Luis Ternengo: El Sombrerito Rojo
Por Luis Ternengo
El Sombrerito Rojo
Sobre la hamaca del patio, un extravagante sombrerito rojo comenzó a hablarle a los jóvenes allí reunidos y les dijo: —Chicos, esta noche les voy a contar la historia de un grupo de viejitos soñadores, que fueron cómo un faro para algunos artistas contemporáneos.
Les aclaro que los verdaderos protagonistas de este relato, fueron unos gorritos y sombreros multicolores, que colocados en las cabezas de los adultos mayores, se les potenciaba la creatividad y la imaginación. Esto que les cuento ocurrió hace mucho tiempo, cerca del año 2030 y en esa época se desarrollaba aquí en nuestra región de América Latina, una subterránea y casi imperceptible batalla cultural.
Los viejitos soñaban con cosas un poco locas, cómo aumentarle los impuestos a los bancos, a las mineras y a las petroleras. También se imaginaban que a los maestros, a las enfermeras, y a los investigadores les pagaban salarios dignos. Algunas veces se despertaban con ganas de recibir buenas noticias, cómo que se reabrían fábricas, que se congelaban las tarifas, que se aumentaban los presupuestos para la cultura, para los deportes y para la gente más vulnerable. Pero cuando despertaban, se daban cuenta de que la realidad estaba llena de injusticias y que esa situación no les permitía ser felices.
Fue cuando decidieron compartir sus sueños y comenzaron a organizarse. Primero se dedicaron a escuchar las voces de todos y todas, lo que les permitió tener sus mentes abiertas. Luego pudieron aprender de las experiencias del otro y por último trataron de mantenerse unidos, porque se dieron cuenta que así eran más fuertes.
La máxima utopía que llegaron a tener éste grupo de soñadores, fue la delirante idea de construir “la última trinchera imaginaria” de la batalla cultural para defenderse de la colonización del pensamiento y con la finalidad de edificar ese mágico lugar, comenzaron a escribir poemas, relatos, fábulas, guiones de películas, a sacar fotografías, a componer música, a moldear hermosas esculturas, a pintar conmovedores cuadros. Y en todas esas expresiones artísticas, estos incorregibles soñadores, denunciaban las injusticias y los olvidos que en esos momentos, los medios de comunicación, no le mostraban a la sociedad.
Y a pesar de que esa trinchera era un lugar de lucha, allí no había miedos, ni demonios, ni tormentos. Al contrario, lo habitaban las risas, el placer y la esperanza. Porque al encontrar las raíces de nuestras lenguas originarias, de los ritmos musicales, de aromas inéditos, de las sabidurías ancestrales, el alma de estos viejitos se iba nutriendo y nutriendo, hasta llenarlos de un orgullo colectivo que era casi indestructible.
Durante éste conflicto de poder, los opresores se dieron cuenta de que para ganar esta batalla cultural, necesitaban que los oprimidos se fueran olvidando poco a poco de la memoria colectiva, de su identidad latinoamericana y hasta de la propia historia de sus pueblos.
En ese entonces, estos viejitos idealistas, la tenían bien difícil, porque los poderes dominantes ya no necesitaban ejércitos para invadirlos, simplemente los colonizaban con imágenes comerciales y con aplicaciones en sus celulares y en sus computadoras, que les despertaban el deseo de vivir y de parecerse cada vez más a quienes los estaban sometiendo.
Como todos sabemos, en las guerras siempre hay traidores y en esta región del planeta, las autoridades locales fueron los primeros “Judas” que se olvidaron de sus principios y comenzaron a perseguir a estos “terroristas”, como los llamaban en ese tiempo. Primero los descalificaron, acusándolos de intentar volver al pasado, después decían que no estaban bien de la cabeza y por último para “protegerlos de sí mismos”, terminaron internando a los ancianos en institutos psiquiátricos.
Y como las autoridades sospechaban que alguno de esos sombreros era el verdadero “custodio” de la memoria y de la identidad de estos pueblos. Probaron, colocando los gorros en niños inocentes y estos espontáneamente comenzaban a hablar lenguas aborígenes, incorporaban el conocimiento mucho más rápido mientras jugaban y se les despertaba un amor infinito por la madre tierra. Pero cuando los gobernantes intentaban colocarse ellos los sombreritos, no obtenían ningún resultado, sencillamente porque sus almas no eran puras como la de los infantes, ni sabias como la de los ancianos. Al final, resolviero guardar los sombreros dentro de un cofre de metal bajo siete llaves.
Por decretos de necesidad y urgencia, los gobiernos intentaron prohibirles a sus pueblos tomar contacto con la obra de los viejitos soñadores, entonces taparon las esculturas, escondieron los cuadros y las fotografías, archivaron cuentos y poemas, amortajaron canciones y hasta intentaron suprimir de los diccionarios, algunas palabras como: imaginación, deseos, libertad, etc. Pero como esto fue un poco mucho, hasta para ellos, tuvieron que volver las cosas a fojas cero.
Los lame-culos de turno se creyeron que reprimiendo a los soñadores y escondiendo sus gorritos “estaban haciendo bien sus deberes” y que desde el primer mundo los iban a felicitar y les lloverían las inversiones en sus débiles naciones. Pero se olvidaron, de que nuestros pueblos, siempre fueron dignos por naturaleza y que no aceptaban estas conductas.
—Chicos, les cuento rápido el final, porque su mamá los está llamando a cenar. Fueron los jóvenes, los primeros en denunciar en las redes sociales estas injustas privaciones a la libertad. Luego, personas más comprometidas comenzaron a movilizarse, para que soltaran a los viejitos y liberaran a los sombreritos multicolores. Al final, fueron las mujeres, que en esa época protagonizaban un movimiento transformador, quienes lograron convencer a los tibios y a los indiferentes, para que el reclamo se volviera irrefrenable.
—Solo les voy decir, que esa vuelta…Los poderosos tuvieron que recular en chancletas. Los viejitos soñadores fueron liberados y con sus estrafalarios sombreros siguieron habitando ese lugar mágico, que si bien era invisible para algunos, era muy real para ellos y para sus utopías. Los soñadores se dieron cuenta que compartían la misma historia, que tenían la misma memoria colectiva y que se reconocían en la misma identidad latinoamericana. Porque cuando se miraban en los ojos del otro, descubrían, que se estaban viendo a ellos mismos.
—Bueno chicos, quizás mi rojo está un poco descolorido y mis pliegues arrugados, pero les aseguro que mi memoria está intacta. Les cuento que esto que tengo a mi lado, es un libro impreso en papel, como todavía se hacía en aquella época. Vengan, acérquense, toquen sus hojas, huelan la tinta, valoren sus enseñanzas, atesoren sus palabras.
—Les juro, que después de tantos años, varias generaciones de jóvenes idealistas como ustedes, se emocionaron mucho, leyendo los relatos de éste librito, titulado: Escribiendo relatos de amor. Desde la última trinchera de la batalla cultural.