La serpiente se queda en la casa, un cuento de Sebastián Castillo
Por Sebastián Castillo
Pero él no fue alguien diferente, porque de todas las cosas que nos castigan, quizás la culpa es la que se abalanza con más hambre sobre el cuerpo, como el tizne que llega después del fuego.
Jorge Lobos se soñó postrado en la cama de un hospital. Al intentar mover sus piernas, notó que estaban fundidas a las sábanas blancas de la cama y que sólo podía usar su cabeza, porque, además, sus brazos y torso permanecían inmóviles.
Con detenimiento observó donde estaba y la habitación comenzó a tomar forma circular. Azulejos opacos brotaron de las paredes en movimiento. Eran de un color similar a aquellos lugares que son consumidos por el fuego.
Una cadena oxidada cae poco a poco hasta formar una lámpara que se balancea lento, cerca de su pecho. El calor del foco lastima el centro de su estómago y un ardor inusual surge desde dentro. La luz de la lámpara comienza a fallar y se apaga. Entonces, Jorge Lobos aprieta sus dientes y retuerce su lengua cada vez más. Una contracción punzante aparece del lado izquierdo del vientre. Como un péndulo, el dolor sube y su garganta se hincha. Los dientes son empujados hacia afuera. La cabeza de una serpiente se asoma desde la boca y avanza. Con lentitud, gira sobre sí misma y se alza con la mirada fija en él.
La primera picadura fue en el hombro izquierdo. La piel se desprende y la serpiente desaparece. Súbitamente se mueve entre las sábanas, mientras arranca la piel de las rodillas y la ingle. Ahora repta cautelosa, con la mirada sobre el rostro de él, y se abalanza sobre el cuello.
Se despierta con los brazos cruzados sobre el estómago. Rueda por la cama y apoya su mano derecha en el costado frío y liso del colchón. Aprieta la sábana blanca hasta que sus dedos duelen y la suelta. Vuelve a girar sobre sí y se monta en la silla.
Ahora recorre su mentón en punta con la máquina de afeitar. Trata de encontrar aquel recuerdo que le marcó esa cicatriz en el borde del labio, pero no puede. Con la máquina sobre el cuello, presiona hacia arriba y mira su ojo izquierdo, apenas cerrado por la edad, invadido por una mancha celeste. Hace cuarenta años que usa bigote. Hoy tuvo la extraña sensación de querer afeitarlo, pero no lo hizo. Con un pequeño peine y una tijera recortó las partes que cubrían su labio y los pelos que salían de su nariz. En una esquina del espejo aparece el reflejo de la serpiente que repta por la cama y que avanza hacia él. Desde hace unos años que ocurre. Cada vez que se mira en un espejo se repite. Sentado en la silla de ruedas, apoya sus manos en los costados y se ubica con cuidado en la punta. Inclinado hacia adelante, con la mano derecha se lava el rostro y con la otra se sostiene del borde de la pileta. En esa mano delgada y blanca reposa un anillo, tal vez el objeto más brillante de toda la casa. Apoyado sobre el respaldo, seca su frente y con otro peine acomoda su pelo hacia atrás. Abrocha los dos últimos botones de la camisa blanca y mira su rostro triangular y gris. Entonces empuja las ruedas de la silla y sale del baño.
— ¿Qué haces, abuelo?
— Nene.
— ¿Todo bien?
— Sí.
Una radio suena en el comedor de la casa. Una trompeta se mezcla suave con el silencio y el sonido de un violín se inmiscuye.
— Fue el agua, lo de tu viejo fue el agua.
— ¿Qué?
— A tu viejo lo mató el agua.
— No, abuelo. Se cayó a un río con el auto, con mamá.
— No, no. No había un río. Tu abuela no quiso.
— Ya está, abuelo. ¿Querés un té? Te hago un té.
Martín escuchó la pava silbar y recordó cuando se lo contaron. A los seis años la abuela le dijo que habían ido a un lugar donde iban a estar mejor. Cuando cumplió los trece, el abuelo le contó que habían chocado. En su cumpleaños catorce, después de cuatro vasos de whisky, Jorge le dijo que se habían ahogado. Primero Esteban y después Rosa. Antes de que pudiera responder cómo sabía el orden, Marta irrumpió desde la cocina. Le sacó la botella y el vaso; lo mandó a dormir. Después, ella le dijo que cayeron a un río y que todo se lo contó la policía. Mientras le daba un té se lo dijo.
— ¿Té común, abuelo? Té común.
Jorge Lobos mira su anillo. Lo hace girar con los dedos de la otra mano, lo mueve hacia adelante y hacia atrás. Observa cada vez más de cerca su anillo y su dedo, ve como está flaco y lastimado. Justo por encima del anillo descubre una mancha negra que empieza a rascar. La mancha no sale.
— ¡Abuelo!
Martín aprieta sus manos y las separa. Toma sus brazos con fuerza y gira la silla hasta quedar enfrentados. Lo mira. Suspira.
— El té, abuelo.
— No quiero té.
— Bueno, no lo tomes entonces.
— Se va a enfriar.
— Ya está, abuelo. ¿Dónde tenés un bolso?
Por la radio alguien habla. La voz entrecortada de una mujer se queja del calor y de los mosquitos. Comienza a sonar un piano.
— ¿Un bolso?
— Sí. Un bolso.
— ¿Para qué querés un bolso, Martín?
— Mirá, abuelo, vos sabés cómo sigue...
— A tu abuela le gustaba.
— ¿Eh?
— El té.
— Sí, siempre hacía. ¿Me decís dónde hay un bolso?
— Se va a enojar si se enfría.
— No, abuelo. No se va....
