Luis Ternengo: Juana Azurduy
Por Luis Ternengo | Ilustración: Gato NIeva
Juana Azurduy
Ella sintió que le apuñalaban el alma cuando la funcionaria dijo: “…todos sabemos que los pobres no llegan a la universidad…” Lucía se tragó la bronca, hizo un gesto de negación y siguió preparando la comida para sus hermanitos, mientras pensaba: “¿esta señora será consciente de lo hiriente que fueron sus palabras?”
Esa tarde, cuando su madre volvió a la casa con frío y cansada, pusieron la mesa y comenzaron a cenar. Para esta familia esa era la única comida del día, porque con el aumento de la luz, de la garrafa de gas y de los comestibles, la situación se volvía cada vez más difícil. Los más chicos comían en la escuela, la madre tomaba té con galletitas en las casas en donde trabajaba y Lucía picaba algo cuando iba a casa de alguna amiga.
Después percibió la angustia de su madre porque, cuando ella quiso ofrecerles más guiso, al mirar el fondo de la olla se dio cuenta de que ya no quedaba nada. Enseguida Lucía interrumpió el momento y comenzó a contarles la historia de una heroína, de una mujer que combatió junto a Martín Miguel de Güemes, en la región norte de la Argentina, en la época en que nos emancipábamos del reino de España y cuando buscábamos formar la Patria Grande. Sus hermanitos la escucharon atentos y entusiasmados, hasta que al final los venció el sueño.
Esa noche, Lucía tuvo un sueño recurrente: Ella era adulta, tenía un buen trabajo, estaba en una casa linda, sus hermanitos reían frente a una mesa llena de comidas ricas y en ese sueño, ella se olvidaba de la sensación de desamparo que te atraviesa cuando sentís hambre y no tenés nada para saciarlo.
A la mañana siguiente Lucía se vistió con sus mejores ropas para ir al colegio. Ella apreciaba mucho el conocimiento, porque cuando tenés pocas posesiones, valorás mucho más las que te hacen feliz. Después, fue tan apasionante la clase que dio sobre Juana Azurduy que la profesora y sus compañeros la felicitaron y le dijeron que estaban orgullosos de que ella fuera la abanderada del colegio. Había heredado la inteligencia de su abuela y la perseverancia de su madre.
La abuela materna le recordaba con orgullo que ellos descendían de la etnia de los Quilmes, que vivieron cerca del Pucará, construido en los Valles Calchaquíes. Los españoles los derrotaron militarmente y los desterraron a la zona sur aledaña a la ciudad de Buenos Aires. Habían perdido la guerra, pero lograron conservar su cultura y su dignidad. Lucía guardaba como si fuera un tesoro inca (dentro de una caja de latón de galletitas sueltas) un huaco de cerámica para almacenar agua y un pequeño carrillón musical hecho de arcilla cocida, entrelazado con lanas del noroeste, piezas muy antiguas, que pertenecían a su familia y que ahora le tocaba a ella ser la orgullosa custodia.
En la última hora, la directora confirmó que los llevarían en micro a conocer la Universidad de aquel partido del conurbano bonaerense. Allí les dieron la bienvenida y les organizaron un recorrido por las distintas facultades. A ella le llamó la atención el clima de euforia que se vivía en los centros de estudiantes.
De vuelta al colegio, alguien activó el celular y de la voz de Mercedes Sosa aparecieron una sinfonía de matices que inundaron el colectivo, la negra estaba cantando “Juana Azurduy”. Sus compañeros adoptaron de inmediato esa canción y la cantaron como si fuera el himno que representaba la rebeldía, de los que no se resignan a quedar afuera del conocimiento.
Una compañera del curso descubrió la página de los arlequines colifatos "divagando" y comenzó a leer en voz alta el siguiente poema:
La gente pasa a su lado, pero no los ve
él niño se relame y mira fijo a la vidriera
mientras el viento de otoño envuelve su espaldita,
de su nariz caen las gotas del resfrío
y su manito sigue frotándose la panza.
El perro callejero que lo acompaña, desespera!
Y ladrando reclama para que alguien los ayude.
Pero, la gente sigue pasando… Y no los quiere ver.
Cuando Lucía escuchó el poema, no pudo evitar que aparecieran lágrimas en su rostro y sintió la imperiosa necesidad de contarle a alguien lo que le estaba pasando. Conversar con sus amigas sobre este tema le daba vergüenza y solo atinó a hablar con Dios…Con quien hacía mucho tiempo que estaba muy enojada (quizás más que con su padre ausente).
Sentada en el último asiento del micro, quiso secarse sus párpados mojados, pero las lágrimas salían y salían sin pedir permiso, hasta que desde lo más profundo de su ser, terminó aflorando un juramento con el que ella pudo desahogarse y en voz baja dijo:
“Te juro Dios que jamás voy a sentirme inferior, solo por ser pobre.
Que no voy a permitir que nada, ni nadie, me roben el sueño de poder estudiar.
Que voy a ser profesora…Para darles una oportunidad a quienes quedan excluidos.
Que nunca más quiero ver a mamá angustiada, porque mis hermanitos pasan hambre”.
El colectivo seguía avanzando a marcha lenta, las calandrias dibujaban en el aire curiosas figuras, cómo presagiando la llegada de mejores tiempos. Lucía intentaba superar el dolor y a esa altura ya había hecho las paces con Dios, porque él le dijo que ella misma se forjaría su destino.
Ese frío invierno los narcisos mostraron todo su esplendor y fueron testigos privilegiados de cómo una joven flaquita e inteligente desobedecía el mandato social que impone la clase dominante, cuando nos dice que los pobres no llegan a la universidad. Y esas mismas flores, presenciaron cómo la esperanza, esa caricia reparadora que cura el alma, se iba anidando poco a poco en el enorme corazón de Lucía.