Que no se apague nunca el eco de los bombos: carnaval y literatura
“Olor a carnaval trae el viento/ como harina, la tierrita en los cardones/ como en tu pelo. Olor a carnaval siento de nuevo/ mi corazón es una caja endiablada/ en mi pecho. Cuando salga el diablo de su entierro majestuoso/ volverá la fantasía y la magia abrazará/ ay, mi alma./ Y entremedio de toda la gente endiablada/ bailaremos, meta gritos,/ Pachamama, santa tierra/ sentirás mis pies bailar”, dice Lucho Cardozo en ese bellísimo poema hecho canción que desparrama todos los condimentos necesarios para un festejo norteño en un puñado de versos. Pero vamos a obviar esta prolífica posibilidad y evitar en un solo movimiento la discusión de si es literatura o no, para meternos de lleno en autores reconocidos que ubicaron los avatares de sus personajes en los días donde manda el rey Momo. Saltaremos, también, a los clásicos universales como El carnaval de Roma, de Goethe; El conde de Montecristo o Doña Flor y sus dos maridos, para quedarnos con los locales e intentar que este festejo literario tenga olorcito a lo nuestro.
Tal vez El sueño de los héroes sea el más reconocible de esos libros. Mezcla de novela histórica con fantasía, los días de carnaval vividos por Emilio Gauna se parecerán a un sueño premonitorio. Adolfo Bioy Casares volverá con sus tópicos de coraje, cuchilleros y fantasía para alimentar los vagos recuerdos que rodean a una mujer que fue una máscara de carnaval y empujarán a un grupo de muchachos en su búsqueda.
“A lo largo de tres días y tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación. Que alguien haya previsto el terrible término acordado y, desde lejos, haya alterado el fluir de los acontecimientos es un punto difícil de resolver… Lo que Gauna entrevió hacia el final de la tercera noche llegó a ser para él como un ansiado objeto mágico, obtenido y perdido en una prodigiosa aventura. Indagar esa experiencia, recuperarla, fue en los años inmediatos la conversada tarea que tanto lo desacreditó con los amigos”, comienza Bioy la que es, me atrevería a decir (junto a Plan de evasión, aunque no sean de las más celebradas), su mejor novela. Esta obra tuvo su película homónima estrenada a finales de 1997, dirigida por Sergio Renán y musicalizada por Jaime Roos que, de yapa, nos dejó un gran clásico: “Milonga de Gauna”.
El día en que Mijaíl le preguntó a Sabino dónde estuvo el domingo de carnaval, el retintín de la desgracia se dejó escuchar en la plaza de la parte vieja de la ciudad. Un vendedor de yuyos que llegó desde Bolivia huyendo de la miseria, una muchacha que no pudo vivir más allá ni más acá de su hermosura y un vendedor de harinilla que se dejó ganar por el rencor, son los condimentos necesarios para que el carnaval en el barrio de San Pedro se convierta, finalmente, en escenario de una tragedia. Ese es el marco de Presagio de carnaval, el libro de Liliana Bodoc: 3 historias llenas de recuerdos, de peso individuales, que cruzan sus caminos para verter lágrimas en días de felicidad, como quien celebra la desventura. “El atardecer estaba cumplido, tanto que Sabino Colque llegó a pensar que su presentimiento era errado. Y que, a lo mejor, Mijaíl había acertado en lo del mal fumar. O a lo mejor era el hígado, que seguía devolviéndole los excesos del carnaval y por eso sentía turbaciones y retorcimientos. Dio unos golpecitos en el lomo de Primo para indicarle que ya volvían a la pensión. A lo mejor no le pasaba nada malo, a lo mejor no se moría…”.
En sus Aguafuertes porteñas, Roberto Arlt se sintió “obligado” a hablar del carnaval. “¿Por qué voy a escribir sobre ‘las fiestas del Momo’? Pero voy a escribir, sí, voy a escribir para alacranear perfectamente, para sacarme la bilis que me baila en el hígado y el píloro”.
La bilis que descarga el autor de los 7 Locos no es contra los celebrantes (en todo caso, para ellos será la tristeza y la compasión), sino contra la prensa costumbrista de la época que denostaba a “la mersa bulliciosa” que hizo barbarie del carnaval y les dejó en el horizonte lejano las máscaras venecianas y los palacios que deseaban para sí. “Yo no soy un mal sujeto. Juro que no. Pero me da en el alma tantos macanones. Me revienta y me insunfla la crónica carnavalesca. Las niñas Dorita, Pola y Hebe son tres loros desorejados. El palco estaba adornado con unos metros de tarlatán amarillo ensuciado por las moscas y descolgado para las circunstancias de la araña de la sala”. Para luego tirar la bronca: “En esta ciudad engrupida con el cuento de la democracia, el que menos, siempre, siempre y siempre, el que menos siempre se puede divertir es el que no tiene un cobre. Aquí las fiestas son para los cogotudos, para los que se pueden pagar el lujo de un auto, de un coche o un palco. El resto que se joroben”.
