La cultura al frente de todo
Por Daniel Mundo
La Bataille es cultural
Para alguien que se formó bajo los principios batailleanos en los que la pérdida, el exceso, lo inútil y el riesgo son anteriores y más importantes que la idea de ganancia, la práctica del ahorro o la sensación de seguridad; no resulta fácil imaginar políticas culturales entretenidas y masivas, pues cada acción cultural debería conllevar un rastro de violencia, un intento de transgresión, una puesta en crisis de lo instituido. Difícil que suceda algo así cuando de lo único que se trata es de satisfacer la glotonería del espectador, lector o usuario. Para bien y para mal, pareciera no haber tiempo o capacidad para otra cosa.
Es cierto que cuando Bataille pensaba estas cuestiones todavía ni se había inventado el concepto de "industria cultural", desde el que se concibe a la cultura con la misma lógica que un plantador de soja planifica su campo. Hoy más que nunca el arte está al servicio del progreso y la reconciliación. Los que reflexionamos sobre la cultura, para colmo, pareciera que siempre tenemos el privilegio de no ensuciarnos las manos con la realidad.
Cuando Th. Adorno y M. Horkheimer inventaron el término "industria cultural" lo hicieron denunciando el uso capitalista de esta actividad (supuestamente Adorno había sufrido la brutalidad del Capital trabajando en esa gran usina de ilusiones que se llama Hollywood, en fin). Para gente como los frankfurtianos, el capitalismo y las masas arrasan con cualquier gesto de cultura. Como buenos alemanes que eran, sobredimensionaban el valor de la cultura, y hacían una interpretación etimológica tal vez verdadera, pero finalmente incorrecta: la cultura ya en esa época no remitía a un cultivo del espíritu sino, en todo caso, a una multiplicidad contradictoria de formaciones espirituales y corporales que no tenían por única misión elevar, formar o educar al espectador o usuario: ya en esa lejana época (hará un siglo) se trataba de satisfacer y halagar al consumidor. Hoy por hoy, ¡menos que menos va a colaborar la cultura en perderlo, arruinarlo o deconstruirlo! Vinimos a esta vida para gozar, ¿quién osaría poner en cuestión este supuesto?
La necesidad de que me corroboren mi pensar
Esto que acabo de escribir, que la cultura ya no tiene la misión de enfrentar al lector o (tele)espectador con sus contradicciones, para colaborar en su superación, sino la reafirmarlo en sus creencias, parece una boludez principista propia de un universitario, pero sin embargo creo que es muy importante. La revolución que viene no tratará solamente de implementar políticas redistributivas justas e igualitarias, sino de transformar la manera que nos inculcaron de percibir la realidad, a los otros y a nosotros mismos. De otro modo volveremos a fracasar. Y la que tiene la tarea de llevar a cabo dicha transformación es la cultura, no el éxito económico (o por lo menos no sólo este éxito).
Tensión e intención
Algunos piensan que un acto cultural tiene por objetivo reafirmar en su discriminación a una élite privilegiada de la población, mientras que otra parte de la población es inculta y bárbara y necesita educarse. Sé que esta idea suena demasiado decimonónica y elemental, pero ¡por increíble que parezca, todavía funciona! Y siempre funciona igual: lo que a mí me gusta, está bien; lo que no me gusta, está mal. Para refutar una creencia tan básica cualquier estudiante de ciencias sociales se aprendió de memoria la consigna benjaminiana que asegura que cada documento de cultura es también un documento de barbarie. ¿Quién no recuerda de tanto en tanto esta hermosa frase? Pero más allá de su belleza perdió su utilidad porque barbarie y cultura ya no son distinguibles.
W. Benjamin patentó esta fórmula para demostrar que la cultura también tiene las manos manchadas de sangre e injusticias, y que cualquier gesto de discriminación, aunque se haga en nombre de altos valores innegociables de cultura, encarna un acto bárbaro de incomprensión y rechazo. Pero de aquí a reivindicar indiscriminadamente al Otro hay un paso muy pequeño y peligroso, pues posiblemente “el otro” ni se percibe así ni quiere que lo perciban de ese modo. Sin embargo, hay que incluirlo. El tema es ¿incluirlo adónde? La clase media hegemónica es una clase social que no está capacitada para renunciar a ninguna ventaja, aunque pretende incluir en ese mundo a los saqueados y explotados de siempre.
¿No podrá la clase hegemónica, la clase media-blanca-libresca, tener un gesto de amplitud que la lleve a derogar sus privilegios y a aceptar que hay una cultura que no le gusta, que quizás no entiende y que por ello rechaza y discrimina? En ese caso habría que revisar varios conceptos, el de violencia entre los primeros. Es más, ¿podrá esta clase social tolerante lograr la reconciliación de las fuerzas que vienen enfrentándose desde hace tiempo? Los medios mainstream lo llamaron grieta, son concepciones de mundo en pugna. Obviamente que esta lucha no es una peste propiamente argenta ni mucho menos: representa más bien un combate global. Pero ojo, al discurso del odio no se lo va a vencer agregándole bigotitos de gato a la selfie. Aunque nos cueste creerlo, Argentina participa de esta lucha fratricida. Si fuimos, como creo que fuimos, un modelo internacional al salir como salimos del default político del 2001, hoy podemos actualizar el modelo inventando una política revolucionaria y solidaria que logre perpetuar la tradición democrática. Para ello debemos poner en juego las maneras que tenemos de concebir la realidad y de imaginarnos en ella.
Cultura nacional y popular
Tal vez esta clase que todavía mira a Europa con envidia y a Miami con anhelo (también Brasil o El Caribe, etc.) deba aceptar su miopía y calzarse unos dispositivos que le permitan percibir la realidad en toda su densa configuración. Promocionar lo diferente debe venir acompañado de la capacidad de cuestionar cualquier fantasía de identidad. A esta altura quizás no se trata de incluir o de autodestruirnos sino de encontrar un punto intermedio entre estos extremos.