algunos minutos de hacer fuerza. El cuerpo del bebé se escuchó con un golpe seco dar contra la tierra. Lloraba con toda la fuerza de sus pulmones, todavía sujeto al cordón umbilical.
-¡Rápido! Metelo al agua —le gritó Silvio que en un ataque de histeria se había olvidado que tenía las tijeras en el bolsillo— ¡Todo el pueblo nos va a escuchar!
Estaba inútil, sin movimiento, sin método ni capacidad para intervenir. Entonces una tercera linterna los alumbró a través de la niebla. Elías, el sereno, apareció como detrás de un escenario, como si ese fuese su turno en el guión de transformar el conflicto de la escena: con un pañuelo de tela tapó la boca del bebé y lo envolvió en una manta hasta dejarlo completamente tapado. Sacó un cuchillo de su bolso y de un rápido deslizar del filo cortó el cordón.
-Váyanse —le dijo a los adolescentes— no tienen que ver esto.
Silvio por primera vez reaccionó rápido y ayudó a Queila a cambiarse. Una vez que los dos estuvieron de pie, el sereno les habló de nuevo.
-Métanse en sus casas… rodeen por el río hasta la fábrica de chorizos, de ahí encaran para el pueblo, sobre la calle del geriátrico… por ahí se encuentran algún viejo pero están todos seniles, peor que eso nada…
-¿Y las patrullas?
-¡aj! Maricones… no se van a cruzar a esas mierdas si van por donde les digo.
-No nos va a denunciar…
-Andá negro, acá ya no tienen más nada que hacer.
Cuando quedó solo, agarró al bebé que todavía se retorcía intentando soltar un sonido y terminó con él sumergiéndolo en la corriente del agua helada. Mientras volvía para el cementerio otras dos luces lo interceptaron.
-El sereno… qué hace acá— lo interrogó uno de los vigilantes.
-Escuché un llanto, pero parece que era una comadreja.
-A nosotros nos pareció lo mismo…
-No creo— les dijo y del bolso que llevaba sacó el cadáver de una comadreja enorme envuelta en bolsas de plástico.
Lo miraron con asco.
-Me gusta salir a casar comadrejas, se comen las gallinas de la gente.
-Haga lo que quiera, pero vuelva al cementerio, ya conoce la ley.
Elías los saludó con la cabeza y desapareció en la oscuridad.