El rivotril del séptimo círculo

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    Espiritismo

El rivotril del séptimo círculo

03 Marzo 2023

Publicada originalmente en Inglaterra en 1961 y durante 2022 año en nuestro país por LBE, Sesión en una tarde de lluvia de Mark McShane (1929-2013) narra una fábula cuyos personajes principales son Bill Savage, desempleado, víctima del asma, el reuma y la migraña, y Myrna Savage, médium ambiciosa. El «plan» de los Savage es secuestrar a la pequeña hija del millonario Clayton, retenerla durante un tiempo prudencial para que Myrna finja hallarla mediante sus poderes esotéricos y luego vivir de (y en) la notoriedad que la resolución del caso le otorgará. Myrna se asemeja bastante a Helen Duncan (1897-1956), la médium condenada por «brujería» en 1944, de la que no se sospechaba que fuese «bruja» sino una buena amiga de los alemanes, con un esposo que, al igual que Bill, la secundaba en sus fraudes y ambiguas ocurrencias. No casualmente en el final una voz de ultratumba dirá que Myrna parece una «espía». La torpeza de Bill provocará la tragedia y luego su asma, más ese testigo inoportuno e infaltable, encarnación de la ley omnisciente que dicta que el que las hace las paga (como nos enseñaron en casa, en la escuela y, claro está, Agatha Christie y Nicholas Blake), ayudarán a la resolución del secuestro.

La sesión final, incluidos los policías de papel maché que entran a la casita de los Savage, exhibe la habilidad de McShane como guionista, sobre todo por el golpe de efecto al que los profesionales nos tienen acostumbrados. No está de más decir que en Sesión asoman las huellas de ese Londres que gustaba de lo «oculto» que el Swinging London y Syd Barret tapizarían con psicodelia. Pero McShane pasa de largo por las puertas de esa gruta de tradiciones y pulsiones espesas y prefiere adentrarse en los vericuetos del thriller. Breve digresión: si de composición con cautiverios y psicópatas en lengua inglesa se tratase, el estilo, la construcción del argumento y los personajes de Sesión están muy por debajo de El Coleccionista de John Fowles o El Sirviente de Robin Maughan, sin mencionar cualquiera de las primeras obras de Harold Pinter.

¿Menoscabamos la efectividad de Sesión si decimos que es un fetiche retro? No, por la sencilla razón de que como todo fetiche cumple con la misión de instigar la experiencia de una verdad que no existe. ¿Cuál sería esta verdad? Ni más ni menos que la de la ficción, por ende la de la Literatura, cedida a través de una estructura orgánica convencional, de una retórica neutra o liberada (¿de qué condiciones y fuerzas materiales?), del ritmo que trabajosamente consiguen las complicaciones de su argumento. Todo esto da como resultado la forma de una narración transparente. Acá, sin embargo, la cuestión es otra. La aceptación de Sesión de parte de aquellos lectores que desean un libro avalado por opiniones «autorizadas», que «prestigian» la lectura y «contagian» ese prestigio, es un acierto editorial, dado que hasta el más filántropo de los editores aspira a que sus libros tengan repercusión crítica y comercial. ¿Pero es criterio a considerar seriamente la sola aceptación entusiasta de un libro, de una película o de lo que fuera? ¿O debemos seguir sí o sí el coro que conforman las voces «autorizadas»? En realidad, los libros «autorizados» como Sesión revelan la existencia de una fantasmática necesitada del consumo del fetiche para ingresar a un selecto club de lectores de libros prestigiosos y poseer consiguientemente una identidad rociada por la verdad de la Literatura.

Sesión en una tarde de lluvia

Las antiguas esperanzas liberales en los poderes de la Literatura como puerta hacia la Cultura, heredadas en gran medida por el marxismo, han sido reemplazadas por un mandato único, crudo, sólido: la Literatura vale (se publica, se difunde, se elogia y se premia) en la medida en que no interfiera o se desvíe del trabajo de la Cultura bajo el control moral del neoliberalismo. Atrapados en esta red corremos el peligro de ser obnubilados por las canalizaciones y las viralizaciones, las premiaciones y los festivales, el espectáculo completo de la Literatura como rama privilegiada de la Cultura que nos convoca a seguir magisterios sospechosos y mohines pour la gallerie (abundan los talismanes manoseados y sus sobreactuados admiradores). Todo puede fallar, excepto la Cultura, esa dimensión donde ya no empieza la civilización sino donde termina.

¿Cómo volver a esa Arcadia donde los libros nos convertían en cualquier cosa menos en criaturas adaptadas a un merchandising para narcisistas? La recepción de Sesión es un síntoma de un estado o clima cultural gestado en una estrategia mayor de adormecimiento que viene desde afuera de los libros. Y aunque nuestras incredulidades suenen desafinadas ante tanta unanimidad, otra pregunta sería si tal unanimidad se explica por ese mismo estado o clima cultural que ya no puede reflexionar sobre sí mismo y por eso ignora que todo síntoma remite a la producción de un núcleo traumático que tarde o temprano es necesario descubrir. Con todo, un thriller tolerable de 1961, que unos pocos años atrás hubiera pasado inadvertido o leído con placer culposo, inobjetablemente traducido, editado y publicitado, nos obliga a preguntarnos cuál es el intercambio al que pretende introducirnos en 2022, qué economía del sentido nos propone, qué nos da, en soporte de qué nos llama a convertirnos, y, sobre todo, qué nos escamotea.

La novela de McShane es un rivotril más, mercancía irreprochable en esta época en la que predomina la ansiedad por ser encadenados a la Cultura, de gozarla y sentirla antes que pensarla y rebatirla. En el campo de la Cultura, los enemigos del capitalismo no son los intelectuales de izquierda que nos atosigan con sus siempre nuevas hipótesis (sus dudas, sus devaneos, sus neurosis) y nos comunican sus indignaciones por la explotación y la injusticia. Los verdaderos enemigos del capitalismo serán una clase de sujetos que, mal que nos pese, aún no existe ni tampoco sabemos si alguna vez existirá: aquellos que actúen consecuentemente con la finalidad de aniquilar en sí mismos el deseo del capitalismo de desearlos todo el tiempo, en todas las instancias de la vida.