— Sí, ¿cómo que no? Siempre se enoja cuando se enfría el té.
— Abuelo. No importa, dejá. Lo busco yo.
Jorge Lobos observa la taza de té. Es blanca. Una delicada guarda azul recorre la porcelana. Estira su brazo para tomar la taza. La lleva temblando a la boca con la mano derecha. Con la izquierda sostiene el pequeño plato justo por debajo del mentón. Entonces, bebe. Apoya la taza sobre la mesa y siente el sabor amargo en el fondo de su garganta. Mueve los labios para sentir el gusto del té. Se pasa la mano por la boca para limpiar el bigote. El amargor se hace profundo y se vuelve ácido. Mira la palma de su mano. Está roja. Al levantar la vista, la taza comienza a temblar. El comedor oscurece y se vuelve un pasillo profundo. Las paredes se descascaran. El té se torna rojo y empieza a rebalsar. La luz se apaga. Jorge Lobos escucha cómo las gotas del té golpean contra el suelo. La luz se enciende. El té llega hasta sus tobillos. Baja las manos para tomar las ruedas de la silla, pero no las encuentra. Está sobre un banco de madera. De pronto todo desaparece excepto la taza de té, que flota sola de un lado a otro y que se acerca hacia él hasta que le golpea los tobillos. Mira el círculo rojo que está entre sus piernas. Dos ojos negros lo observan desde el interior de la taza. Todo se detiene y se escucha un pequeño murmurar que se acrecienta. Se inclina hacia la taza. “Se te va”, escucha. El susurro se acrecienta, “Se te va, Lobos”. Toma la taza entre sus manos y la acerca a su oído. “Se te va, Lobos, el pibe se te va”.
— No encontré bolso. Vamos a tener que usar una sábana para poner tus cos...
— ¡Se me fue! ¡Se me fue!
— ¿Qué cosa?
— ¡Tu viejo! ¡Se me…!
— ¡Basta, abuelo! Dejate de joder. ¿Dónde tenés tus cosas?
— ¿Mis cosas?
— Sí. Cepillo de dientes, medias, camisas. Tus cosas.
— ¿Para qué?
— Mirá, abuelo, vos sabés que no te puedo cuidar. Y no podés estar acá solo.
— Estoy bien solo. No te...
— No podés estar solo, abuelo. Mirá si te pasa algo.
— Vos quedate tranquilo que a mí no me va a pasar nada.
— Pero si ni siquiera sabés dónde están tus cosas.
— Sí sé. Yo me arreglo solo.
—¿Cómo, abuelo?, explicame cómo.
La sábana se tiende a lo largo de toda la mesa. Es la misma sobre la cual Jorge Lobos se despertó. Una de las puntas se mete en la taza de té.
— Yo me arreglo solo. Le digo a la chica de al lado que me venga a ayudar....
— Pero no podés andar molestando a la gente.
— Ella me dijo que no tiene problema.
— ¿Y cuando tengas que subir al inodoro va a venir ella?
— Vos no te hagas problema. Yo me arreglo solo. Tengo plata también.
— ¿Y para qué querés plata vos?
— Si yo me sé cuidar.
— Pero no ves que delirás, Jorge.
— Yo no deliro.
— ¿Y las cosas que decís de papá?
— Vos no entendés. Tu abuela no quiso decirte...
— ¡Pero si ella me contó que se cayeron!
— Si no había...
— ¡Bueno, basta! Hoy te vienen a buscar. Decime qué te llevás.
Martin trae dos camisas, dos joggins, cuatro calzoncillos, cuatro pares de medias, un par de alpargatas, el cepillo de dientes, el peine y la máquina de afeitar. Jorge Lobos toma su anillo y lo mueve entre sus dedos. Lo mantiene presionado en la palma de su mano derecha. Vuelve a colocarlo en su dedo. Martin termina de preparar la ropa, junta las cuatro puntas de la sábana y las anuda entre sí.
— Vos no me escuchás.
— ¿Qué pasa abuelo?
— Ya te dije, tu viejo. Tu ab...
— ¿Qué querés con eso, Jorge?
Pero la conversación se detiene. La puerta de la casa suena cuatro veces. Martín se dirige hacia la puerta y la abre. Tres siluetas que se hablan se forman bajo el umbral de la casa. Las dos siluetas más grandes entran. Antes agachan la cabeza para no golpear el marco de la puerta. Detrás de ellos está Martín. La radio suena.
— ¿Martín?¿Qué pasa, Martín?
— Abuelo, de ellos te hablaba antes.
— ¿Antes?
— Sí, él es Eduardo y él, Esteban.
— ¿Esteban? Si vos no sos Esteban.
— Abuelo no emp…
— ¡A mí se me fue!
Uno de los hombres toma la sábana, el otro agarra por detrás la silla de Jorge Lobos y comienza a llevarlo hacia la entrada.
— ¡Eh! ¡Qué me hacen!
— Dejalos abuelo, ellos saben…
— ¡Pero saben quién soy! Nene deciles que me dejen, antes de que les pase algo.
— ¿Qué decís, abuelo?
— Nene, no fue mi culpa. Tu abuela no quiso decirte...¡Eh! ¡Vos dejame quieto! ¡Vos cerrá esa puerta! ¡Hijos de puta! ¡A dónde me llevan! ¡Yo me conozco todos los lugares de acá, eh! ¡A quién se piensan que se llevan! ¡Se están equivocando conmigo, eh!
Martín los acompaña a la puerta. Camina detrás de los hombres que se llevan a Jorge Lobos. Pero se detiene frente a la mesa en donde reposa la radio. Permanece en silencio mientras ellos se van. Jorge Lobos grita. Entonces, Martín cierra los ojos y sube el volumen de la radio.