Relato salvaje, discurso domesticado
Por Norman Petrich
En una de esas reuniones familiares en los días posteriores a Navidad, cuando la cena había llegado a su fin, con esa capacidad que tiene el televisor de pasar de telón de fondo a centro de las miradas, comenzó a rodar la taquillera Relatos Salvajes.
De a poco las conversaciones se fueron acallando y todos empezamos a prestarle atención como película de culto en la que se convirtió. Las veces anteriores en las que me crucé con ella como espectador, mirándola en forma completa o parcial, concentrado o disperso, algo me hacía ruido.Ya había analizado y comprendido que no me molestaba el exceso de violencia explícita. He visto varias de Tarantino, rey de esos excesos, y el resultado no había sido el mismo. Tampoco las opiniones vertidas por críticos de que era efectista, floja de moral u otras objeciones que se le achacaban tras su lanzamiento, entre muchas alabanzas.
Transcurrida la mitad de la película, justo en la parte de Bombita, cinco años después de su estreno y (seguramente) con varias lecturas más a cuestas, se produce un click en la cabeza que me eyecta, indignado, hacia otra sala y en silencio para no atosigar con mi descubrimiento al resto: lo que me molesta del film de Szifrón no es la exacerbación de la violencia sino la lectura clasista sobre la misma.
“La inseguridad es resultado de la desigualdad. Si yo hubiera nacido pobre, si no tuviera las necesidades básicas cubiertas, sería delincuente más que albañil. Hay mucha violencia contenida” supo decir el director en la mesa de Mirtha Legrand y disparó un montón de comentarios. Y en esa mirada de pocas opciones es donde empieza a construirse este relato donde la estereotipación es abundante, sobre todo cuando se refleja a la clase trabajadora o baja.
“La difusa frontera que separa a la civilización de la barbarie, del vértigo de perder los estribos y del innegable placer de perder el control” como el director dice en otra entrevista no parece estar tan borrosa a la hora de mostrar quién y cómo ejerce esa pérdida y ese placer.
Los que claramente muestran una condición económica más humilde son los que menos pueden retener “eso que explota” dentro de un molde que los encauce y son, en las distintas historias, los que pegan martillazos o cuchillazos, los que cometen obscenidades para hacer sentir mal al otro, los que envenenan, como si fuera una reacción a la que es imposible escapar. Y como si esa descarga fuera la única respuesta viable. Si no podés ser manso, serás destructivo.
Mientras los que se muestran en un aparente “mejor pasar” son los que ejercen una violencia implícita, ya sea verbal: “negro resentido” grita un personaje o “yo te di una buena educación y vos siempre hiciste lo que quisiste” (aunque, queda claro en este caso, que el dinero puede dar conocimientos pero no necesariamente educación) vocifera otro; o a través de las posibilidades que el lugar en la escala social les permite, como tratar de tapar un hecho de violencia física a través del poder que genera el dinero. Por supuesto, el Estado es siempre un parásito, el sistema es completamente deshonesto y el sirviente es fácilmente corrompible en pos de la zanahoria que ofrece “una mejor educación para su hija” (vaya paradoja, la que no le sirvió con el primogénito propio) a la cual nadie parece poder resistirse, lo que pone a todos los afectados en las mismas condiciones. En el mismo nivel de agresividad el patrón potentado que la cocinera vengadora, lo colectivo es una multitud que pide justicia, pero termina cobijando una venganza.
Todos igualados o A y B son lo mismo, como más le guste
Algunos dicen que en ESO reside el secreto de Relatos Salvajes: en un sagaz humor negro para reflejar las cosas con ironía. Para potenciar esos lugares comunes.
Pero detengámonos en una de las pocas historias en la que hay un acto de reparación al cual se llega a través de un hecho individual: el hombre que pierde los estribos por un Estado abusivo que lo atropella primero con una acción incorrecta y luego a través del mal comportamiento de cada funcionario con el que se cruza en busca de un desagravio al que cree tener derecho. No se quiebra de golpe: sus primeras reacciones lo hacen perder a su familia, el trabajo, el prestigio de toda una vida, hasta que decide tomar revancha por cuenta propia. Y aquí lo mágico. Como el enemigo es ese Estado completamente corrupto al que hay que derrotar sea como fuere, los medios se ponen de su lado, las redes sociales también lo hacen, hasta los compañeros de la cárcel, su mujer y su hija (a las que recupera tras este hecho) lo aplauden. El justiciero al mejor estilo de los comics de Marvel es convertido en héroe.
Y sin embargo este capítulo empieza dejando en claro dónde está la trampa en estos relatos. Alienada porque el personaje interpretado por Darín prefiere poner en primer lugar, en el orden de prioridades, el discutir y tratar de resolver el tema del acarreo de su auto por una grúa y su posterior multa por encima de llegar a horario al cumpleaños de su hija, le dice: “vos ponés tu idea de justicia por sobre todo lo demás”.
Es decir, una visión individual, de clase que reacciona ante la imposibilidad de accionar, de encontrar una solución de otra manera, de que su indignación se junte con la de otros y lograr algo para todos, convertir esa violencia en otra cosa. Casi una de emprendedores, o de “a mí nunca nadie me regaló nada”.
Podemos filtrar la idea de si lo marcado hasta acá no está planteado como una crítica a lo establecido dentro del film y siento que tengo que esforzarme mucho para verlo de esa manera. Porque si algo queda claro es que esa mirada clasista hace eje en que SU punto de vista es el que define cuál es el lugar común desde dónde parte el punto cero de lo que consideramos violencia y qué no. Porque es el único camino para que todo este derroche de violencia sistemática se convierte en anónima. Es la única forma en que personajes comunes, en situaciones comunes, rompan los códigos de civilidad en arrebatos de furia y todo parezca encajar en el discurso de la degradación moral y en el crecimiento de la violencia social sin permitirnos la pregunta de si esos códigos son nuestra elección o una imposición. En otras palabras, si eso que consideramos no violencia no carga una violencia implícita. Y lejos de esa pregunta parece transitar el punto cero de la narración.
“Relatos salvajes”, un ícono del cine argentino de estos últimos diez años, en su velocidad por encontrar ese hilo conductor en la violencia, esquematiza la filosofía de estos últimos años: esquivar los problemas superestructurales para arrojarnos al rostro toda la infraestructura y de esa forma reforzar más la estructura de lo que entendemos por violencia. La subjetiva, que está a la vista en toda la película; y la objetiva, a la cual hay que esforzarse un poco más para reconocerla, pero cuando se logra uno descubre que tiene su registro, completo y clasista, en el guión.