Por alguno de esos carnavales de color verde botella debe haber pasado Manuel Mandeb y sus amigos, los hombres sensibles, para que se le despertara la idea de organizar el “Corso Triste de la calle Caracas”. Luego de sospechar que en esas fechas, la gente se ponía contenta en virtud de algún suceso que todos conocían menos él, fue que se le ocurrió el extraño evento. “Se trataba de una idea interesante: Mandeb pensaba que en los Carnavales vulgares todos simulaban la tristeza disfrazándose de personas alegres. Su proyecto consistía en adoptar disfraces y actitudes melancólicas para ver si detrás de ellos se instalaba la alegría”.
No sólo en Crónicas del Ángel Gris utilizará Alejandro Dolina esta particular mirada del corso, volverá a repetir la ecuación el la opereta criolla Lo que me costó el amor de Laura, donde ella y Manuel, los personajes principales, se cruzarán con el Carnaval Triste donde “pasaban sin cesar/ en esa cerrazón/ figuras dolientes./ Detrás del antifaz/ llevaban otro más./ La gente tal vez puro disfraz”.
Pero ¿Y en la poesía propiamente dicha? También algo hay. Encontramos a Juan Gelman no pudiendo evitar el trágico hechizo de la fiesta en esa especie de homenaje a Spoon River que es Los poemas de Sidney West donde, en los versos que abre el libro, asegura que “a un hombre lo encontraron muerto varias veces/ junto a un viernes de carnaval arrancado del carnaval/bajo una invasión de insultos otoñales/ o sobre elefantes azules parados en la mejilla de Mr. Hollow/ o alrededor de alondras en dulce desafío vocal con el verano”.
Alejandra Pizarnik fue de montar sus libros (sobre todo, Extracción de la piedra de la locura) en escenarios carnavalescos. Pero nunca tan claros como en estas líneas poéticas encontradas en sus diarios. “Hoy cumples 20 años, y por eso te obsequias tus poemas vestidos de fiesta. Te has maquillado, puesto hermosa, y tus labios apagan veinte llamitas./ Pero la situación real es muy otra. ¡Alejandra! Has vestido de fiesta a tu sangre, a tu angustia. Tú no lo quieres, ¿Verdad? Tú deseas escribir silenciosamente, esconderte, no mostrar los poemas a ser humano alguno./ hoy es carnaval./ y yo tengo diez y nueve años dos amores mil libros y una foto de Picasso/ pero hoy se me cae el llanto al vacío/ porque pienso en la vida”.
Por último, en este racconto subjetivo e incompleto, es Raúl González Tuñón quien se calza una “solitaria mascarita” para no ser menos en el arte de despenar. “El cascabel es una flor con música,/ (opinión de Adolfo Enrique)/ No hay nada más triste que una máscara suelta/ y ahora, cuando el carnaval es triste,/ pero esa lleva un gorro de cascabeles, eh,/ y el cascabel es una flor con música./ (En los remotos comienzos del hombre/ sin duda un niño intentó la metáfora,/ la imagen, el cimiento sutil de los poemas.)/ En el fondo del martes se dibuja/ la fugaz mascarita solitaria./ Pero hay algo más triste y es cuando se va el circo/ que en los anchos terrenos hizo vibrar su carpa./ Porque el circo, ése sí que es una flor con música/ derramada y sonora. Clara como un domingo./ Una vez yo me fui detrás de un circo pobre./ Detrás de un sueño; de un sueño con música”.
Si usted pensaba que la literatura iba a transmitirle la alegría y la energía de esta celebración, lamento desilusionarle. Es que esta damita se mezcla sin ser vista para detectar aquello que no llama la atención, que podría pasar desapercibido entre las nubes de pintados chiquilines, la espuma y el eco de los bombos. Tiene el olfato necesario para encontrar la lágrima detrás de los colorines y hacer de ello otra cosa que emociona, atrapa y sorprende. Hasta, quizás, logre desprender nuevas lágrimas, pero con un sentido que en nada se parecen a la original. Después de todo, no dejan de ser lágrimas de carnaval.