El arte de la fuga: una lectura de “Sobre la interpretación”, de Alberto Giordano
Cuando supe que Alberto Giordano había sacado un libro con el título: Sobre la interpretación (editorial Qeja), temblé de envidia. Me encanta el título. No necesito pensar mucho para saber que casi todos los títulos de mis libros giran alrededor de esta palabra y esta práctica tan simple y densa como es interpretar. Un lector es una máquina de interpretar. De hecho, según afirma Giordano, el ser humano es una máquina de interpretar, pues “la pulsión hermenéutica prevalece sobre la voluntad de comprensión … incluso si no comprendemos lo que el otro dice, interpretamos”. Dejando de lado si la pulsión interpretativa no es ya una forma de comprensión (antes de interpretar, comprendemos, porque eso que interpretamos ya resalta sobre un fondo no interpretado), en esta cita precisa me sale mi jerga hermenéutica alemana y diría que Giordano en realidad no quiso decir “comprensión”, quiso decir entendimiento, porque la diferencia entre entender y comprender es fundamental: el primero es la actividad abstracta, representativa y consciente que lleva a cabo el entendimiento, mientras que toda comprensión, según Hannah Arendt, tiene una dimensión afectiva y concreta, su sentido no es inequívoco. Podemos comprender sin entender, y en este matiz muchas veces se juega para un docente el destino de una clase. En los matices se oculta dios, escribían los alemanes Aby Warburg y Walter Benjamin. Y como sostiene Giordano: “la compulsión a oponerse los priva [a los que se oponen] de la posibilidad de apreciar los matices”.
Cuando leí el libro la envidia se consolidó, porque este librito es la transcripción de una clase que dio Giordano en un profesorado de psicología, por Zoom, esas cosas que se normalizaron durante la pandemia. Es una clase en la que se intercalan un saber preciso y abrumador de los autores que interpreta, y un ejercicio de la interpretación muy ameno por el cual un alumno en su momento y el lector ahora desea seguir escuchando o leyendo, como si una dimensión de la infinitud del acto de interpretar radicara en el placer que el oyente o el lector sienten a medida que pasan los minutos o los renglones, y que le provocan el deseo de no terminar, de seguir escuchando, de seguir leyendo sin fin (en este caso en particular, espero ansioso la segunda parte de esta clase magistral e inconclusa). La fuerza que alimenta este deseo proviene de los afectos, no del entendimiento. No es algo que quiero conocer, es un saber que quiero compartir. Más en este caso, donde su hija participaba como alumna. En una de las clases teóricas que di en la facultad de Ciencias Sociales (UBA) hace unas semanas atrás concurrieron mis dos hijas, una de 20 y otra de 13 años. Tener como oyentes a las propias hijas es fascinante y llena de orgullo: uno a los alumnos en general les puede fallar y la clase puede desmoronarse en un soliloquio aburrido, pero cuando están las hijas esto no puede ocurrir. Son esos seres a los que un padre no puede fallarle (aunque no deje de fallarles todo el tiempo). No importa, tampoco, que entiendan, importa que se dejen llevar por el arrullo del sentido y la voz. En el caso de Giordano, lo logró. Me pareció comprensible que en la última página del libro apareciera el único “lapsus” de la edición, cuando escribe que “el que tiene sentido del humor, es el caso de Emilia, es algo así como un artista de las sorpresas ligeras”. No es el caso sino en el caso de Emilia que el artista de las sorpresas ligeras aprovecha y usufructúa de la ambigüedad. Interpretar es maravilloso.
Giordano me volvió a descubrir esa pasión por interpretar, que es el sentido de una vida.
Por gajes del oficio, algunas de las afirmaciones deslumbrantes que Giordano esgrime yo las conocía (convivimos en el mismo campo, frecuentamos a los mismos autores, nos atraen las mismas problemáticas), y sin embargo fue como si las leyera por primera vez. Giordano me volvió a descubrir esa pasión por interpretar, que es el sentido de una vida. No es que no lo supiera o lo hubiera abandonado en algún momento (interpretar es adictivo), es que Giordano me recordó que lo más lindo de una clase es esta potencia que tiene el docente de invitar a otros a un juego (interpretativo) en el que no hay alguien que sabe y otro que no sabe, uno que transmite y otro que recibe, sino que hay una experiencia común que los antecede, y que es la experiencia de una interpretación: “El sujeto de la interpretación nunca es para Nietzsche la subjetividad del intérprete sino cierta voluntad transubjetiva de valoración”, escribe Giordano.
Ahora bien, nada mejor para que esta invitación a jugar sea fructífera que las lecturas equívocas y los malentendidos, esas lecturas que no nos dicen qué pensar, sino que nos hacen pensar. Nos instan a participar en un pensamiento. Por eso, como dice Giordano, un docente debe aceptar la digresión que le propone un alumno, aunque eso le cueste el orden que había planificado para su clase. Esa contingencia, a veces, nos descubre en un pensamiento que no habíamos pensado antes, o que olvidamos, lo que viene a significar lo mismo. Sorpresa e iluminación.
