Desaparecidos de La Tablada: el as y el mazo
Por Diario del Juicio por los Desaparecidos de La Tablada
“A la noche se cortan los disparos. Me ordenan evacuar a un soldado que había muerto en la guardia de atrás y después me voy a Campo de Mayo a llevar el cuerpo. Eso fue lo que declaré en Morón”. El sargento César Ariel Quiroga lleva apenas 10 minutos declarando. Está parado al lado de los jueces. Allí, frente a un mapa del Regimiento de Infantería Mecanizada 3 de La Tablada, los testigos van marcando dónde estuvieron aquel día. Todo transcurre con normalidad. Es un testigo propuesto por la defensa del genocida Arrillaga y por la fiscalía.
“Es lo que declaré en Morón, pero no es lo que firmé en Morón”, indica Quiroga. La sorpresa invade cada rincón de la pequeña sala. Hernán Silva, el abogado defensor del acusado, es quien pregunta. Es su testigo. Pero Quiroga, visiblemente nervioso, está por soltar la verdad desde sus manos temblorosas. Silva le pide que vuelva a tomar asiento. Parece como si le dijera: “piense bien lo que va a decir Quiroga”. Obviamente no se lo dice.
“Me empiezan a leer lo que había declarado. Creo que era el secretario del juez Larrambebere. Había cosas que yo no había dicho”, dice en referencia a su declaración de 1989. Aquel secretario al que cita Quiroga es Alberto Nisman. Su nombre comenzó a sobrevolar la sala en la segunda jornada, durante la declaración del periodista Pablo Waisberg, coautor de la investigación La Tablada – A vencer o morir, incorporada como prueba en el juicio. Quiroga no lo nombra a Nisman, pero su declaración ahora negada lleva la firma del ex fiscal y la del juez Larrambebere. También lleva la suya, y aclara que eso sucedió después de un diálogo:
—Yo no dije eso —, cuenta que dijo ante el secretario.
—Este es un trámite que hay que hacer por si en algún momento alguien reclama algo. Y hay que hacerlo y firmar, por la institución —, le respondió el oficial auditor, Teniente González Roberts, luego de sacarlo de la sala para justificarle la mentira.
“Aclaro que actué por mi corta edad y trayectoria en la fuerza, por presión y por miedo. Por eso firmé lo que firmé. Hay cosas que no son reales. Y firmé… Hace 30 años que llevo esta mochila conmigo. Hay cosas que escribieron ahí que yo no viví. Me engancharon a mí porque yo tuve movimientos dentro del cuartel”. Sigue Quiroga. Todavía dura la sorpresa a su alrededor. Está vestido con una remera negra, que aprieta sus brazos trabajados. Llevaba 4 años en el ejército cuando sucedieron los hechos; hace apenas 3 que abandonó la fuerza. Está angustiado, y se le van notando, de a poco, el alivio y la descarga. Hasta la postura corporal cambia, dejando de lado toda la tensión. Desaparece la mochila que nunca vimos; mientras se lo escucha, es posible intuir que el peso fuera capaz de doblarle el cuerpo. Ahora se respalda contra la silla.
“Ahí me hicieron decir que yo me encontré con un tal mayor Varando, cosa que niego. No lo conocí, no lo crucé, no transporté ningún subversivo. No conocí a ningún Sargento Esquivel. Si me hubieran tomado mi declaración real, yo no estaría acá hoy, porque no serviría. No hice nada raro, solo traslados y llevar y traer heridos de la puerta. Nunca tuve contacto con subversivos vivos”. La relevancia de su testimonio salta a la vista, pero conviene repasarla. Durante muchos años, la versión oficial del ejército, sostenida por Varando y Arrillaga, fue que José Díaz (el único caso en este juicio) e Iván Ruiz, fueron entregados a Quiroga por Varando. Que Quiroga se los entregó a Esquivel, que luego apareció muerto, hecho que los militares adjudicaron a Ruiz y Díaz, que después habrían escapado. Como dijo el periodista Waisberg, liberado por la muerte de Nisman para citarlo ahora como fuente reservada en el libro: “Nos resultó absolutamente inverosímil la versión de Nisman. Pensar en que dos personas, después de más de 10 horas de combate, una de ellas heridas, con signos de deshidratación por el calor agobiante, capturados por un comando entrenado especialmente para combate urbano, hayan podido escaparse de un cuartel que a la hora de sus capturas, estaba rodeado de manera impenetrable, es en la práctica insostenible”. Tan insostenible como pensar que el juez Gerardo Larrambebere no conozca la maniobra que se armó desde su juzgado para ocultar las desapariciones.
Es notorio que el defensor no sabe cómo seguir. Parece intentar circunscribir los ilícitos a Nisman, o quizá busque certificar su participación para poder decir que el fiscal muerto no puede responder a las acusaciones. Eso lo sabremos durante su alegato.
