La sociedad de consumo y los seres drogados
Por Pablo Melicchio
Así como la pandemia golpeó fuertemente las puertas del alma y los seres que intentaban gambetear la finitud y la vulnerabilidad comenzaron a ser conscientes de que la enfermedad y la muerte son marcas de fábrica de todo lo vivo, en estos días se vuelve a hablar del flagelo de las drogas a partir de esa maldita cocaína envenenada que se llevó la vida de más de veinte personas, en su mayoría jóvenes vulnerables y vulnerados.
Somos una especie porfiada, que crece a los tumbos y sacudones. Parece que necesitamos de ese maestro severo llamado dolor para repensar las cuestiones esenciales de la vida. Estamos en un mundo donde los psicotrópicos (esas sustancias naturales o sintéticas que son capaces de influir sobre las funciones psíquicas por su acción en el sistema nervioso central) son de uso corriente, promocionados por la cultura para intentar el alivio posible, siempre transitorio, frente a la imposible felicidad permanente. ¿Quién no quisiera ser feliz por siempre? Y para eso nos venden buzones, pastillitas de colores, espejismos, paraísos en cuotas.
Las adicciones, o el uso problemático de sustancias tóxicas, es otro intento “fallido” para encontrar alivio frente a situaciones que resultan insoportables. Y lo que resulta insoportable siempre es subjetivo; nadie sufre por lo mismo ni es igual el dolor sentido. Pero no solo es adicto el ser que abusa de alguna droga. En una sociedad administrada por el capitalismo, el consumo es el motor de la vida cotidiana. Consumo de ropas, marcas, comida chatarra, tecnologías, autos, sexo, series, lo que sea, zanahorias impuestas que hacen que el ser humano corra y sea parte del engranaje del sistema adhiriéndose a un circuito vicioso y patológico de búsquedas, adquisiciones, descartes, y nuevas búsquedas, viviendo en la más pura insatisfacción. Y así, transformado en un ser adicto, no pueda frenar, no pueda cortar el vínculo con el objeto: la droga que sea.
Vivimos en una sociedad que, al modo de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, desea encontrar la “pastillita” que estabilice por siempre todas las emociones. Aun así, mientras no aparece el “milagro” de esa estabilidad, hay una suerte de medicalización de la vida, de diversas drogas, legales o no, que calman ansiedades y angustias, que acallan voces que enloquecen, que tapan fobias y pánicos, que rellenan las horas dramáticas y los vacíos existenciales, que buscan normalizar todo modo de ser que no se ajuste a lo “esperable”. Pastillitas contra la impotencia y la prepotencia. Niñeces inquietas, medicadas. Adultos hartos de estar hartos, falopeados. Sustancias para todo desorden emocional. No sea cosa que la vida duela...
Pero todo sigue igual, hasta que de pronto la droga mata y es noticia. Cocaína envenenada. Veneno sobre veneno. Y entonces se abre el debate acerca de la problemática del consumo, como si fuera una novedad. Pero solo es porque una vez más asusta la muerte, la muerte mediática sobre las vidas maniáticas. Sin embargo, todos los día hay muertes, silenciosas, ocultas y ocultadas, que nadie televisa. Mata el paco y la indiferencia, matan los psicofármacos y el aislamiento, mata el alcohol, el pucho, la keta, el éxtasis, los ácidos, los tentadores abismos y la absoluta desesperanza. Un mundo de drogas y más drogas que inhabilita a quienes consumen, que muchas veces mueren sin morir, muertos en sus hogares, en la cama, en callejones sin salida, mirando la nada, añorando una vida mejor. Muertes simbólicas y sociales. Muertes psicológicas y emocionales. Seres bamboleándose en la fragilidad de la existencia, que para no sentir el malestar que implica estar vivos y vivir, viven drogados.
Mientras se sufra demasiado y no haya una mano amiga, contención, amor, una familia, un Estado más presente, políticas públicas que contemplen en serio las problemáticas en salud mental, seguirán muriendo los seres drogados, aunque no los veamos ni sean noticia.