La democracia ante el peligro de los “discursos del odio”, por Hugo Yasky
Por Hugo Yasky
A 45 años del golpe genocida de 1976, el ejercicio de la memoria como herramienta política de los pueblos para su preservación recobra una actualidad estremecedora. En los últimos años, la región y el mundo han visto proliferar los llamados “discursos del odio” que buscan relativizar una base de consensos democráticos que a los movimientos populares y sus expresiones políticas les llevó años construir. Esos discursos, montados sobre una supuesta “incorrección política” de las nuevas o recicladas derechas, se esfuerzan por correr los límites de lo decible para hacerlo posible. Líderes como Trump, Bolsonaro, o sus émulos locales: Macri, Bullrich o Pichetto van instalando expresiones violentas y peligrosas que intentan instalar un sentido común “antiderechos”. Al igual que la sanitaria, esta ola también tiene cualidades pandémicas.
En ese contexto, el ataque discursivo contra los trabajadores y sus organizaciones hunde sus raíces en una subjetividad neoliberal que en nuestro país inauguró sin dudas la dictadura cívico-militar iniciada el 24 de marzo de 1976. No es el único fenómeno estrenado por los dictadores. La mayoría de los grandes problemas estructurales de la Argentina tienen ese punto de origen. Una persistente campaña intenta instalar que la pobreza, la desigualdad, el estancamiento económico, la desindustrialización son producto de la democracia y, dentro de ella, de los gobiernos populistas. Sin embargo, los indicadores de actividad industrial y participación de los asalariados en la economía más altos de su historia, las tasas de desempleo y desigualdad más bajas, la relación entre la deuda pública externa y el Producto Interno Bruto (PIB) menos elevada se dieron en los años previos a la dictadura y desde allí iniciaron un proceso de empeoramiento que sólo se redujo parcialmente a partir de 2003. El ciclo neoliberal, que cubrió el último cuarto del siglo XX, fue la verdadera pesada herencia de nuestra historia reciente.
Cuando hoy, algunos voceros de ese neoliberalismo repiten en las redes sociales y los canales de televisión que “la culpa de todo es de los sindicatos…” o “el problema de la Argentina es el costo laboral y las leyes que protegen a los trabajadores…” no hacen más que actualizar casi sin cambios el discurso del principal ideólogo económico de la dictadura, el inefable “Joe”, José Alfredo Martínez de Hoz. Este revival discursivo que pone a la institucionalidad del movimiento obrero organizado como uno de los blancos de los discursos de odio está alimentado por operadores, medios y ejércitos de troll’s financiados por el gran poder económico que ha desplazado su modus operandi de los golpes militares clásicos de los ’70 a las combinaciones, con distintos grados de coerción y consenso, de golpes antidemocráticos mediático-judiciales-institucionales, a veces acompañados por fuerzas armadas o de seguridad. Lo que está intacto es el odio de clase que los mueve. En sus Bases para una Argentina moderna (1976-1980) Marinez de Hoz escribía: “En el campo laboral en gobierno afrontó desde el comienzo de su gestión la necesidad de modificar una estructura legal, orientada políticamente, que conspiraba contra cualquier intento de recuperar en forma genuina de nivel real de los salarios, la productividad y la actividad económica”. En la práctica eso implicó entre las primeras decisiones adoptadas por el gobierno militar: el congelamiento de los fondos sindicales, la modificación de las leyes 20.615 de Asociaciones Profesionales y 14.250 de Convenciones Colectivas de Trabajo, la eliminación del derecho a huelga y cualquier tipo de acción gremial, la suspensión de las paritarias nacionales y el estatuto del docente, la aplicación de la Ley de Prescindibilidad. Los secuestros y asesinatos de Isauro Arancibia, secretario general de CTERA, Jorge Di Pascuale, del sindicato de Farmacia y Oscar Smith, de Luz y Fuerza, son apenas una muestra de cómo el discurso antisindical se tradujo en las desapariciones de miles y miles de militantes y dirigentes sindicales. Hoy ese mismo imaginario antisindical, y al mismo tiempo antipolítico, busca entrelazarse con un lenguaje y una gestualidad que reinstala la violencia. Las bolsas mortuorias arrojadas frente la Casa de Gobierno en una magra movilización opositora forman parte de esa escalada. Aunque por la cantidad de gente convocada y por sus imágenes extemporáneas la marcha pueda considerarse inflada por el establishment mediático, el silencio de la presidenta del principal partido de oposición a cuyo espacio político pertenecían los autores de la macabra performance debe encender nuestras alertas. Forma parte de una cadena significante que intenta apropiarse de la palabra “libertad” mientras quema barbijos y golpea a periodistas. Del mismo modo, cuando algunos profesionales de la influencia, rebautizados youtubers, tiktokers, o influencers, resultan marginales en sus llamados a la violencia contra dirigentes políticos y gremiales, no deberíamos soslayarlos. Hace apenas cinco años un Diputado brasilero caracterizado por un discurso marginal que había sacado el 6 por ciento de los votos de Rio de Janeiro votaba la destitución de la presidenta Dilma Rousseff homenajeando al militar que la había torturado en su secuestro en los años ’70. Ese “loquito”, gracias a la maquinaria mediático-judicial que encarceló al principal líder popular del Brasil, terminó siendo presidente.
El neoliberalismo y su aversión a la fortaleza de las organizaciones sindicales no necesita para vivir los ropajes democrático-republicanos que supo vestir en la década del noventa, cuando una serie de personajes que desprestigiaron la política hasta el ridículo aplicaban el Consenso de Washington en la región. De hecho, los alumnos de Milton Friedman en Argentina y Chile lo instalaron a sangre y fuego. Hoy circula un renovado discurso neoliberal violento que asume la incorrección y el bastardeo permanente a la política como marcas identitarias.
Las trabajadoras y los trabajadores sabemos que esa violencia simbólica no puede terminar más que en la justificación de la violencia material, institucional, que, a su vez, reproduce las más básica de las violencias: la desigualdad y la miseria asumidas como naturales. Esa es la grieta fundamental que explica el conjunto de las disputas. Como describía con claridad Rodolfo Walsh después de consignar las salvajadas cometidas en el primer aniversario de la dictadura militar “(los) hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.”
El desafío que tenemos una vez más es dotar a la democracia de las herramientas y poderes necesario para construir una política económica puesta al servicio de las mayorías populares y no de esos pequeños grupos ultrapoderosos que, a la vez, que intentan evadir impuestos, fugar divisas y proteger sus interese en desmedro del conjunto, financian las propaladoras del odio. La ampliación de la participación popular, la institucionalización del empoderamiento de los que menos tienen, la garantía del acceso igualitario a la justicia son algunos de los pilares que nos van a permitir construir los niveles de distribución del ingreso a los que aspira el campo nacional y popular.