—¿Le suena el nombre Alberto Nisman? —le pregunta Silva.
—¿El que mataron? —responde Quiroga, que cuando entiende que le preguntan si reconoce a Nisman como el secretario que le tomó la declaración falsa, dice que no podría reconocerlo, que no se acuerda.
—Le pido un esfuerzo de memoria porque para todos es trascendente. Trate de evocar en su memoria el momento en el que estaba frente a esa persona tomándole declaración. Cierre los ojos e intente ver esa imagen. Por lo menos intente —se esfuerza el defensor.
—Cierro los ojos pero no me acuerdo quién era el secretario del juez —concluye el testigo, y desata risas entre el público, sobre todo porque el pedido de que cierre los ojos pareció algo así como un “cierre los ojos a ver si despierta y dice lo que tenía que decir, Quiroga”.
—¿Se siente mal?, ¿quiere descansar? —consulta Silva.
—No me siento mal, siento que descargué algo que traigo conmigo hace 28, 29 años.
Allí interviene el juez Rodríguez Eggers, el que más participa en las testimoniales, sobre todo cuando es necesario precisar algo que pudiera dejar espacio para dudas.
—En una institución verticalista como el ejército, ¿es viable que un sargento joven al que un superior le dice “tenés que firmar esto”, le diga “no, no me parece” —, le consulta el juez.
—En esa época no se estilaba decir no —suelta categórico el ex militar.
El testigo acaba de dar un vuelco inesperado a la causa. Muestra dos hojas amarillentas por el paso del tiempo, con las marcas del doblez. “Me dieron estas copias y me dijeron que las guardara, que eran por si alguna vez alguien preguntaba algo. Yo las traje, pero no las leí, porque lo que estoy diciendo ahora es lo que viví”.
—Más allá de que entiendo su corta edad y este proceso que usted cuenta, ¿lo habló con alguien? —, consulta el fiscal Carlos Cearras.
—No. No sabía con quién hablarlo. Ir a un abogado, tampoco. Estaba en la fuerza y tuve que seguir 30 años. —, responde Quiroga mucho más tranquilo.
El fiscal Cearras también le pregunta si le mostraron fotos. Quiroga responde que sí, que le mostraron dos, y le dijeron que era para que los reconociera si le volvían a preguntar. Las fotos eran las de Ruiz y Díaz. Ahora que dice la verdad, sostiene convencido que nunca los vio.
Mientras el tribunal resuelve qué hacer con las hojas que Quiroga lleva consigo hace 30 años, y con un pedido de la defensa de hacer un reconocimiento de la voz de Nisman, que finalmente fue rechazado, Quiroga se da vuelta y mira al público. Entre la gente, busca la mirada de su pareja, que permanece inmóvil. Lo observa, sentada, tan tensa como él. Aprieta en sus manos algo. Se nota que descarga la tensión en ese objeto, tal vez un libro o una pequeña cartera. Siempre que Quiroga la busca con la mirada, ella está ahí para respaldarlo con la suya.
Regresan los jueces para anunciar que realizarán un peritaje del papel para constatar que tengan la antigüedad que apunta Quiroga.
Como a todos los testigos, el presidente del tribunal, Matías Mancini, le ofrece si quiere decir algo más. “Solo les agradezco que me hayan escuchado y me hayan dejado hablar”.
En diálogo con El diario del juicio, el ahora testigo clave de la causa sostiene: “lo hice por mí. Ni por un lado ni por el otro”. La mujer ya no aprieta el objeto. Toda su fuerza está volcada a la mano de su pareja. Él no quiere decir mucho más. Solo parece querer dejar atrás. Su andar hacia la calle por el estacionamiento es mucho más tranquilo que su llegada cargada con una notoria ansiedad.
—Tenían un as en la manga —les dice el abogado defensor a un grupo de familiares en el cuarto intermedio. Del otro lado solo sonríen como toda respuesta, con la convicción de que ganaron una mano clave. Todavía están sorprendidos por la aparición de un testigo al que no esperaban. Todas las esperanzas estaban puestas en José Almada, otro militar que ingresará más tarde y que sostiene desde hace años haber visto como Iván y José fueron torturados y luego llevados en un Ford Falcon, como para que quedara claro que era Terrorismo de Estado hasta con el símbolo del vehículo. Pero apareció Quiroga.
Pasaron más de dos horas. En realidad, han pasado 30 años de pelea sostenida de familiares y sobrevivientes. Sin esa constancia, ni siquiera habría un mazo sobre la mesa.
*Este diario del juicio por los desaparecidos de La Tablada es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, FM La Caterva y Agencia Paco Urondo, con la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente en desaparecidosdelatablada.blogspot.com