Cine nacional y dictadura: “Andrés no quiere dormir la siesta”, de Daniel Bustamante
Complicidad, indiferencia, me adentro en el laberinto terminológico para reflexionar acerca de cuál es la palabra más pertinente a la conducta social que esa facción reaccionaria que reconocemos como clase media argentina ha desempeñado durante la última dictadura, que a fuerza de trabajo hemos logrado exponer indiscutiblemente fue cívico - eclesiástica - militar - empresarial, me meto ahí y salgo espantado. Después de haber reposado en una primavera de conquista de derechos nos acontece transitar la reacción de esos sectores.
En el cine nacional hay un importante volumen de películas que reflejan distintos aspectos de ese período de nuestra historia signado por el terror y el silenciamiento. Como pocas, la obra de Daniel Bustamante, Andrés no quiere dormir la siesta, aborda la perspectiva de una familia santafesina que convive con el horror y elige mirar a otro lado, y cuando eso ya no es posible porque la tragedia la rodea y envenena su vida, deliberadamente cierra los ojos y se ata a la indulgencia.
Tras la muerte de su madre (Celina Font) en un accidente, Andrés (Conrado Valenzuela) y su hermano mayor deben ir a vivir a casa de su abuela Olga (Norma Aleandro) junto a su padre Raúl (Fabio Aste), con quien tiene un vínculo completamente opuesto al que tenía con su madre. Frente a la casa se encuentra un centro de detención clandestino que linda con el terreno baldío en el que los pibes del barrio pasan las horas cuando están fuera de la escuela.
El enunciado negativo del título de la película implica las indagatorias: ¿Quién quiere dormir la siesta a los ocho años teniendo la oportunidad de vagabundear libremente o deleitarse con los dibujitos? ¿Por qué no quiere Andrés dormir la siesta? ¿Qué fantasmas lo acosan en las horas de silencio y cortinas selladas? Todo puede derrumbarse ante el vacío que depara la muerte de una madre.
En esa casa-mundo el niño Andrés deberá mimetizarse con las bestias para sobrevivir, nada lo ampara, nada lo acuna como hasta ayer lo hacía los brazos sanadores de su madre. Los juegos, la mesa escasa de alimentos y plena de dulzura, las caricias, quedan hundidas en un espiral descendente y sin final, un abismo desolador que otorga como única alternativa blindar la piel y arrojar por la borda los rezagos de sensible inocencia. Lo que asciende en la película es la galvanización de la conciencia del protagonista, que incorporará a su precoz existencia el aprendizaje de un código maligno.
¿No se oyeron los disparos tras los muros? ¿No han colado en las hendijas de la persiana las imágenes de operativos con frenadas, disparos, gritos, golpes, llantos, secuestros, fusilamientos? ¿Es posible que tantas personas desaparezcan sin la advertencia de los demás? La victoria de los tiranos comienza a celebrarse cuando las trampas se cierran y, por escapar, mantenerse a flote, unos son capaces de entregar a quien sea que el monstruo apetezca. La intención de estar ajeno a las sospechas y las amenazas prioriza la supervivencia y la adaptación a lo normalizado por sobre la compasión y la culpa.
Andrés no quiere dormir la siesta, entonces, afirma algo elemental para entender toda dictadura: así como no se puede negar que haya quienes no fueron concientes de los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado, tampoco puede eludirse la responsabilidad de gran parte de la población que más o menos indirectamente colaboró en el genocidio, por acción u omisión, por cantar o por callar.
Los discursos negacionistas
La producción del 2010 nos permite profundizar en el problema actual de un creciente negacionismo, dramatizando la cotidianeidad de las doñas repetidoras del “algo habrán hecho”.
Hoy arrecia un temporal que levanta las aguas servidas de la Patria, y en la caudalosa crecida emergen putrefactos renacidos, o soterrados vivos, sentimientos y discursos que habíanse adaptado a la cultura para poder habitar la sociedad. Mucho de lo que se escucha en los medios de comunicación, aulas, mercados, peluquerías, bares, estaba fuera de los márgenes de lo aceptable hasta hace poco más de una década. La institucionalización del discurso negacionista en el retorno neoliberal del 2015 abrió la compuerta que mantuvo lo reprimido puertas adentro. Quienes se atrevían a reivindicar los crímenes del terrorismo de Estado inmediatamente recibían la desaprobación social. ¿No supimos ver que levantar las banderas de la justicia social también haría resurgir el odio? ¿No debemos odiar profundamente a la injusticia, la desigualdad, el horror y a lo que lo genera y alimenta?
La institucionalización del discurso negacionista en el retorno neoliberal del 2015 abrió la compuerta que mantuvo lo reprimido puertas adentro.
Nuestro país se preciaba de ser baluarte en la lucha por los Derechos Humanos, la Memoria, la Verdad y la Justicia. Vivir en la cultura implicaba el rechazo a aquellas políticas de muerte planificadas para sembrar la miseria y la dependencia de la Patria a los intereses extranjeros, gerenciados por una oligarquía mal nacida y apátrida. Personajes extraordinarios, mega, daban su nota en el escenario político argentino y eran un número vergonzoso de singular patetismo. Desde el ridículo, las abogadas de los genocidas fueron convidadas de difusión en los medios cómplices de la dictadura. Subrepticiamente fue alimentándose el germen negacionista, a caballo de un deterioro económico y social que pone en jaque el orden político y cultural de un modo realmente novedoso.
La realidad virtualizada, con la posibilidad que da la despersonalización, el anonimato y la impunidad para enunciar discursos macartistas crea pichones de tiranos dispuestos a proferir por las redes lo que en presencia callan u ocultan, por cobardía, instinto de supervivencia o principio civilizatorio. Muchos de estos sujetos son los que aplauden con manitos digitales la incontinencia del gobierno antipopular cuando goza al agitar las aguas de la democracia difundiendo la intención de liberar a genocidas condenados por delitos de lesa humanidad.
Alertado por la ofensiva consulté a Claudio Yacoy, abogado defensor de las víctimas del terrorismo de Estado y Secretario de Derechos Humanos del municipio de Avellaneda, que nos aporta al respecto lo que dicta la Ley 27.156 y aporta para acercarnos tranquilidad en estos tiempos torrenciales: La propia Constitución obliga a que el Ejecutivo que quiera indultar, debe hacer un pedido de informe al tribunal en que se encuentre un condenado por delitos de Lesa Humanidad, ése fue el fundamento utilizado para conseguir la nulidad de Menéndez. (Hasta ahora no hay ningún pedido). En segundo lugar, sólo se puede indultar a aquellos con sentencia firme y consentida. En tercer lugar, se debe apelar a la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos tomando como ejemplo el caso “Barrios Altos y La Cantuta”, en la que estos delitos fueron calificados por el tribunal interamericano como violaciones graves a los derechos humanos. Por ellos, la corte estableció que era inadmisible la aplicación de leyes de amnistía o cualquier otro tipo de excluyente.
Así debemos comprender que ésta es otra provocación de un gobierno con un importante componente mediático, de nula sensibilidad social y explícito sadismo, más que negacionista, reivindicador de los crímenes de Estado. En todo caso, nos corresponde al campo nacional y popular despertar del letargo en el que nos sume la desorganización del peronismo y esquilar a la oveja ridícula que se ve en el espejo de sus amos como un león. Este domingo 24 de marzo de 2024, a 48 años del golpe genocida, las calles y plazas del país rebalsarán de lo que aterra a los tiranos: un pueblo movilizado y dispuesto a defender su historia con Memoria, Verdad y Justicia.