El ciudadano ilustre: una película cobarde
Por Nuria Silva
Hice algo que no debe hacerse nunca: leí críticas sobre la película antes de verla. Tengo una excusa: era parte de un ejercicio para un taller de escritura. Esto que acabo de hacer, justificarme, en cierta medida disculparme por mi error, es lo que El ciudadano ilustre hace a otros niveles bastante más complejos que el mero hecho de leer una crítica antes de ver una película. Esto tiene un nombre: mala conciencia.
Una de las publicaciones leídas fue la de Santiago García, La argentinidad al piso (publicada en Leercine.com.ar) y fue la que me motivó a verla. ¿Las razones? Su insistencia en calificarla como la película más feroz de “los últimos quince años” (me pregunto dónde quedan las películas de tipos como Adrián Caetano y José Celestino Campusano entonces) y la más crítica con la Argentina, a contrapelo de la supuesta comodidad generalizada que, según García, ha dominado nuestro cine bajo el gobierno kirchnerista (aunque rehúya nombrarlo).
“Todas las cinematografías, incluso las de los países con estricta censura, suelen tener una mirada crítica en muchos de sus films. Incluso las cinematografías más amables con películas más comerciales suelen incluir un cuestionamiento”, afirma García en las primeras líneas del segundo párrafo para decir que el cine nacional de la última década no ha manifestado tensión social/ideológica/política alguna, infiriendo la aplicación de mecanismos de censura. Postular que ninguna otra cinematografía en la actualidad sufre los embates ideológicos del gobierno o poder de turno (incluyendo en esta generalidad, de la que según él somos la peor excepción, a aquellas cinematografías que se producen bajo estados dictatoriales o totalitarios) deja en evidencia al menos dos posibilidades: a) una profunda ignorancia del tema b) una voluntad malintencionada que busca captar la atención y el aval de determinado público, que es ni más ni menos que al que apunta la película. Sólo hace falta un nombre para rebatir sin más este espurio argumento: Jafar Panahi, director que ha pasado varias temporadas encarcelado y que en el 2010 fue condenado a seis años de prisión e inhabilitado para filmar en su país.
La película, en el texto de García, funciona apenas como plataforma sobre la que desplegar una serie de conceptos demasiado arbitrarios cuyo único fin es el de menoscabar con liviandad las nociones de identidad cultural y arte popular. El desprecio que el crítico exhibe por cualquier expresión de “lo popular” ya a secas, no sólo limitada al arte, se tornó más evidente luego de ver la película y repasar el texto. Al resumir el argumento en el primer párrafo, describe como pobre y algo ridícula la invitación que Mantovani (Oscar Martínez) recibe de su pueblo natal, Salas, desde donde lo convocan para homenajearlo otorgándole el título de Ciudadano ilustre. Sin embargo, en la película es apenas un sobre y una hoja de la que obtenemos como única información la fecha en que lo esperan. ¿Lo ridículo y pobre es que sea para la semana siguiente teniendo en cuenta que se trata de una celebridad internacional de la literatura? ¿No cabrían adjetivos de menor carga peyorativa que los utilizados por García para referirse a este detalle?
Cerca del final de la nota, expresa que la película encuentra el tono perfecto para no convertirse en “un grotesco, ese otro género tan caro al corazón argentino”. Inmediatamente me remitió al texto de Marcos Vieytes, A propósito del grotesco (publicado en la revista digital que dirige, Hacerselacritica.com) en el que le refutaba a Javier Porta-Fouz un miramiento similar sobre esta estética, analizando sus raíces y su derrotero dentro de la tradición cinematográfica no sólo nacional sino también italiana (Ferreri, Fellini), española (Berlanga, Almodóvar) estadounidense (Lynch, Carpenter, Cassavetes) y hasta canadiense (Cronenberg): “…esos hechos y esas pulsiones recorren transversalmente a la entera sociedad, más allá de partidos políticos, ideologías y clases, con la diferencia de que a unas les molesta más que a otras y rechazan el fenómeno con la misma repulsión con la que ciertas madres miran la caca de sus hijos.”
Veamos la definición de grotesco a la que cualquier hijo de vecino accede si quiere sacarse la duda googleando: “[obra literaria, género literario] Que se caracteriza por la presencia de elementos extravagantes, bufonescos y caricaturescos”. Si no convence, otra mucho más completa: “Es un género mixto, en el cual los distintos elementos mantienen un equilibrio inestable entre lo risible y lo trágico, y suponen todo el tiempo a su contrario”. Si nos atenemos incluso a los principios del cuerpo grotesco desarrollados por Mijail Bajtin e incluidos en su obra La cultura popular de la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais veremos que El ciudadano ilustre, con mayor o menor conciencia, voluntad o culpa, acierto o falla, recurre al grotesco sin miramientos. ¿No son grotescos los personajes que habitan Salas? ¿No es grotesco el auto destartalado en el que Mantovani es trasladado una vez que llega? ¿No es grotesco que el desproporcionado chofer termine limpiándose el culo con las hojas de uno de los libros del protagonista? ¿No son grotescos los cuadros que participan sin éxito del concurso en el que Mantovani oficia de jurado?
Debo reconocerle algo a Santiago García: su crítica compromete mucho más sus ideas que los creadores de la película las propias, corriendo el riesgo tal vez de perder lectores o de quedar lisa y llanamente como un iluso asimilando como diatriba inexpugnable todo lo que la película termina falseando con el final, más por cobardía que por principios. Al decir: “Cuando Mantovani vuelve a Salas se encuentra no sólo con un pueblo sino con una idea de la argentinidad. Una sociedad cerrada que primero dice estar orgullosa de su hijo pródigo, pero que pronto revelará que lo desprecia. No al escritor en sí, sino lo que la existencia y el discurso que él tiene significa. Mantovani es un artista revulsivo, dice lo que no quieren escuchar, deja de dorarles la píldora nacionalista…” ¿olvida que finalmente todo se reduce a una ficción en la que la otra mitad carece de réplica? ¿Olvida que esa idea de la argentinidad no es otra que la del protagonista, vale decir, atravesada por la subjetividad de quien no ha vuelto a su país en cuarenta años? Este es otro dato interesante que parece haber soslayado al decir que en el cine nacional de la última década “todo el mal ha quedado circunscripto a un sector de la sociedad durante la última dictadura militar” con el fin de destacar a El ciudadano ilustre como una renovación de esas constantes. Pero si hacemos cuentas, Mantovani se fue de Salas y del país en 1976, lo que me permite inferir que la monstruosidad con la que el novelista retrata el viejo pueblo de su juventud tenga que ver con esa Argentina que le ha quedado marcada. Los hechos de violencia a los que se ve sometido replican el accionar de los grupos de tarea, y son llevados a cabo por el hacendado más poderoso del pueblo. Esto no queda explicitado en la película, que sí decide poner en primer plano los cuadros de Perón y Evita como atrezzo ineludible a la hora de ir armando el perfil del pueblo y sobre todo de su intendente, un chanta demagógico que quiere estar bien con Dios y con el Diablo.
En cierta forma es comprensible, los Duprat/Cohn no son esa clase de directores que verdaderamente quieran embarrarse con lo que filman. Sin ir más lejos, el proceso de escritura de este texto se ha visto sorprendido por la nominación a los premios Oscar como Mejor película extranjera, siguiendo los pasos de Relatos Salvajes (2014, Damián Szifrón), con la que comparte algunos otros rasgos: el coqueteo culposo con el grotesco, una ferocidad inocua, un choque cultural o de clases en el que, por lo general, quedamos inmersos en la subjetividad del más pudiente o instruido (razón de la pulcritud estética de ambas películas), la mierda es privativa del pobre (es fácil relacionar la del chofer de El ciudadano ilustre con la del antagonista de Sbaraglia en Relatos Salvajes) como la brutalidad.
