Ruta 33: será la mitad de la 66, pero está el doble de buena

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    Una crónica de Norman Petrich
Rutas argentinas

Ruta 33: será la mitad de la 66, pero está el doble de buena

07 Agosto 2022

A Ber Stinco y Nico Manzi

La ruta nacional 33 es conocida por conectar a las ciudades portuarias de Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, con Rosario en la provincia de Santa Fe. Sus 787 km de asfalto recorre una gran cantidad de urbes con producción industrial y pueblos agrícola-ganaderos, lo que genera que la mitad de los vehículos que la transitan sean de porte pesados.

“La ruta 33 será la mitad de la 66, pero está el doble de buena”, suelen afirmar por estos lares, casi como un eslogan. Y algo de razón deben tener, ya que uno se puede encontrar camiones portadores de granos que (con suerte) van a 60, camiones lecheros o de combustibles que no bajan de 90, camiones que llevan maquinaria agrícola ocupando casi las dos terceras partes de los dos carriles que componen la calzada, tractores que ruedan sobre la misma “total, son dos o tres kilómetros, nomás”, camionetas llevando casillas y hasta algún paisano en bicicleta haciendo “la heroica” pedaleada de pueblo a pueblo para intentar encontrarse con alguna señorita. Es un paisaje repetido durante casi toda su traza que exige total concentración. Difícil aburrirse. Más que prohibido distraerse. “Al que anda flojo en matemáticas, lo subimos con uno de estos camioneros y lo ponemos a calcular si llega o no llega a dar el sobrepaso al otro que viene más lento mientras se acercan unos cuantos de frente. No sabe lo rápido que aprenden…y adelgazan”, me dice un maestro rural.

Y es un maestro rural porque si hay algo en abundancia, además de los camiones, es campo. Mucho, mucho campo sembrado con la oleaginosa estrella, desde los 90 para acá, desde que se inició la Revolución Productiva que sembró la semilla del Boom de la construcción en Rosario, cuyas esquirlas pueden verse hoy día en los bolsillos de los citadinos a los que no les queda otra más que alquilar. Quizás sea por eso que se la conoce como “la ruta de la soja”. Aunque también recibe otro sobrenombre ingrato, debido a la constante imprudencia de quienes la transitan: “la ruta de la muerte”. “Parecen cosas diferentes, pero ambos apodos tienden hacia la misma consecuencia”, dice un lugareño, al pasar. “Disculpe, es el poeta ecologista del pueblo y ya le volvió a agarrar la melancolía del ebrio”, lo desautoriza otro.

Lo cierto es que esta ruta tiene un hito particular en su kilómetro 666, donde se extienden unas hectáreas con ciertos atributos bastantes extraños a los que los habitantes de la zona, en un intento de encubrir un poco sus pensamientos y no ser tan directos en sus afirmaciones, han denominado como “el campo del Diablo”. No me animé a preguntar cómo lo llamaban cuando no se tomaban tales recaudos.

Algunos afirman que, en épocas anteriores, este campo se veía sembrado de soja las cuatro estaciones del año. Otros aseguran que no se llegó a ese punto como una decisión inicial, sino que fue la resultante de varios intentos infructuosos por intercalar otras semillas: ninguna otra sobrevivió y creció en su suelo, algo que despertó la curiosidad de quienes recorrían la 33, con frecuencia. Y allí comenzó el mito.

Que se reproduzca ese monocultivo, por tanta extensión de tiempo y sin que la tierra parezca sufrir daño alguno, sólo podía ser obra de Belcebú o Luzbel. Alguien intentó insertar la posibilidad de que la autoría de dicho trabajo tuviera la firma de Monsanto, pero semejante hipótesis fue arrancada de raíz y el paisano fue expulsado inmediatamente de la zona acusado de falsedad absoluta. “No existe ese alias en la lista de los nombres del diablo”, se le esgrimió.

“Pues debería”, dijo el desterrado antes de cumplir la sentencia, poniendo en dudas la actualidad del listado.

