El duelo, la guerra y las fantasías de Borges
Por Daniel Mundo | Ilustración: Nora Patrich
Llama la atención que una persona que comprendía tan mal la realidad, aunque inventara el universo literario más fantástico y sabio que se pudiera generar en lengua española, hubiera dado una representación tan exacta del futuro cercano de la Argentina.
El relato más sintomático sobre la fatídica década de 1970 pertenece a Jorge Luis Borges, se llama "El otro duelo", y fue publicado unos días antes o unos días después del rapto y ajusticiamiento de Aramburu.
Dos gauchos vecinos se odian por algún motivo que ya no recuerdan. Viven al borde de irse a las manos todo el tiempo, por una mujer, por un partido de truco, por lo que sea. De casualidad son “levantados” por un montonero para ir a luchar contra los colorados. Son derrotados. Como solía ocurrir, dice Borges, van a fusilar a todos los que enemigos que sobrevivieron —la batalla prototípica y real de este inventerado hábito guerrero en nuestro país ocurrió a principios de 1856 cerca de San Justo, se llamó combate de Villamayor, en el que todos los soldados federales que se rindieron fueron fusilados en el acto, el mismo destino que les esperaba a sus oficiales unos días más tarde; la “matanza de Villamayor” calaría hondo, haría recelar a Urquiza de sus aliados porteños y mantendría la paz por unos años entre Buenos Aires y la Confederación.
Como la enemistad entre estos dos gauchos solitarios era muy conocida, el capitán les propuso un enfrentamiento justo: los dos serían degollados al mismo tiempo y el que lograse llegar más lejos sin su cabeza ganaría el duelo. Se habilitaron las apuestas. Incluso los prisioneros que morirían en unas horas apostaron por uno o por otro. A la orden del capitán, son degollados y gana el que levanta los brazos antes de caer rendido hacia adelante. El escritor nos obliga a preguntarnos si ese mítico duelo macrabro ha terminado.
Borges, en el cuento, habla de “dos patrias” que integran nuestra nación. Unos años más tarde, Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero pergeñarán un concepto notable: empate histórico de fuerzas en pugna. Estas fuerzas eran las de las clases populares versus las del capital cipayo, como se decía en aquella época. Esos opuestos siguen batiéndose en Argentina.
Las dos patrias a las que se refiere Jorge Luis atraviesan toda la breve historia de la nación argentina. Esto no solo pasa en la Argentina. La peculiaridad de nuestro país es que tenemos una tercera clase social que llamamos clase media (no me gusta cuando los historiadores y sociólogos la nombran como burguesía), que es una clase muy elástica. La clase media, que crece y decrece según los vientos políticos, amortigua ese enfrentamiento que en otros lugares muy civilizados se resolvieron con guerras civiles, revoluciones frustradas, conquistas revolucionarias y miles de muertos. La guerra que no tuvimos es la que no dejamos de tener.
Estoy falseando la historia, obviamente, como ya adivinó cualquier lector que haya pasado por la escuela primaria. La Argentina tuvo su guerra civil desde la Revolución del 11 de septiembre de 1852 hasta 1862, cuando el país volvió a unificarse. La muerte de Juan Manuel de Rosas había habilitado el sempiterno enfrentamiento entre los partidos que él había logrado domeñar, y cuyas diferencias resurgieron con la famosa batalla de Caseros. No se sabe cuántos muertos implicó esta guerra civil, tachonada de batallas y traiciones. Es cierto que lo que se dirimía entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina no tenía nada que ver con la clase media, sino con la mayor o menor centralización del poder. Esa guerra tampoco ha concluido aún.
La clase media, cuya conformación fue lenta y a los ponchazos, nació a principios del siglo pasado, pero tuvo su momento de ampliación masiva durante los primeros gobiernos de Juan Domingo Perón. La clase media es una clase social compleja, porque se define más sus deseos que por su realidad. Su atmósfera vital es imaginaria. La realidad siempre la defrauda, y muchas veces la golpea y la derriba. No tiene una representación, pues, con razón, la clase media desconfía de sí misma: su represtación es universal. Es una clase deseada pero no lograda, aunque muy productiva. La clase media no se reconoce como clase media. ¿Entre qué media? Media entre las clases económicamente poderosas y las clases populares y desposeídas. Envidia a unas, trata de negar a las otras, que como una sombra maligna les pisa los talones. La guerra de la Argentina, que no es nada argentina y transparente, se libra en su interior, lo que empaña la imagen y llega a hacernos creer que lo que vivimos no existe. Unos gobiernos ensanchan la avenida de ingreso a sus filas, otros gobiernos empujan al abismo a capas enteras de sus habitantes. El Estado es un campo de disputas. La clase política, que no termina de autonomizarse como clase social, se bambolea todavía entre estos bandos.
Como la puja es al interior de esta clase culturalmente hegemónica pero económicamente dependiente y políticamente indefinida, pareciera que es fácil entendernos aunque no logremos ponernos de acuerdo. Nada más lejos de la realidad. Al interior de la clase media se hablan dos lenguas diferentes. Lo que equivoca el asunto es que ambos contendientes usan las mismas palabras, organizadas en oraciones bastante parecidas, pero que tienen sentidos totalmente diferentes: democracia, república, solidaridad, derechos, etc. El mensaje de reaparición de Mauricio Macri lo puso en evidencia: “Hay que dar una discusión profunda y responsable sobre cuáles son los principios que deben regir Nuestro Orden Social: es la República o la republiqueta, es la Democracia o la demagogia”, etc. Ser razonable es lo contrario que creer tener razón. La dicotomía, sea cual sea: verdad/mentira, luz/oscuridad, nosotros/ellos, siempre le va a convenir al que no puede argumentar. Por eso hay que argumentar antes que acusar, debatir más que denunciar. El tema es que cuando reina la paz, estas discusiones son fecundas. Pero cuando se vive en guerra, son imposibles. Por lo general, enamorarse de la propia lógica comunicativa lleva a la derrota, aunque de lo que estemos enamorados sea lo más correcto y mejor. En lo político esas derrotas son una catástrofe social. Solo la reflexión y la capacidad de escuchar lo que no gusta, pueden cambiar el destino trazado. Esto es válido tanto para los líderes como para sus consejeros. La palabra a veces sana y otras veces no.
"El otro duelo", el cuento de Borges que comenté al comienzo de la nota, tal vez tenga una proyección más larga que la que se imaginaba nuestro poeta emblema.