El carnaval se va, la miseria no
Por Gabriela Costanzo
Es el mes de febrero, en la Ciudad de Buenos Aires los corsos despliegan su esplendor cada fin de semana sin lluvia. El barrio de Saavedra tiene varias intersecciones entre avenidas y calles donde se ubican los escenarios, los banderines y las vallas para armar allí un espacio donde desfilan las murgas.
Son las 19:30h del domingo en García del Río y Pinto, y ya se huelen los choris y las hamburguesas a la parrilla. Los preparativos alcanzan a los vendedores de espuma, que apilan el aerosol como una especie de pirámide maya. Cada uno sale 60 pesos y dura de acuerdo a la cantidad de niños y niñas que se encuentren alrededor. O sea, que oscila entre los 10 y 20 minutos. Algunas madres van preparadas con toallas para limpiar caras con exceso de espuma.
Los micros escolares naranjas, donde transportan a los integrantes de las murgas, se desparraman por la capital. Se los puede ver por avenidas, autopistas, algunas veces en caravana, son casi una procesión atea que anuncia que durante febrero, en la franja horaria de los carnavales porteños, hay varias cuestiones que se transforman (o se ponen en evidencia).
Desde que los corsos volvieron a realizarse en la ciudad, luego de décadas de prohibición, suele leerse en redes sociales y escucharse en conversaciones en los comercios y mesas familiares debates sobre dos grandes temas: el primero, si la murga es o no una forma de arte, que viene acompañada de la comparación con el carnaval en Río de Janeiro, incluso el de Gualeguaychú, y algunos comentaristas más sofisticados que ejemplifican con los carnavales como el de Venecia. El segundo tema, más complejo aún, tiene que ver la concepción del espacio público y su circulación, es decir sobre sus usos y ocupantes.
Sigamos con el relato de Saavedra. Como saben, en cada corso hay un itinerario de murgas, con horarios para cada una, para que puedan realizar en una noche varias presentaciones. La gente del barrio va llegando, ¿hay que decirle vecinos? Y se disponen cerquita del escenario, algunas personas van con sus propias reposeras, sillitas y equipo de mate. En la previa del armado de cada murga, el detrás de escena queda expuesto ante la mirada de aquellos que estamos allí: desde las familias que estuvieron de picnic durante el día y les agarró el atardecer en el parque, los deportistas que elongan en las inmediaciones de la calle ya vuelta peatonal, hasta los espectadores que observan sus preparativos.
Algunos murgueros y murgueras se acomodan las medias, es que de tanto salto, vuelta y salto, es muy difícil lograr que queden bien altas y ajustadas; se atan las zapatillas, se retocan el maquillaje, se acomodan la levita. Finalmente, se van encolumnando, los referentes de cada subgrupo les van indicando, especialmente, a los más jóvenes dónde ponerse y cuándo avanzar en dirección al escenario. La percusión arranca: bombos, platillos, redoblantes. Ya comienzan a bailar.
¿En qué se basarán los que afirman que las murgas porteñas no son una forma de arte? O, su versión menos “progre”, que es una forma de arte menor. ¿Tendrá que ver con el nivel de profesionalización? ¿Con la preparación de sus integrantes en canto, baile y música? Tal vez tenga que ver con su masividad o con los orígenes barriales de algunos de los centro murga. Porque si es el último caso, ya no se está discutiendo sobre si es o no una forma de arte sino sobre quienes forman parte de la expresión artística analizada y de qué manera. Según la psicoanalista, crítica cultural y curadora, Suely Rolnik “la especificidad del arte como modo de producción de pensamiento es que en la acción artística, las transformaciones de la textura sensible se encarnan, presentándose en vivo. De allí el poder de contagio y de transformación que esa acción lleva potencialmente: es el mundo el que esta pone en obra, reconfigurando su paisaje. No es de extrañarse entonces que el arte indague sobre el presente y participe de los cambios que se operan en la actualidad”. Y, agrega “la política de subjetivación, de relación con el otro y de creación cultural está en crisis y, seguramente, viene operándose una mutación en estos campos”1.
¿De qué manera la autodenominada identidad murguera informa en sus canciones sobre la épica del carnaval porteño en la historia, de la tradición de sus miembros, de la toma de la calle, de lo socio- político? Algunas de sus canciones dan testimonio como un tipo de memoria oral, colectiva, que habla de sus respectivos barrios, sus pasiones, incluso del humor actual y el grotesco que limita, espalda con espalda, con el desteñido chiste chabacano.
Los detalles de los apliques de las levitas podrían ser un mapeo sobre la cultura popular en, por lo menos, la ciudad de Buenos Aires. Desde el hombro hasta los brazos se observan personajes como Mafalda, Patoruzito, Clemente, los importados como los Simpson y las Chicas Superpoderosas. También en algunas levitas conviven en un mismo espacio lumbar animales feroces, con escudos de equipos de fútbol y el pañuelo blanco que simboliza a las Madres de Plaza de Mayo. Si nos detenemos en cada una de las espaldas podríamos conjeturar a qué generación pertenece el murguero o la murguera.
Aquel domingo visitó el corso una de las tantas murgas que tiene el barrio: el Centro Murga Los Magos de Saavedra, como decían “presentándose en su casa”. Antes de su salida algunos de sus integrantes sintetizaban con algunas palabras clave qué era para ellos el carnaval: “la familia, la pasión, el barrio, la felicidad” y también una de ellas decía “es olvidarse de todo”. Los Magos avanzan por García del Río. En los costados se ven a familiares y amigos que los alientan. Una murguera cuenta que le encanta presentarse en su propio barrio pero ama recorrer la Ciudad.
Y acá, volvemos al segundo gran tema: el espacio público, que suele escucharse asociado a “puesta en valor”, un eufemismo con forma de oxímoron. No vamos a entrar en una genealogía del espacio público, pero sí poner en cuestión cómo se utiliza la categoría de espacio público asociado a usos debidos, ciudadanos legítimos y formas de circulación normativizadas. De qué manera algunos de estos espacios esconden o disfrazan (suena paradójico hablando del carnaval) su verdadera condición de privados. Sin ir más lejos, quiénes pueden recorrer los barrios de Recoleta o Palermo sin que la policía pida documentos a las dos cuadras, o desde el punto de vista de la norma, la sanción social ante determinados visitantes; como afirma Michel Foucault “nos convertimos en una sociedad esencialmente articulada en torno de la norma, lo que implica otro sistema de vigilancia, de control. Una visibilidad incesante, una clasificación permanente de los individuos, una jerarquización, una calificación, el establecimiento de límites, una exigencia de diagnóstico. La norma se convierte en el criterio de división de los individuos”2. Sin embargo, las murgas recorren corsos de la capital y, por un rato, cada una de ellas es recibida para ser celebrada, ritualizada y aplaudida.
Se acerca la medianoche, los redoblantes y los bombos retumban en los pocos espectadores que observan la retirada de la última murga. Pero queda en el aire el estribillo de una de las canciones de Los Magos, casi como un recuerdo y una advertencia, como una forma de resistencia y una intervención artística política, que dice: “el carnaval se va, la miseria no”.
1. Rolnik, Suely, (2005) “Geopolítica del rufián”, en: Félix Guattari y SuelyRolnik, Micropolítica, Buenos Aires, Tinta Limón.
2. Foucault, M. (1975/1992). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI.