Enrique Symns, ese estandarte de talento en bruto
Cada vez que me despedía de Enrique tenía la rara sensación de que no volveríamos a cruzarnos (así sea que al otro día hubiese algo para hacer juntos, y siempre teniendo en cuenta que la pasábamos de maravilla). Desde aquellos días dementes de finales de los ochenta, en la redacción de la Cerdos de zona Abasto, me asaltó una extraña sensación de finitud inminente.
Symns es estandarte de talento en bruto, siempre degradando su humanidad, siempre consumiendo todo y de todo hasta el final, comiéndose de a poco, hasta su propia carne. En ese autofagocitarse constante, nunca mejoró la sonrisa, nunca estacionó para ver qué sucedía alrededor. Detestó y se detestó sólo por tener que socializar, dejar que lo miren de cerca.
Enrique fue un tipo generoso, quien con tal de hacer lucir al otro prefería correrse a un costado de la escena, al menos por unos ratos.
Noches largas junto a Don Arturo y su Pandilla, rondas nocturnas por los bares y baños de Constitución buscando otear de cerca inframundos plagados de marginalidad extrema y dulce; mesas picantes en el Bar Británico, donde el subsuelo oficiaba de lúgubre oficina, fue algo de todo su vasto universo. Nunca faltó un sitio, siempre había donde reunirse, y siempre, a la vez, rodeado de decenas de atados de Cerdos y Peces que jamás se pudieron vender. Rico aroma a papel y tinta.
El viejo la pasó para el ass el último tiempo, más allá de sus denodados esfuerzos por ir en busca del final. A Enrique le dolía el alma, como a cualquier artista ensobrado en un cuerpo que no ama, deambulando para no caer, viviendo bajo presión siempre y, como maldita suerte, rara vez encontrando sortijas.
Estos días, sabiendo que por fin dejó este barrio, recordé pares de anécdotas poco publicables que me hicieron cagar de risa.
Donde esté, solo quiero que ya no duela. Que por fin haya podido desprenderse de toda muleta (y tirado al demonio el blíster de pastillas para el dolor).
¡Gracias, viejo compañero! Te quiero.