Todo el poder a Lady Di
Resulta por lo menos irónico comprobar cómo la ocupación militar de las Malvinas -extendiendo a los desdichados Kelpers los rigores del estado de sitio- ha permitido a una dictadura fascistizante y sanguinaria como la Argentina agregar a sus méritos los raídos galones del antiimperialismo.
Pero esta ironía se torna cruel cuando se ve cómo en nombre de una abstracta territorialidad, que en nada ha de beneficiarlas, las castigadas masas argentinas (o al menos considerables sectores de ellas) se embarcan en la orgía nacionalista y claman por la muerte. Es casi lógico que un estado paranoico como el argentino genere una guerra: la producción de excusas para un delirio xenofóbico que signifique un paso adelante, según la terminología de ultraderecha acuñada por la revista Cabildo, que ha venido pregonando la guerra desde hace tiempo. Paso adelante que tienda al olvido de las masacres y el saqueo, y permita mediante un ritual sacrificial, fortalecer la fuerza del Estado. Esto no es nuevo.
Pero el ansia de guerra de las masas -supremo deporte de nuestras sociedades masculinas- resulta menos fácil de entender, a no ser que se acuda a la hipótesis de un deseo de represión. Las masas desearon el fascismo, diría Reich, la naturaleza de cuyos enclaves libidinosos podría ser, en el seno de la épica militarista, la misma que lleva a un grupo cualquiera de muchachos a armar una patota.
En el plano de la retórica política, no deja de ser revelador como los opositores multipartidarios -que arrastran también a comunistas, montoneros y trotskistas (en particular el PST - Partido Socialista de los Trabajadores)- se han prestado a la puesta en escena de esta pantomima fatal, llamando no a desertar, sino a llevar aún más lejos una guerra que caracterizan de antiimperialista y que no discute el interés de las poblaciones afectadas, sino los afanes expansionistas de los Estados.
La claudicación de las izquierdas ante los delirios patrioteros de la dictadura es ya una constante: ellas se dejan llevar -como los personajes de Alejo Carpentier en El Siglo de las Luces- por el entusiasmo de las concentraciones de masas, sin percibir cuando ellas resultan en una legitimación del régimen -como en el Mundial de Fútbol de 1978- o cuando obedecen a luchas internas del gobierno con la bendición de la todopoderosa Iglesia Católica: así, en la manifestación ante el santo del trabajo en noviembre del año pasado, se vió a recoletos marxistas subir de rodillas las escaleras del templo de San Cayetano, patrono de los Desocupados, junto con un ministro militar.
En el caso del artificioso conflicto de las Malvinas, la argumentación esgrimida para justificar la claudicación ante el patriotismo fascista de la Junta Militar se inspira, vagamente, en la concepción del imperialismo de Lenin, según la cual, en caso de conflicto entre un país atrasado y uno avanzado, debíase defender al primero -como si un amo pobre fuese menos despótico que uno rico. Distinta fue, dentro del marxismo, la posición de Rosa Luxemburgo -quien en su época, se negó a defender la independencia de Polonia para no aliarse a la burguesía nacionalista polaca, contra la que, en 1920, Trotsky lanzaría el Ejército Rojo (ruso), esta vez en nombre del socialismo. El mismo Marx -con una visión no menos estatista- defendería, por su parte, la ocupación de México por los Estados Unidos, considerando que estos impondrían un capitalismo más moderno.
Po debajo de estas referencias -que apuntan a la historicidad del concepto de imperialismo- sólo un régimen como el argentino, que es, más que una dictadura de clase una dictadura de Estado, del aparato militar relativamente por encima de las clases, puede cambiar tan abruptamente sus alianzas: pasarse del bando americano al ruso. La dictadura no tenía, ante el derrumbe, otra alternativa que la guerra -y no atacó a Chile temiendo el carácter igualmente paranoico de la dictadura vecina. Cambio de alianza que puede llevar a un reagrupamiento de las fuerzas que sustentan el Estado -pero que casi seguramente, a no ser que medie una de las insurrecciones que periódicamente convulsionan a la ingobernable Argentina, apunta a fortalecerlo como tal. Y por debajo de la cual puede leerse un proceso progresivo: como la URSS, que detenta hoy el 40% del comercio exterior argentino y construye puertos y represas (suertes de Assuán latinoamericanas) va remplazando, como potencia económicamente dominante, el papel antaño ejercido precisamente por Inglaterra -dependencia activa desplazada luego por el saqueo indiferente de los yanquis. Ello puede explicar el alborozo de la izquierda -especialmente del PC, que hace años pregona un gobierno de coalición cívico-militar -ante lo que ve como un paso más en el proyecto de convertir a la Argentina en una Ukrania del Atlántico.
Decir que la movilización por la guerra sirve para verter consignas antidictatoriales -por otra parte inconcebibles, dada la ruina del país- es por lo menos una hipocresía: ya que ellas estaban, pese a tan inconstantes voceros, desatándose antes con más claro vigor. El gobierno, aplaudido unánimemente como anticolonialista, acaba de prohibir los filmes pacifistas y las críticas antibélicas, que pueden desmoralizar a los guerreros.
La ultraburocratizada y semiclandestina CGT ha donado un día de salario, ya esmirriado, para las tropas. Y hasta la masacrada izquierda, delirante de euforia patriótica, tiene que apoyar esas medidas y otras más radicales. Así, presuntas vanguardias del pueblo revelan su verdadera criminalidad de servidores del Estado.
En medio de tanta insensatez, la salida más elegante es el humor: si Borges recomendó ceder las islas a Bolivia y dotarla así de una salida al mar, podría también proclamarse: todo el poder de Lady Di o El Vaticano a las Malvinas para que la ridiculez del poder que un coro de suicidas legitima, quede al descubierto. Como propuso alguien con sensatez, antes que defender la ocupación de las Malvinas, habría que postular la desocupación de la Argentina por parte del autodenominado Ejército Argentino.
El solo hecho de que guapos adolescentes, en la flor de la edad, sean sacrificados (o aún sometidos a las torturas de la disciplina militar) en nombre de unos islotes insalubres, es una razón de sobra para denunciar este triste sainete, que obra mediante el casamiento de los muchachos con la muerte.
Este es el primero de los ensayos en que Perlongher escribe sarcásticamente sobre la guerra de las Malvinas.