Pareciera que desde los aposentos del inframundo tomaron nota de la popularidad que estaba generando el campo y, como quien dice de la noche a la mañana, la oleaginosa desapareció. Actualmente, en su lugar, puede observarse una tupida barrera de “cola de zorros”.

Algunos podrán decir que es el ciclo natural, ya que de esa manera se recupera el suelo para la próxima siembra. Sin embargo, hay santafesinos que realizaron el trabajo de quedarse a observar un par de días y a su regreso afirmaron que, cuando los ojos dejan de mirar y se concentran en observar y los oídos terminan prestándole atención a algo más que su propio ombligo, por unos segundos uno puede descubrir que en esas hectáreas todo sigue funcionando sin alteración alguna (excepto la composición de la semilla), lejos de la vista humana.

Como se lo imaginarán, siempre hay un refutador de leyenda que pide pruebas de semejante confesión. La respuesta que recibe no deja de tener un pincelazo de sabiduría: “para llegar a semejante punto de concentración y focalización, es indispensable no llevar celulares ni cámaras que estén constantemente llamando a prestarle atención a lo fútil, es por eso que no hay capturas. O llevábamos herramientas para inmortalizar un momento que nunca iba a llegar, o llegábamos al momento sin las herramientas que lo pudieran inmortalizar. Si no es la narración oral”. Y cierran la discusión con una frase que ha hecho historia por estas tierras: “¿Qué? ¿Acaso mi palabra no vale?”. “La verdad que no sabría decirle, pero me preocupa tener que darle el vuelto de eso”, agregó una almacenera de la zona. Aquellos que descreen de semejante testimonio lo rechazan diciendo que no es más que una triste excusa para no ser retados por pasarse varios días de juerga y chupe sin dar señales de vida y faltar a citas amorosas o cumplir con sus deberes laborales. “Que funciona, funciona”, rematan.

“Ahí pasa algo raro, no le quepa la menor duda”, me explica un productor agrícola. “Alguien tendría que iniciar una investigación, es como el famoso Triángulo de las Bermudas. La mitad de los camiones de mi flota fueron abducidos al alcanzar el kilómetro 666 y aparecieron, sin explicación alguna, en la frontera con el Paraguay”. Debo confesar que quedé atrapado por el influjo de dar posibilidad a semejante afirmación. “Naaaaah”, interrumpe una lugareña, “lo que a usté le pasó es que se agarró un julepe machazo”, asegura, para luego comentarme por lo bajo que las malas lenguas andan diciendo que lo de la abducción de los vehículos es una excusa que pone el productor para no tener que explicar cómo fue que Gendarmería le detuvo unos cuantas toneladas de soja sin declarar que le pertenecían en la frontera con el país vecino. Igual, qué oportunidad se perdió José de Zer.   

“Seguime, Chango”, me dice el comisario de la zona, invitándome a ver una escultura como a 50 km del “campo del Diablo”. Yo le hago caso, no tanto por ser un crédulo que se deja engañar fácilmente, sino porque la sutileza con la cual me invita a no meter la nariz en un lugar al que no me llamaron, no es para desdeñar. Y si se trata de cuidar mi nariz, me agarra un narcisismo nivel superfreud.

La escultura en cuestión (tamaño maximalista) que no recuerdo bien si se encuentra cerca de Paraje Rabiola o en la intersección que te lleva a Los Quirquinchos y Godeken, es un paisano con sombrero, camisa, bombacha y botas de gaucho montado en posición rauda sobre una bicicleta.

Debajo, una inscripción que dice “PROGRESO”.

“Está claro que el progreso no es lo mismo pa´ todos”, me dice el comisario antes de despedirse amablemente para dejarme, sólo y pensativo, ante un nuevo misterio de la ruta 33.

No, no me refería al que rodea el origen del monumento, sino en cómo iba a regresar a mi casa si no fuera caminando o haciendo dedo, desde allí.

Pero esa, amigos y amigas, esa es otra historia.