Adicto a las pantallas: Barthes y los placeres
“Este hombre sería la abyección de la sociedad”. ¡Qué enunciado, por dios! Da miedo. Podría ser tranquilamente de Roberto Arlt, pero pertenece al gran Rolando Barthes. Y está dedicado ¿a quién? Acá es cuando las nobles enseñanzas de estos franceses quedan tan desfasadas de nuestra realidad (de cualquier realidad) que parecen un engaño (mientras que las de Arlt parecen lo contrario). Ese hombre al que se refiere Barthes sería un ser “capaz de soportar la contradicción sin vergüenza”.
¡¿Eh?!
Evidentemente la elite intelectual francesa, por lo menos la de las décadas del ’60 y ’70 del siglo pasado, tenía en muy alta estima las palabras y los compromisos —las violencias que hoy se leen en las redes virtuales así como las contradicciones permanentes que esgrimen los personajes públicos serían incomprensibles para Rolando (basta con pensar que un candidato a presidente declaró que su competidora había sido “una asesina de niños” en su juventud, y una vez que ganó, coherentemente, la nombró ministra de seguridad de la nación).
Provoquemos un poco este hermoso texto de Barthes. Actualicémoslo, porque a pesar de estos desfasajes elitistas propone cuestiones que no han perdido su validez.
Barthes declara que este “contra-héroe” existe. ¿Saben lo que hace falta para Barthes, para que un individuo contradictorio sea aborrecido por su sociedad? Ahora la excusa nos parece el motivo más banal, más naif, más intrascendente que podamos imaginar, aunque posiblemente en la década del 70 fuera distinto: remite al “lector en el momento en que toma su placer”. Específicamente su placer del texto (Barthes confiesa esto al comienzo de su ensayo “El placer del texto”).
En nuestra sociedad hipermediatizada, ¿quién puede hacerle caso a un inofensivo lector desclasado, descatalogado? ¡¿A quién le importa un lector adicto?! El problema en lo que plantea Barthes reside en qué es, en realidad, un lector, y si el texto es solo un texto lingüístico, literario, libresco. ¿Qué sucede si ese texto es un video? ¿Y si el lector es un telecontemplador o un usuario?
El problema es el placer en general, no solo el que extrae el lector de la lectura de un texto —lo digo como lector voraz que soy: el único peligro o la única salvación en el acto de leer es la adicción, como en todo. ¿Hay, aún, algún placer prohibido, reprimido, en nuestra sociedad permisiva y “hedonista”? Lo hay.
“El Deseo —dice unas páginas más adelante— tendría una dignidad epistémica pero el Placer no”. Y tiene razón. Ahora bien, imagínense que en lugar de esa figura vencida, incluso pasada de moda, que es el lector de un texto, nos encontremos con un adicto a la pantalla en general, y al porno en particular (o al fútbol en la tele, o a la telenovela, etc.).
Si me apuran, diría que la esencia del siglo XX fue la adicción, desde el cigarrillo hasta las drogas y terminando por ahora en las pantallas.
No publicamos nuestra intimidad en las redes para compartir nuestra felicidad, lo hacemos porque deseamos una respuesta.
En este caso el lector, o mejor dicho, el consumidor (esta palabra la utiliza Barthes en ese mismo texto), deja ya de ser ese individuo “coqueto” con el que juega Barthes y se convierte realmente en un ser despreciable, maníaco, inútil, que lo único que desea es que le lleguen mensajes por la pantalla, mensajes que lo exciten de algún modo —cualquier excitación, si nos tomamos en serio lo que nos enseñó Freud, termina siendo una excitación sexual, aunque no está tan claro qué entendía el vienés por sexo, todo hay que decirlo.
No publicamos nuestra intimidad en las redes para compartir nuestra felicidad, lo hacemos porque deseamos una respuesta. Una respuesta que aunque suene ilógica en la realidad, debería llegar antes de que enviemos el mensaje —en la virtualidad, el espacio y el tiempo se trastocan.
Barthes pretendía habilitar los placeres y los goces para el crítico literario o cultural. Hoy no solo el crítico literario persigue el placer antes que la intelección, sino que el derecho al placer y al goce se convirtió en una obligación para toda la sociedad. Obviamente lo que persigue la sociedad (la francesa, la argentina, la sociedad global que puede disfrutar de una lectura, digamos) es una experiencia muy distinta de la que buscaba Barthes, porque cuando nuestra sociedad goza, nunca se le ocurriría que en ese goce la persona gozante se desvanece o disuelve en la experiencia, y que esa destitución (vergonzosa) era lo más “productivo”, es decir inútil, de la experiencia de gozar.
Las personas normales, en cambio, vivimos el goce, y en especial el goce sexual, como una forma de autoafirmación, de autovalidación —es posible que esté generalizando mal; cuando hablo de “personas normales”, que ya no existen más, pero juguemos a que todavía existen, en verdad me estoy refiriendo al hombre.
Más que al hombre hétero, me refiero al ser que penetra sexualmente a otro, sea del género que sea, suponiendo todavía hoy que “el que penetra” es el que coge, y que el que es penetrado es el cogido, como si el sexo se redujera a ese acto ínfimo, voraz y rápidamente pasajero, coitocentrado.
El placer deriva por otros andariveles.
Cuando en la lectura (en la vida) se inmiscuye el placer, debo abandonar los juicios morales: esto es bueno, esto es malo. En todo caso, debo preguntarme si esto es bueno o es malo para mí. Rolando cita un enunciado de Nietzsche: “en el fondo, ¿no es siempre la misma cuestión: ¿qué significa esto para mí?”.
Con el Deleuze spinozista debajo del brazo podemos ampliar esta idea fundamental. Lo bueno para mí proviene de encuentros fructíferos que amplían mi felicidad y me potencian, amplían mi capacidad de contagiar la alegría, mientras que lo malo para mí proviene de encuentros que me vuelven infeliz, resentido, envidioso —por supuesto, a la sociedad, para reproducirse en su injusticia, le conviene multiplicar este segundo tipo de encuentros, y es lo que hace permanentemente (principalmente en nuestra vida virtual, pero también en los discursos de nuestros líderes y nuestros representantes).
No voy a decir que depende de nosotros cómo nos afectan las cosas que dicen y hacen los otros, pues pondría sobre nuestros hombros fundamentos existenciales que no somos capaces de soportar, ni estamos preparados para hacerlo. Sin embargo, tampoco puedo decir que no depende de nosotros, aunque estemos todo el tiempo recibiendo mensajes que nos angustian, que nos preocupan, que nos dan bronca… o envidia.
Eso sí, ninguno es el auténtico mensaje que deseamos recibir.