Cabe preguntarse qué diría Mantovani sobre este potencial reconocimiento. Pocas veces vi una película que atentara tanto contra su protagonista, al que usa como bolsa de boxeo para eludir cualquier responsabilidad. Mantovani es menos misántropo que sus creadores, que suprimen la ferocidad que tanto le endilgan mediante pequeñas correcciones políticas que delatan la mala conciencia a la que me refiero en el primer párrafo. El ejemplo más claro es la escena de la silla de ruedas. Un habitante de Salas, interpretado por Gustavo Garzón, se le aparece en el hall de hotel donde se hospeda pidiéndole unos nueve mil dólares para la compra de una silla de ruedas que su hijo discapacitado -presente durante toda la escena- necesita. El personaje es desagradable lo que acentúa la explotación ejercida sobre la criatura para despertar lástima. Mantovani se niega rotundamente alegando que sería injusto ayudarlos sin considerar a todos los demás necesitados, y le recomienda que asista a los organismos sociales correspondientes. Poco después, a solas en su habitación, se comunica con su asistente española para solicitarle que les envíe el dinero o la silla. La escena resulta innecesaria por su posterior rectificación, lanzándole cualquier responsabilidad ética al espectador que, tal vez, pudo haberse sentido identificado con la postura del personaje de Martínez ante esa situación. Por gestos como éste digo que donde García vio ferocidad, yo veo cobardía.
Esta escena es sólo un botón de muestra de la hipocresía sobre la que el film se va construyendo. En contraposición a los lugareños brutos, incultos y violentos, se intercalan breves escenas de transición en las que aparece la particular hospitalidad pueblerina pero filmada desde la misma superioridad que caracteriza a los productos Duprat/Cohn, desde Cupido, programa de televisión que bajo el principio de ir contra las apariencias terminó convirtiéndose en un freak show denigratorio.
Cualquier tensión cultural posible queda anulada desde el momento en que la posición contraria a la del protagonista, que brega por un arte independiente que no precise del Estado para su desarrollo, es puesta en boca del personaje más deleznable y violento de la población. Hubiera sido más interesante y seguramente menos maniqueísta que la discusión se diera entre Montavani y el joven recepcionista del hotel, otro escritor en potencia con el que el protagonista se identifica. Es menos feroz y más cómodo desacreditar la voz opositora mediante la construcción de un estereotipo.
Hay por lo menos tres citas cinéfilas que remiten a películas que se desarrollan sobre la estructura de hombre de ciudad con ideas liberales yendo a pueblos tradicionalistas y reaccionarios: Deliverance (1972, John Boorman) con el grito del chancho, Wake in Fright (1971, Ted Kotcheff) con la escena de cacería, e In the Mouth of Madness (1994, John Carpenter) por la metanarrativa, la intertextualidad con la literatura y la música que abre y cierra la película. Pero ninguna de las mencionadas coloca a los hombres cultos y civilizados por encima de la animalidad a la que se enfrentan, y que corporiza el sentido más etimológico de la palabra cultura. Los Duprat/Cohn, por el contrario, terminan depositándolo en el lugar más elevado posible: el de demiurgo, dándonos una lección a nosotros sobre los límites difusos entre realidad y ficción, como si fuésemos parte de esa masa inculta a la que hay que explicarle todo.
Que el espectador ocupa ese lugar ya queda claro en la escena del “cuento” junto al auto. Martínez le relata una historia algo truculenta al obeso y bruto, brutísimo chofer que lo traslada y con el que quedan varados a causa de un desperfecto. La cara del actor abarca la pantalla entera. Mediante un golpe de efecto nos hace sobresaltar coincidiendo con el corte de montaje que en contraplano nos muestra la cara, también sorprendida, del interlocutor, esa bestia que se limpió el culo con las hojas del libro y que apenas sabe hablar. En el final de la película se espeja esta situación. Una innecesaria vuelta de tuerca que subestima al espectador y lo coloca en la misma posición, ya sin contraplano.