Una de vaqueros, cuento de José Cornejo
Por José Cornejo*
Fructuoso Ontivero estaba sentado en una silla de madera, de esas que tienen el asiento de paja. El uniforme estaba lleno de sietes y la transpiración le adhería el polvo a la piel y a la ropa. Un enorme moretón asomaba a la altura del cuello. El corcoveo del caballo asustado podría haberlo desnucado.
Las moscas lo revoleaban pero él seguía con la mirada fija en el piso. Le habría costado espantarlas, tenía las manos atadas. Pero lo que le molestaba a Fructuoso no eran las moscas, ni el coágulo, ni la mugre ni esa habitación de bosta y adobe en las sierras cordobesas.
Lo que a Fructuoso lo tenía hipnotizado era la derrota. No la suya. Tampoco la ruina de la campaña entera del Chacho Peñaloza. Sino la derrota de todo el proyecto federal. De cómo unos galeritas de mierda, de poses impostadas, se habían llevado puesto al Restaurador. Y sucesivamente a Urquiza, Derqui, y los que quedaban, cuando ya todo era un quilombazo.
Pensó. A Don Juan Manuel se la pusimos nosotros. El Chacho estaba dale que dale: que los porteños son todos iguales, que había que salvar los telares de mierda de los indios y el puto puerto en esa agua barrosa inmunda. Ahí nos sumamos a toda esa movida del Ejército Grande. Al pedo. Nos hicieron chocar como tabas.
Pensó, pensó que pensando podía desenroscar descalabro tras descalabro y volver a los días felices en que los Federales gobernaban estas pampas. Cuando los de frac temían que “a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa”, como había escrito ese Echeverría.
Ni sabía la cantidad de amigos y hermanos que habían muerto o huido desde este manotazo desesperado del Chacho. Buen tipo el Chacho. Nunca una moneda de más. Se sentaba sobre el cráneo de un toro grande cuando caía un porteño para impresionarlo. Buen tipo. Pero un pelotudo.
El ruido de la puerta interrumpió las cavilaciones. El que se sentó frente suyo también estaba sucio y traspirado, pero con el uniforme intacto. La barba blanca parecía recién lavada. Refulgía ché, la había acariciado el mismísimo Tata Dios.
Wenceslao Paunero lo semblanteó rápido. Frente a él, un tipo derrotado no solo en el campo de la batalla, sino en su voluntad de seguir peleando. Era raro ver a un gaucho así. Esa raza indómita con la que el gobernador sanjuanino pedía regar la Patria. En algo estaban de acuerdo los dos enemigos, ese gobernador era peor, un paisano disfrazado de cajetilla. Y ni siquiera milico.
- Las condiciones son estas. Llamará a los rebeldes que se escaparon y pedirá que se entreguen. Sin tirar un solo tiro. Ni una vaca cuatreada quiero.
- Bueno.
- Y nos dirá dónde están el resto de las armas enterradas.
- Dele.
- Y de dónde sacaron tantos caballos. Dónde los herraban.
- Tá bien.
Fructuoso no levantó la mirada ni una vez. Paunero se levantó y le desató las manos. Ese tipo no tenía escapatoria de sus pensamientos, atado o desatado. Buscó dos vasos. A través de los rayos del sol, se veía que estaban bastante sucios. Sirvió whisky.
Fructuoso levantó la mirada por primera vez. ¿Whisky? El día que este cuyano tome un escocés, el mismísimo Taitita bajará del cielo para hundir esa tierra y dejar un mar interior. Sacó cuentas. Cuánta tropa le quedaba y dónde. Había que ir a buscar a los ranqueles. Le esquivaban el culo a la pelea frontal, pero les sobraban caballos y vacunos para mover y alimentar al gauchaje. Había que ponerse a leer. Peleábamos como cosacos. Ya desde los tiempos de los abuelos de Fructuoso, uno de Francia, Napoleón, les había dado una paliza bárbara. Paunero lo había derrotado con una fuerza cinco veces más chica, pero ordenada.
Ese Napoleón le había enseñado a San Martín. Este a su vez fue el maestro de Lavalle. Con esa sapiencia, Lavalle fue el héroe de la Banda Oriental, hasta que Dorrego, por internas porteñas, lo mandó a llamar y entregó Montevideo y toda la campiña a los ingleses. Lavalle lo fusiló a Dorrego y estuvo mal. ¿Pero quién era el federal y quién el unitario?
La mente le cabalgaba como hacía un ratito nomás. Lo más importante, pensó, era cuánto tiempo había que aguantar para sacarse de encima a los galeritas. Hasta que llegara otro paisano al Puerto. O un porteño como el Restaurador. Ahora sobrevuelan los caranchos, pero nada dura para siempre.
Cuando Paunero regresó de situar la botella británica, Fructuoso ya se había tirado por la ventana y montaba su alazán. Iba hacia el sur, mientras un hermoso sol poniente lo pintaba de dorado. Paunero y los suyos no habían impuesto la civilización a sangre y fuego para interrumpir un scocht genuino. Se volverían a ver.
Para más datos sobre Fructuoso Ontiveros: http://jovenesrevisionistas.org La imagen fue extraída de este sitio.
* Director Agencia Paco Urondo