"Respirar, bitácora escénica en un acto" o cuánto puede un cuerpo

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    Teatro: Respirar
EL CUERPO ARTÍSTICO

"Respirar, bitácora escénica en un acto" o cuánto puede un cuerpo

03 Agosto 2025

En la tradición japonesa del kintsugi, cuando una pieza de cerámica se rompe, no se desecha. Se reconstruye con resina mezclada con polvo de oro. Lejos de ocultar las grietas, las ilumina. No intenta volver a su estado original, sino que honra el proceso de haber sido quebrada y reparada. El objeto reconstruido no vale menos: vale más, porque su forma no niega el tiempo ni el accidente. Celebra su historia. Su herida.

Respirar. Bitácora escénica en un acto, de y con Pilar Ruiz, es exactamente eso: una ceremonia dorada en el centro mismo de las fracturas. Una pieza que no esconde el dolor, que no hace de la superación un relato heroico tradicional, sino que asume el temblor, la fragilidad, el miedo, el cuidado, la furia y el deseo como materiales escénicos. Como partes fundamentales de lo que somos. Y sobre todo, como potencia creativa.

No se refiere solo al acto biológico que ocurre, sin que pensemos, cada vez que inhalamos y exhalamos. Aquí la respiración es presencia, es el hilo que une las escenas, los recuerdos, los vínculos, los hospitales, los afectos, los bailes, los descansos, las ausencias. Respirar es resistir, narrar. En última instancia es vivir.

Pilar pone el cuerpo en escena, pero no como soporte de una actuación. Lo pone como archivo viviente, como diario íntimo. La historia que cuenta no se distancia en un relato: Se aloja en el gesto, en la voz. El escenario se convierte en una bitácora, en una cama de hospital y también en un ritual, un consultorio, una sala de espera, una danza, una reposera, una pileta en la que ella se tira a pesar de todo. También, una trinchera.

Spinoza dijo: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo” esa afirmación se vuelve pregunta constante: ¿qué puede un cuerpo cuando todo parece jugar en su contra?

El cuerpo de Pilar fue atravesado por diagnósticos, tratamientos, intervenciones, estados alterados y cuidados intensivos. Fue atendida durante años en el Hospital Garrahan, donde se tejieron muchos de los vínculos y escenas que hoy forman parte de esta obra. Pero nunca dejó de ser también un cuerpo artístico. Un cuerpo que no se limitó a sobrevivir, sino que eligió contarlo. Elegir contarlo también es una forma de vivir.

En un momento de la obra, como al pasar, aparece Pitufina. Esa figura diminuta, casi decorativa, que creció en la imaginación de tantas infancias como una excepción. La única mujer en un mundo de varones azules, muchas veces reducida a un rol marginal o estetizado. Pero aquí, Pitufina aparece como heroína involuntaria, como símbolo de eso que florece cuando alguien cree en nosotras. Cuando una mirada amorosa -médica, familiar, artística- se posa sobre nosotras sin subestimarnos. Sin infantilizarnos. Con confianza. “Cuando salgas podés ser Pitufina” le anuncia su hermana antes de que Pilar entre al quirófano.

A veces no se trata de que una tenga toda la fuerza. Se trata de que alguien la vea. Que alguien la nombre. Que diga "yo te creo capaz de esto". Y entonces, el milagro ocurre. No como prodigio místico, sino como consecuencia de un acto de fe material. De un vínculo. De una apuesta.

Eso también es lo que celebra Respirar: los momentos en los que el mundo, a través del otro, nos devuelve la posibilidad de ser. Y no una sola: todas las que somos, todas las que fuimos, todas las que pudimos haber sido.

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Teatro Respirar

Hay algo de Virginia Woolf latiendo en la obra. De su personaje Orlando, que vive más de trescientos años, que cambia de género, de época, de lenguaje. Que sobrevive a guerras, amores, mudanzas del alma. Pilar Ruiz, en Respirar, no transita una sola vida. Transita muchas.

Es un cuerpo lleno de siglos, de líneas de tiempo, de múltiples versiones de sí misma. La que estuvo al borde, la que se entregó al sistema de salud, la que se rebeló, la que se rindió, la que volvió, la que escribió, la que bailó. La que se queda simplemente tomando sol, comiendo papas fritas y cerveza. Una Orlando local, concreta, hecha de carne, que se anima a mostrar todas sus caras y a decir: “yo soy todas estas”.

Y entonces, se vuelve una obra sobre la identidad, sí, pero también sobre el cambio, la transformación y la permanencia. Sobre cómo se puede seguir existiendo, aun cuando todo haya cambiado. Aun cuando el cuerpo haya sido otra cosa. Aun cuando se haya perdido casi todo.

No es un espectáculo. Es una liturgia íntima y colectiva. Un espacio donde el público no solo mira: acompaña, escucha, siente, respira con ella. Por eso se ofrece té de eucalipto antes de entrar. Porque lo que va a pasar no es ficción, es ceremonia. Es encuentro. Es testimonio.

La obra construye una atmósfera entre la vigilia y el sueño, entre el dolor y el deseo, entre el cuerpo clínico y el propio cuerpo.

Al fin, una celebración de la pulsión vital. De todo lo que sostiene a una vida cuando todo tiembla. De lo que se hace con el miedo, con el cansancio, con la memoria. De cómo convertir cicatrices en caminos, dolores en palabras, oxígeno en arte.

Esta obra no busca cerrar con una moraleja, ni ofrecer consuelo fácil. No hay redención en clave épica, ni consagración del dolor. Lo que propone es algo más complejo: dar lugar a las contradicciones, pensar el cuerpo como campo de sentido y no como obstáculo. Aceptar que la narración de la propia vida, cuando se vuelve pública, también se vuelve política.

En tiempos donde lo perfecto, lo veloz y lo rentable se imponen como valores dominantes, esta pieza se detiene en lo contrario: lo lento, lo imperfecto, lo íntimo, lo que tarda.. Nos recuerda que no todo debe ser superado: algunas cosas deben ser simplemente comprendidas, habitadas, dichas en voz alta.