A medida que uno avanza en la lectura del libro, se va olvidando lo que propuso el autor en el prefacio: “explorar la riqueza del concepto de lectura como acto de interpretación activa”. La lectura, aunque sea placentera, siempre carga con una actitud torturante. Leer es estar durante horas en silencio y concentrado, y a veces no alcanza esto para entender. La espalda medio encorvada, los nervios ópticos forzándose más allá de sus posibilidades, obedeciendo indefectiblemente la letra, el lector avanza de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo, en una página y en la siguiente. No hay práctica más individualista que la lectura (quizás la masturbación compite con ella, y le ahorro al lector el chiste lacaniano sobre este ejercicio). Si a medida que leemos la diferencia entre la lectura y la interpretación va desdibujándose, esto no ocurre porque el tema quedase abandonado al principio y uno se lo olvidara al aparecer otros temas (este es el nivel más superficial de un texto), sino porque lo va practicando o ejerciendo a medida que avanza la charla. Toda la charla es una interpretación activa. ¿Qué activa? Activa al alumno. Activa al lector. Es activa no sólo porque desconfía de lo que lee o escucha o porque se apropia de ello, es activa porque al mismo tiempo se entrega a ello (se pierde allí donde cree encontrarse; cuando se encuentra, se fuga). Insta al otro a proponer las respuestas o a desplegar lo que lee o escucha. Le pide sin pedirle al lector o al alumno que se implique en lo que escucha o lee, lo que puede significar que en algún momento este lo traicione, pues de otro modo, si trata de entender y repetir lo que el otro dijo, en este caso se trataría de una interpretación pasiva. Pero, ¿hay una interpretación pasiva? Si un texto crea palabra por palabra otro texto idéntico a un texto canónico que ya existe, como hace Pierre Menard, por ejemplo, en el cuento/ensayo famoso de Jorge Luis Borges (autor prolífico al que Giordano recurre un par de veces), ¿será en este caso una interpretación pasiva? No es pasivo cuando copia, un texto es pasivo cuando no logra activar en el oyente/lector una respuesta. O mejor dicho: cuando no logra una continuación, un despliegue del pensamiento que está plegado o permanece imperceptible en el texto. No se define por la apropiación inteligente que un autor hace de una idea, depende de su capacidad de despertarle al otro una curiosidad por esa apropiación. No se descubre una verdad enterrada en el texto y que esperaba una interpretación que la rescatara, se crea un sentido que no estaba en el texto y que desde el momento en que se crea, no dejará de imponerse en sus relecturas. Para seguir con Borges, podemos recordar a “Kafka y sus precursores”: “El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado”. En palabras de Giordano: “El pasado está siendo un efecto y no la causa del presente que lo interpreta”. El tiempo denso de la interpretación revierte o trastoca el tiempo sucesivo y cronológico del sentido común.
Giordano despliega cuatro afirmaciones: 1) “El humano es un animal hermenéutico”; 2) “La interpretación, antes que desciframiento o explicación, es creación-imposición de sentido”; 3) “La interpretación no actúa directamente sobre el enunciado, la cosa o el fenómeno interpretado, sino sobre otras interpretaciones”; 4) “La emergencia de una nueva interpretación modifica el pasado de lo interpretado”. A estas afirmaciones las desglosa y desarrolla como un músico de rock interpreta una melodía cuando hace un solo sobre el escenario: improvisa y acepta las desviaciones o digresiones que el mismo despliegue del tema provoca. El docente se deja ir, a veces no sabe si alguien lo acompaña en su tarea o si quedó solo enredándose en sus enunciados. No es lo que ocurre en este libro, donde Giordano no parece perder nunca el comando de la charla. No sólo es ameno, como escribí recién, es también pedagógico, con esa pedagogía que profesa el maestro ignorante, que se funda nada más y nada menos que en despertar en el/la otro/a la inquietud y la pasión por expandirse, por saber más, hasta que finalmente sabe que no sabe y cuánto más sabe, más grande es el conjunto de lo que ignora. El secreto de este docente (uno de sus secretos) es que no quiere transmitir un contenido (Foucault dijo esto, Barthes tal otra cosa), quiere transmitir algo que le provoque al otro la duda o la posibilidad de no estar entendiendo o no estar entendiendo del todo lo que el profesor dice, y que esa vacancia de sentido lo inste a seguir el reto que la elucubración despierta. Enseñar o transmitir silencios, digamos, como si la música no fuera los sonidos que escuchamos sino los silencios que la posibilitan. Fue lo que percibí en mi lectura de este libro. Para lograr esto el autor tiene que tener la maestría de decir sin decirlo que hay algo de lo que dice que se mantiene en reserva esperando ser escuchado.
Si aparecieron un par de veces la referencia a la música en esta reseña fue porque en mi opinión acotada es este el arte donde la interpretación es más fundamental —en verdad, en cualquier arte o disciplina e incluso en la existencia misma la interpretación es fundamental, principalmente la interpretación que se insubordina y descubre una línea que no estaba trazada, y nos lleva más allá de nosotros. Más allá de lo confortable y conocido. Es la tramposa invitación que nos propone el autor de estas páginas. Sin ser él y sin ser vos y sin ser yo los que nos encontramos interpretando sus palabras, que él no dominaba del todo al pronunciarlas.