Como dos arlequines

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Como dos arlequines

11 Enero 2016

Por Francisco García Jurado (*)

No sé si era mayor la felicidad de ver mis regalos o la de saber que Fidel apenas tendría nada esa mañana de reyes. Con un sentimiento malsano, sí, alegremente malsano, yo preguntaba a mi madre despistada, más bien cavilando en voz alta, sobre la irrisoria venida de los reyes a la casa del pobre Fidel, o de Fidel, el pobre. Frente a mis coches teledirigidos, daba en pensar que él tendría tan sólo una pelota vieja de tenis, posiblemente quemada por un lado. Frente a mis muñecos articulados y perfectamente equipados, él no tendría más que uno de esos sobres de soldaditos de plástico, fruto de una guerra insulsa, diminutos y mal recortados, que se compraban entonces en los puestos callejeros y que regentaban ancianitas sin pensión. Qué maravilla sentirme a salvo de toda aquella maldita miseria, en particular durante esta mañana luminosa, antes de que las brumas de la sobremesa comenzaran a hacerme sentir, sin nombre todavía, una sensación melancólica que acababa confundida con el blanco y negro del televisor, mientras emitía películas interminables de vaqueros e indios, películas donde sonaba una música heroica y lejana, enlatada en una sensación triste.

La madre de Fidel venía a pedir ropa a mi madre de vez en cuando. Había asumido la pobreza como una segunda piel, al igual que la segunda mano de todo aquello que usaba. En una época de exaltación del derroche, como fue la de mi infancia, aquella pobreza, solemne y de manual, era aún más evidente y despreciable. Fidel venía a veces con ella, siempre callado, más bien mudo como un busto de piedra, y apenas llegaba a mi casa se tomaba un vaso de leche con galletas. Todo mi empeño consistía en que aquel mísero muchacho intuyera el desprecio que yo mismo sentía por los juguetes que atiborraban mi cuarto, mi hastío precoz por la vida regalada que él no tenía, y precisamente por eso él debía apreciar mejor su ansia de bienes materiales en contraste con mi spleen precoz, propio de un poeta decadente y  sin obra.

Sin embargo, un buen día, aquel mundo de infancia donde todo encajaba a la perfección desapareció al mudarnos de casa y de barrio. Tendría entonces unos doce años, y las brumas azules de la infancia se tornaban ahora en atisbos de otras sensaciones más primarias y propias de la adolescencia. La nueva casa conllevó un nuevo colegio, ahora mixto, y comencé a darme cuenta de que aquellas muchachas en flor que ahora poblaban mi nueva clase eran tan tentadoras como mortales. Una de ellas me gustaba especialmente, Remedios se llamaba, y no resultaba ciertamente un remedio de amor para las cuitas que comenzaban a despertar dentro de mí. Ahora descubrí cómo los fines de semana eran largos desiertos que había que atravesar hasta llegar al nuevo lunes, al oasis de la clase, donde acabaría encontrándola para que renovara mis dolores, tras haberse atenuado éstos un poquito durante la tarde del domingo. Todas estas cosas sentía hasta que descubrí dónde vivía el objeto de mis cuitas, circunstancia que abrió una nueva posibilidad a mis sueños. Reme era muy simpática, y no había cosa que no me gustase de ella, salvo los numerosos moscones que la rodeaban, por supuesto más altos y guapos que yo. Así andaban las cosas cuando me comunicaron en casa que Fidel y su madre iban a venir a visitarnos a nuestro nuevo hogar. Aquella noticia despertó en mí algo de nostalgia, no tanto de una casa perdida como de una vida donde aún no sentía las zozobras de muchachas como Reme, donde me bastaba mi pequeño mundo mezquino y poco más.

Al fin llegaron a mi nueva casa Fidel y su madre. Aunque había pasado casi un año, aquella mujer nos devolvió al pasado como si tan sólo hiciese un día desde nuestra mudanza. Su actitud resignada y pedigüeña era algo tan asumido por su persona que apenas podría imaginársela ya de otra manera. Sin embargo, Fidel había cambiado, pues le asomaba la sombra de un bigotillo sobre el labio, y se le había puesto cara de tonto, un poco diferente de la cara de niño desvalido que solía gastar. Nos sentamos en mi cuarto y mi madre nos trajo, como siempre en la otra vida ya pasada, unas galletas con leche. Le volví a enseñar, como antaño, mis nuevos juguetes, intentando representar la displicencia de un niño harto de tantas cosas. Sin embargo, aquellos juguetes ahora me dolían, me mostraban una realidad lejana de Remedios, que andaría existiendo en una dimensión ajena a mi dolor, a mi desconsuelo, a mi triste vida sin poderla ver. Casi sin darme cuenta, invité a Fidel a dar una vuelta conmigo para enseñarle cómo era mi nuevo barrio, más alejado del centro de la ciudad. Fidel apenas hablaba, conservaba, eso sí, unos ojos tristes de niño solitario y pobre. Salimos a la calle y fui paseando con Fidel, sin hablar, sin describirle nada de lo que veíamos. Había jardines olorosos, pero Fidel no parecía percibir su olor, había avenidas tranquilas con bonitos tranvías que daban cierto aire cosmopolita a aquel barrio, pero todo aquello me daba ahora un tanto lo mismo y seguramente a Fidel también. Él nunca podría vivir allí. Instintivamente entré por una de las calles laterales a la avenida y llegué hasta un cruce donde adiviné que aquella figurita alegre y brillante podría ser la de Remedios. Ella paseaba con su perro dolorosamente guapa, estaba sola, fuera del contexto del colegio y de los insufribles moscones, altos, guapos y bien peinados. Sin embargo, me quedé paralizado al verla, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Ella nos miró de soslayo y sonrió para sí. Me detuve y le indiqué a Fidel con un gesto instintivo que la mirara, que la admirara. Él esbozó una leve sonrisa, una complacencia cómplice que jamás habíamos tenido antes. Y así, pasmados, nos quedamos un buen rato absortos ante su presencia, como dos arlequines de la etapa azul de Picasso.

 

(*) Investigador, docente y escritor. Profesor titular de Filología Latina de la Universidad Complutense de Madrid. Autor, entre otras obras y estudios, del libro Borges, autor de la Eneida y numerosos artículos disponibles en su sitio web Historias no académicas de la literatura