Grabois versus Milei: revisión, discusión y tarea pendiente
Por Santiago Liaudat
Muchas veces oímos la queja acerca del bajo nivel de la discusión en los medios de comunicación argentinos. Ciertamente, lo banal y circunstancial suele imponerse sobre los temas profundos y estratégicos. Esto redunda en una agenda determinada por ciertas prioridades y urgencias que obstaculiza el abordaje de fondo de los problemas estructurales. Además, la superficialidad de las intervenciones, inevitable en un timing dominado por la lógica del espectáculo, promueve una imagen de cierta homogeneidad y chatura intelectual generalizada. La incorporación de las redes sociales en la última década como ámbito fundamental de intervención no ha hecho sino acentuar una comunicación de tipo efectista, breve, emocional, fragmentada y audiovisual. Todo lo cual colabora con el desencanto de la política basado en cierta percepción social de que “todo es lo mismo” o “todos son iguales”.
Sin embargo, a veces nos encontramos con gratas sorpresas. El último fin de semana Perfil publicó una extensa entrevista a los dos emergentes más notables de la política argentina: Juan Grabois y Javier Milei. Durante cinco horas –por cierto, una duración desmesurada para los tiempos mediáticos– se enfrentaron abiertamente dos concepciones del ser humano y la sociedad, la política y la economía. Hay que reconocer el mérito de Jorge Fontevecchia, quien habitualmente conduce a sus entrevistados hacia la discusión filosófica. En este caso, lo logra con creces. El resultado son unas 60 páginas de procesador de texto (sin las fotografías) que constituyen un excelente contrapunto formativo para la militancia y la intelectualidad crítica. Se trata de un valioso material de análisis respecto a las ideas de dos exponentes, ubicados en las antípodas ideológicas, que se han constituido en referentes de amplios sectores sociales.
A continuación, no vamos a emprender un análisis exhaustivo del contenido de la entrevista, sino a aportar a ordenar algunas de las ideas centrales y argumentos de una polémica que nos convoca y de la cual nos sentimos parte. Se retoman para ello tres ejes. Primero, se recoge la discusión en torno a la pobreza y la desigualdad y se sugiere incorporar a la discusión otra dimensión basada en los efectos de la desigualdad sobre el conjunto social. Segundo, se presentan blanco sobre negro las concepciones de Milei y Grabois sobre distintos aspectos de la teoría económica, política y antropológica. Por último, se aportan algunos elementos a la discusión con este nuevo fundamentalismo del libre mercado (expresado actualmente por los libertarios de derecha) y se señala una tarea pendiente a nivel intelectual.
Acerca de la pobreza y desigualdad
Estos dos términos son nombrados 41 y 21 veces respectivamente (tanto por entrevistados como entrevistador), por lo que fue uno de los tópicos más abordados en la discusión. Sin dudas, en el contexto argentino y latinoamericano, caracterizado por una combinación fatal de alta pobreza y desigualdad, es el tema central. Milei toma una posición optimista según la cual el capitalismo de mercado y el progreso tecnológico han permitido y permitirán reducir e incluso extinguir la pobreza. Adopta una mirada de la pobreza en términos absolutos, comparando el acceso a bienes y servicios de un ciudadano medio hoy respecto a unos siglos atrás. Desde este punto de vista, afirma Milei, “claramente el sistema ha sido absolutamente exitoso”.
Frente a lo cual Grabois responde con el argumento de la pobreza relativa. Según el cual, la pobreza no puede medirse únicamente entre dos momentos históricos distintos, sino que debe contemplarse la relación con el grado de riqueza existente en el momento dado. Este grado de riqueza establece las necesidades básicas de una época y una sociedad. En otras palabras, el umbral de la pobreza es histórico, relativo, no absoluto. Por lo que, desde este otro punto de vista, el capitalismo ha sido un enorme generador de pobreza. En palabras de Grabois: “el capitalismo cumplió con la promesa de la productividad, pero no con la promesa de la distribución. La desigualdad creció casi tanto como se redujo la pobreza en términos absolutos, es decir, la pobreza en términos relativos no se resolvió”.
Ambas verdades parciales son ciertas: la pobreza absoluta se redujo, la pobreza relativa aumentó. Indudablemente, la posición ética respecto al capitalismo que cada quien asuma le conducirá a priorizar una dimensión o la otra y hace difícil zanjar la discusión en términos argumentativos (priman las posturas axiológicas definidas a priori). La discusión respecto a la desigualdad es más compleja y entrar a pesar más las razones. Para Milei, si la desigualdad es resultado de principios elementales considerados justos (esencialmente, los principios liberales de respeto a la propiedad), no hay ningún problema ético en la desigualdad, no importa cuán grande sea. Además, no es un problema económico; por el contrario, es la desigualdad positiva ya que “es un motor del crecimiento, cuanto más crecimiento generes, más desigualdad vas a tener”.
Mientras que Grabois sostiene que la desigualdad es “éticamente escandalosa”… pero, afirma que no es su preocupación central mientras se garantice un piso de derechos básicos a los más pobres. Probablemente esta posición de llevar la desigualdad a un segundo plano se explica en la búsqueda pragmática por ganar adhesiones para lograr el salario básico universal, que permita a los excluidos “tener una mínima estabilidad para poder planificar un poquito tu vida, para poder liberar un pedazo de la capacidad cognitiva y creativa del ser humano, que cuando está puesta en función de la subsistencia se concentra en ese objetivo y no puede mirar más allá”. Detrás de esta propuesta hay una dimensión ética, pero también política: Grabois descree del viejo lema izquierdista “cuanto peor, mejor” (noción amparada en la idea de que “agudizar las contradicciones” puede provocar las condiciones para la revolución). Por el contrario, su postura puede resumirse en “cuanto peor, peor”: desde la descomposición social que provoca la exclusión no puede soñarse con un mundo distinto. Y, en lo pragmático, sabe que necesita el apoyo de un amplio espectro político –de izquierda a derecha– para lograr el objetivo del salario básico universal. En ese marco, concede que “si se pudiera resolver el problema de la pobreza sin discutir el de la riqueza, a mí me importaría poco la situación del 1% más rico”.
En este interesante contrapunto, Fontevecchia hace valer su propia opinión (ya lo ha hecho en anteriores entrevistas con Grabois). Se trata de una postura según la cual la desigualdad es éticamente admisible en tanto beneficie al más pobre. Es decir, si el incentivo que genera la obtención de mayor riqueza genera una dinámica social que mejora la situación del que está más abajo. Desde este punto de vista liberal progresista, no importa el grado de desigualdad, sino observar si la posición del más pobre mejora o no respecto a una sociedad en que haya reglas que limiten esa desigualdad (o sea, una sociedad más igualitaria).
Todo un curso de filosofía política y de justicia distributiva podría enseñarse a partir de esas tres posiciones. Entre otras, podrían abordarse las teorías de Robert Nozick, Amartya Sen, Philippe Van Parijs y John Rawls (incluso Grabois menciona al pasar el ideal comunista de raíz agustiniana y marxista: “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”). Aunque es fascinante encontrar la filosofía en el barro de la historia, no es lo que aquí nos interesa. Sino incorporar a esta importante polémica una nueva línea argumentativa. Estudios estadísticos comparados señalan que la desigualdad provoca problemas para el conjunto de la sociedad, no solo para los más pobres. Así pues, entre países de renta media y alta, los indicadores de bienestar están más asociados a la igualdad que a la riqueza total. Es decir, que una sociedad más rica, si está ligada a mayor desigualdad, provoca efectos negativos sobre el conjunto social (el caso paradigmático lo constituye Estados Unidos). Y en sociedades relativamente más pobres que éstas, pero con mayor igualdad, tienen mejores indicadores sociales. Es un dato sumamente revelador –basado en evidencia– que enriquece la discusión.
Un ejemplo accesible al público de este tipo de análisis puede verse en la magnífica obra de Richard Wilkinson y Kate Pickett: “Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva” (2009). Estos autores, provenientes de la epidemiología, encontraron accidentalmente que indicadores como salud física y mental, consumo de drogas, obesidad, embarazo adolescente y tasa de criminalidad están directamente asociados al nivel de desigualdad de una sociedad (los principales resultados están disponibles en internet). Entre otros, la Organización Mundial de la Salud avaló datos similares en el marco del análisis en torno a los determinantes sociales de la salud (Los hechos probados, 2003). Por supuesto, no se puede identificar salud con felicidad, pero indudablemente los indicadores utilizados son buenos parámetros de bienestar social (al menos, podemos ponernos de acuerdo –por la negativa– que drogadicción, delincuencia o problemas de salud son universalmente identificados como signos de malestar).
La evidencia empírica, entonces, señala que un alto grado de desigualdad es pernicioso para el conjunto, y su limitación debería ser parte inherente de una agenda orientada a la mejora social. Además, los datos estadísticos parecen dar la razón a Grabois al afirmar que es preciso superar un umbral de pobreza, sin el cual todos los indicadores de bienestar se desploman. Pero superado ese umbral, el problema crucial pasa a ser la desigualdad, no la generación de más riqueza. Por lo tanto, es preciso incorporar esta mirada a dos tiempos y la dimensión del bienestar en la discusión en torno a la desigualdad y la justicia distributiva.
Blanco sobre negro
El otro tema que es fuertemente discutido en la entrevista es la contracara del anterior: la generación de riqueza. Este término aparece mencionado 23 veces. Lo llamativo está en la articulación teórica que se le da con el problema del valor y el precio (mencionados 17 y 80 veces respectivamente) y con la cuestión del Estado (144 apariciones). A continuación sintetizamos algunos los aspectos centrales de la concepción expresada por cada uno, para luego –en la última sección– presentar algunos argumentos para la crítica de la concepción libertaria de derecha y algunas limitaciones que detectamos en la postura crítica.
Comencemos por Milei. Él es representante de una visión marginal dentro de la corriente principal de economía neoclásica (mainstream). Su adscripción a ultranza a los postulados del anarcocapitalismo lo conduce a proponer directamente la disolución del Estado en favor del mercado. Aunque, como él mismo señala, esta posición es inviable en la práctica, en donde debe comportarse como un minarquista (es decir, propone un Estado mínimo, reducido a garantizar el orden, la seguridad y la defensa): En sus palabras: “soy filosóficamente anarcocapitalista, pero en la vida real soy mianarquista. Supongamos que a partir de ahora quiero ser anarcocapitalista, tiro abajo todas las barreras. ¿Y cómo sé si mañana no viene un conjunto de locos, que sí tienen Estado y que están organizados en ese aparato represivo, violento y vienen y nos esclavizan?”.
Desde esta posición radical, rechaza toda intervención del Estado en la economía, propone la eliminación de impuestos y barreras arancelarias y la flexibilización absoluta del mercado laboral. El sistema de mercado –guiado por precios liberados de toda interferencia estatal– y el respeto a la propiedad producirán espontáneamente resultados beneficiosos en el mediano plazo. Reconoce que de modo transitorio puede haber efectos negativos, pero con el tiempo los beneficios superarán a los costos. Esta “intertemporalidad”–término técnico utilizado recurrentemente por Milei– implica en los hechos un pedido de paciencia a los perjudicados: esperen y verán los resultados. Por supuesto, no hay “nada nuevo bajo el sol”. Es el mismo discurso que, con matices, fue dominante en los noventa en nuestro país (de hecho, Milei ha dicho en reiteradas oportunidades que Menem fue el mejor presidente argentino y refiere elogiosamente al “gran Bernardo Neustadt”, uno de los voceros privilegiados de ese discurso en los medios de comunicación por aquellos años).
La novedad está, por un lado, en la crudeza inusitada con que se formulan estas ideas que supieron caer en el descrédito luego de la crisis del 2001. Y, por el otro, en el creciente arraigo y aceptación social –particularmente, entre los jóvenes– de este discurso. La desilusión provocada por una década de estancamiento económico (2012-2021), incluyendo en el medio la alternancia de gobierno entre los partidos principales, ha creado una crisis de representación política y una bronca que encontró cauce por derecha en la figura de un outsider. Entre los méritos que Milei tuvo para capitalizar ese lugar está el haber ofrecido una explicación sencilla y binaria de las causas del malestar y una imagen de futuro deseable. Sintéticamente, el Estado, la casta política y otros “parásitos” que viven de los fondos públicos (“empresaurios”, “planeros”, sindicalistas) te roban a través de los impuestos; si nos los sacamos de encima, el futuro es deslumbrante. Todo ello revestido con terminología de la Escuela Austríaca (Carl Menger, Ludwig Von Mises, Friedrich Hayek, etc.). Este revestimiento técnico es clave en su construcción paradójica como “dirigente político anti-político”. De ahí, por ejemplo, que los encuentros con sus seguidores sean “clases de economía” y no actos políticos.
Por último, es notable la fe en el mercado, una creencia ciega que incluso lo lleva a diferenciarse de la economía mainstream que reconoce la existencia de “fallos de mercado” (frente a los que se admite una intervención estatal). Milei afirma taxativamente que estos fallos no existen: el mercado, mediante el sistema de precios, es siempre y en todo lugar el modo más eficiente de asignar recursos en una sociedad. Cualquier intervención del Estado en la economía es tildada de “socialista” y descalificada como tal (de ahí sus críticas al “ala blanda” de Juntos por el Cambio). Desde una visión estrictamente monetarista y apoyada en la teoría subjetiva del valor (es decir, la noción de que el valor no es producto del trabajo incorporado en la mercancía, sino de las preferencias de los consumidores), es preciso dejar que el mercado de autorregule y encuentre su punto de equilibrio. Por supuesto, la planificación del desarrollo no tiene ningún lugar en este esquema. Incluso la dolarización –idea recientemente retomada por Milei– no es tanto una política que debería imponerse, sino que sería el resultado de la libre elección de moneda por el mercado para sus transacciones. Por eso mismo se propone la eliminación del Banco Central como autoridad regulatoria de la actividad financiera. Los ejemplos que menciona como casos exitosos, que lograron salir del subdesarrollo mediante reformas promercado, son los India e Irlanda (más adelante retomamos este último).
Frente a esta batahola de argumentos, muy coherentes entre sí como parte de un sistema de pensamiento, Grabois esgrime respuestas con diverso grado de articulación alrededor de un Estado planificador, con participación social, que permite orientar la actividad económica en un sentido beneficioso para el conjunto social y que limite el daño sobre la naturaleza. En otras entrevistas y en su libro “La clase peligrosa” (2018), ha hecho alusión a un humanismo revolucionario o radical como fundamento filosófico a estas ideas. Las referencias intelectuales más claras han sido las encíclicas del papa Francisco (Laudato si, 2012; Fratelli tutti, 2020), la recuperación de aspectos del primer peronismo (como los Planes Quinquenales, la centralidad del trabajo y la idea de la comunidad organizada) y el marco de análisis marxista clásico sobre el capitalismo (teorías del valor-trabajo, del imperialismo, del desarrollo desigual y combinado, etc.). A su vez, como puede verse en declaraciones y en su actividad internacionalista, apoya la idea de la unidad latinoamericana y entre los pueblos oprimidos del mundo. En este marco, figuras como Hugo Chávez y su actualización de un ideal socialista para el siglo XXI gravitan también en su pensamiento. Asimismo ha incorporado la actualidad de la problemática indígena en América Latina.
Sobre esas bases, luego hace una utilización ecléctica de autores e ideas según el interés pragmático o táctico que persiga. Si se trata de defender la legitimidad de medidas (como el salario básico universal o el impuesto a las grandes fortunas), lo habitual es que recurra a autores, medios de comunicación o ejemplos de Estados Unidos y Europa como forma de fortalecer su posición argumentativa. En el mismo sentido, aparece una recurrencia a elementos del liberalismo clásico argentino. Sobre todo, Alberdi y Sarmiento, quienes en el siglo XIX tuvieron roles fundacionales sobre distintos aspectos de nuestro país. Particularmente, Grabois ha recuperado la dimensión demográfica del primero (gobernar es poblar) y la educación pública del segundo (que recupera en esta entrevista). En ambos casos, le sirve como puente con los sectores liberales de la Argentina y para destacar el rol del Estado y su capacidad de planificar el desarrollo.
Finalmente, hay que destacar una dimensión clave en el pensamiento de Grabois que constituye quizá su mayor aporte conceptual a la política nacional: la separación entre los conceptos de trabajo y empleo. Por supuesto, no fue el primero que observó la existencia de trabajo más allá de las relaciones formales de empleo. Pero, de la mano con la lucha de las organizaciones de la economía popular de las que es protagonista, ha sido quien ha logrado instalar la problemática en la arena pública. Además, no se trata solo de reconocer la existencia de una economía informal. Esto es algo innegable para todas las miradas económicas, desde neodesarrollistas a libertarios. El punto es que todas ellas consideran que con crecimiento económico esa informalidad tenderá a desaparecer. Por lo que en sus planes de desarrollo o políticas económicas no incorporan propuestas específicas hacia la economía popular.
Frente a ello, Grabois sostiene, apoyado en lecturas en torno a las tendencias tecnológicas del capitalismo contemporáneo, que la exclusión es un fenómeno estructural de esta etapa del capitalismo. Y que debe partirse de ese reconocimiento, para pensar políticas concretas que tiendan a mejorar las condiciones de vida y trabajo de quienes realizan tareas en la economía popular. La justificación del uso de fondos públicos para subsidiar a este sector está en el rol social y de generación de valor que tiene su actividad. Por eso una de sus tareas permanentes ha sido visibilizar el Trabajo –en sentido estricto– que realizan quienes habitan la economía popular. Además, lo justifica como “la última barrera” frente a otras escapatorias de la exclusión, como son el narcotráfico y la delincuencia, que pueden afectar a los demás sectores de la sociedad (es decir, apela al autointerés de las clases sociales “incluidas”).
Es fascinante el contrapunto ente ambas visiones. Por supuesto, es una síntesis incompleta, pero sirve para lo que aquí nos interesa. Nuevamente, todo un curso de filosofía, economía y teoría política podría realizarse en base a sus declaraciones. En lo más profundo, reflejan concepciones antropológicas y epistemológicas distintas. Para Milei, el ser humano está esencialmente guiado por un egoísmo racional (homo oeconomicus) y la sociedad no es más que una suma de individuos, y desde sus acciones debe interpretarse la dinámica social (lo que se conoce como “individualismo metodológico”). La naturaleza no representa un límite a la expansión ilimitada del capital. Los problemas ambientales que puedan surgir serán resueltos como gracias al progreso tecnológico, siempre y cuando domine el capitalismo de libre empresa. Ofrece una mirada optimista del pasado y del futuro de la humanidad. Aunque no sea el caso para la Argentina, dominada por una tradición estatista –sobre todo, populista– que la ha conducido al desastre.
Para Grabois, el egoísmo que nos domina es un producto histórico de este sistema social. La solidaridad es el valor más alto, aquel que –podemos decir– “humaniza al humano” (homo reciprocans). Por lo tanto, su lectura social parte del todo y va hacia la parte: el individuo es esencialmente un producto social (lo que se conoce como “holismo metodológico”). Además, contrapone a la visión satisfecha de Milei, una mirada profundamente pesimista: “No pienso que ese proceso va hacia una dirección de progreso humano, yo creo que este proceso va hacia la dirección totalmente contraria, nos lleva a la barbarie, al abismo, a la violencia, a las masacres, a la destrucción del medio ambiente”. Esta imagen catastrofista del futuro capitalista, hoy actualizada como “crisis civilizatoria” asociada a la degradación ecológica (tema recurrente en Grabois), tiene claros antecedentes en la tradición de izquierda en autores como Walter Benjamin o Rosa Luxemburgo. No tanto en Karl Marx, quien, representante del espíritu ilustrado, creía que el futuro sería luminoso, que la revolución terminaría por imponerse por la fuerza misma de la razón. En cambio, las metas de Grabois están más acordes al tiempo de reflujo revolucionario que vivimos: lograr ciertas conquistas materiales que mejoren la situación de los más pobres, limitar los aspectos más graves del deterioro ambiental, reforzar el valor de la solidaridad como resistencia al individualismo. Mientras tanto, ir construyendo condiciones organizativas y políticas para impulsar transformaciones más profundas.
Argumentos para la discusión y una tarea pendiente
En base a la reconstrucción anterior, ofrecemos a continuación reflexiones en dos planos. La primera incluye elementos que apuntan fortalecer la argumentación contra el pensamiento anarco-capitalista. La segunda refiere a la necesidad de desarrollar un enfoque sistémico crítico. Empecemos, entonces, por sumar cinco criticas al enfoque teórico de Milei:
La primera consiste en recuperar un viejo cuestionamiento a la Escuela Austríaca: su planteo es abstracto, apriorístico y deductivo, y no sobrevive a la contrastación empírica. Es decir, establece dogmáticamente unos axiomas generales, definidos como justos, y luego pretende hacer encajar la realidad en éstos. La crítica a la cientificidad, que puede parecer algo distante del debate público, en este caso es clave debido a que es uno de los recursos retóricos más utilizados por Milei para atacar a sus contrincantes (ver, por ej., este ataque a una periodista en Tucumán). Esta crítica fue realizada contemporáneamente a los primeros exponentes de la Escuela Austríaca a fines del siglo XIX (ver al respecto la llamada “disputa sobre el método” o “Methodenstreit”) y luego retomada por pensadores de distintas corrientes –incluyendo economistas neoclásicos– respecto al pensamiento de Ludwig Von Mises (reconocido varias veces por Milei como una de sus principales fuentes). Grabois en la entrevista le señaló a su contrincante lo lejano e inaplicable de su planteo (“es un mundo de conceptos abstractos que no tiene que ver con la realidad”). Este es un punto sobre el que puede machacarse mucho más y en la cual puede haber aliados tácticos incluso en autores mainstream de la economía.
La segunda crítica abreva en la anterior. Refiere a la referencia a “modelos exitosos”, casos de los cuales debemos aprender y copiar. Es un ejercicio recurrente en quienes quieren aplicar determinadas recetas, el recortar parcialmente las políticas de otros contextos en función de la propia mirada. Veamos por ejemplo el caso de Irlanda (mencionado 8 veces en la entrevista). Efectivamente, este país pasó de ser una nación pobre a un país rico en unas décadas. Según Milei, esto es debido a los bajos impuestos que pesan sobre la inversión extranjera y la protección sobre la propiedad. Es verdad que Irlanda tiene esas características, que lo llevan a ser considerado un “paraíso fiscal corporativo” (lo cual no es un problema para Milei, ya que para él en cierto sentido todos los países deberían ser paraísos fiscales debido a que los impuestos deben eliminarse). Lo que Milei, en su unilateralidad de pensamiento, no considera es que por lógica puede haber un puñado de países que cumplan esa función de paraísos fiscales y enriquecerse como tales... no cientos. Si todos fueran paraísos fiscales, no habría necesidad de estos para los grandes capitales. Por otro lado, Irlanda es un país de solo cinco millones de habitantes (lo mismo que Noruega, otro país que suele colocarse como modelo). Esta baja población es un elemento clave. Si la riqueza generada en Irlanda fuera distribuida entre decenas de millones de habitantes, el nivel de desarrollo sería otro. Además, su posición geopolítica lo ayudó poderosamente en dos sentidos. Por un lado, Irlanda usufructuó durante décadas de un millonario apoyo a su desarrollo de parte de otros estados de la Unión Europea (sí, Milei, los malditos Estados nacionales), que le permitió modernizar su base educativa, científica e infraestructura. Por otro lado, Irlanda sirvió de puerta de entrada al mercado común europeo para las multinacionales norteamericanas. El dominio del inglés favoreció también esta posición. ¿Alguna de estas características, más allá de una eventual reducción impositiva, sería replicable en la Argentina? Cuando se pasa del análisis dogmático-apriorístico al empírico-concreto vemos las falencias de este pensamiento libertario de derecha.
La tercera crítica se vincula, a su vez, con la anterior. Una de las formas en que las firmas multinacionales evaden las cargas impositivas vía Irlanda son los llamados “instrumentos BEPS basados en propiedad intelectual” (IP-based BEPS tools). BEPS significa, por su sigla en inglés, erosión de la base imponible y traslado de beneficios. En otras palabras, evasión impositiva. Parte sustantiva de la riqueza irlandesa depende del régimen global de la propiedad intelectual, que facilita a las corporaciones globales licuar su pago de impuestos, erosionando las bases impositivas de otros países. Sin embargo, Milei, como buen representante de la escuela austríaca, no considera legítimos los derechos de propiedad intelectual (él mismo lo afirmó apoyándose en Murray Rothbard; al respecto puede verse también la crítica de su maestro Ludwig Von Mises a la propiedad intelectual). No solo se cae aquí el ejemplo irlandés, sino que además es un buen recurso para poner en aprietos a Milei con la geopolítica norteamericana (el embajador Marc Stanley dejó en claro recientemente que viene a Argentina a fortalecer la propiedad intelectual).
En cuarto lugar, Milei es enfático en la crítica a la idea de planificación con que Grabois hace frente a la autorregulación del libre mercado. Pero sus críticas están dirigidas contra la planificación centralizada a la vieja usanza. Ese tipo de planificación –tradicional o normativa– ha caído en desuso prácticamente en el mundo entero (quizá la excepción sea China, aunque sus particularidades requieren una atención especial). Existe un tipo de planificación estratégica que hasta Milei debe reconocer como necesaria: aquella que realizan las empresas a la hora de realizar inversiones y especulaciones de mediano y largo plazo. La “planificación empresarial” es parte esencial de las actividades de grandes corporaciones, algunas de las cuales se han vuelto incluso referencia en la construcción de escenarios futuros (por caso, la petrolera Shell). Este es un buen recurso en la discusión con los libertarios de derecha por legitimar la planificación. Aunque, preciso es reconocerlo, su discusión es centralmente con la intervención del Estado en la economía. Frente a lo cual es preciso actualizar los manuales de la planificación, desde un enfoque tradicional o normativo hacia uno estratégico, situacional y participativo (al respecto pueden verse distintas entrevistas, incluyendo una a Grabois, aquí).
En quinto lugar, en una parte de la entrevista en que discuten por carga impositiva en Argentina respecto a otros países, Grabois utiliza el caso noruego como ejemplo de un país con alta imposición tributaria y alto nivel de desarrollo. Frente a lo cual, Milei retruca diciendo: “no mires lo que hacen los países desarrollados cuando son desarrollados, mirá lo que hicieron para convertirse en desarrollados”. Más allá del debate en torno al volumen de los impuestos, esta crítica de Milei es válida (a pesar de su incongruencia con su modelo deductivo-apriorístico) y debe ser recuperada a nuestro favor. De hecho, es uno de los elementos clave que debemos incorporar en la discusión en torno a estrategia de desarrollo. ¿Qué política arancelaria siguieron los Estados Unidos para proteger su industria en el último tercio del siglo XIX? ¿Fue la cuestión aduanera uno de los disparadores de la Guerra Civil norteamericana? ¿Qué política de propiedad intelectual siguieron países como Suiza, los Países Bajos, Alemania o Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX? ¿Cuál fue el papel del Ministerio de Comercio Internacional e Industria –MITI– de Japón en la segunda posguerra? ¿Qué rol jugó la piratería de conocimientos en el despegue chino de fines del siglo XX? ¿Cuál fue la política de tierras en Estados Unidos posterior a la Guerra de Secesión? ¿Y cuál es en Israel? En fin, son infinitas las cuestiones que podrían trabajarse desde esta perspectiva que abre Milei: estudiar las herramientas que utilizaron los países desarrollados antes que superaran el umbral que los convirtió en tales. Por supuesto, en cada caso hay que hacer los ajustes necesarios al momento histórico, al contexto cultural, a la formación socioeconómica y a la posición geopolítica. Sin embargo, y pese a ello, es un ejercicio imprescindible y poso frecuente.
Para finalizar, el segundo punto que nos propusimos para esta sección: la necesidad de desarrollar un enfoque sistémico crítico. Hay una debilidad en el planteo que enuncia Grabois: no forma un sistema. Claro está, no es una responsabilidad suya; más bien, es uno de los pocos exponentes en el debate público capaz de articular coherentemente ideas de fuentes tan distintas y que, además, cuenta con capacidad organizativa y de enunciación simple de cuestiones complejas. La debilidad, por el contrario, apunta a la intelectualidad crítica (algo que por cierto Grabois mismo señala en su libro de 2018, pp. 177-188). La caída del comunismo soviético y los límites del populismo latinoamericano (1930-1970) nos dejaron teóricamente desarmados. El marxismo, por un lado, y nacionalismo popular (la idea de un capitalismo periférico autónomo basado en una alianza de clases), por el otro, entraron en crisis. Sin estas dos concepciones, lo que queda es articular discursos críticos usando lo que venga a la mano (ecologismo, feminismo, anticapitalismo, indigenismo, marxismo, nacionalismo, cristianismo, sindicalismo, etc.). Y lo que es peor, el culturalismo posmoderno dotó a esta polifonía de un aura benévola, afirmando que la revolución ahora pasaba porque cada uno se emancipara de su opresión. Esa diversidad sin conexión fue ensalzada como algo positivo. La visión de totalidad, de sistema, la discusión estratégica fue reemplazada por la deconstrucción, el microrrelato y la liberación personal o grupal.
Frente a un sistema de pensamiento es preciso oponer otro sistema de pensamiento. En esta discusión estuvo enfrente un libertario de derecha. Pero esencialmente se trata una vez más de la discusión con el discurso del libre mercado, del egoísmo racional, del sálvese quien pueda. La novedad de Milei es la sistematicidad y radicalidad con que lo reinserta en el debate público y la recuperación de una utopía de derecha. Enfrente, hay una debilidad palpable. Tenemos buenos especialistas académicos y analistas de coyuntura y geopolítica. Pero no alcanza: necesitamos intelectuales orgánicos capaces de ofrecer miradas integradoras de los distintos elementos de la experiencia social y política, y que cumplan la labor de profetas –que señaló en su momento Scalabrini Ortiz– capaces de anunciar una nueva era histórica, una utopía revolucionaria.
Es decir, una intelectualidad que –en estrecha vinculación con el movimiento popular– asuma una agenda que incluya necesariamente la construcción de una imagen de futuro deseable (como ideal normativo o finalidad última) y una propuesta en términos de gestión, planificación y política pública, una teoría de la acción política y la organización y una estrategia de desarrollo (o sea, los medios institucionales, políticos y económicos para alcanzar aquel fin). El catastrofismo no alcanza para enamorar y movilizar multitudes detrás de un sueño. Precisamos un ideal movilizador, un camino para alcanzarlo y que sea simple de entender. Las dimensiones formales, éticas y estéticas del proyecto no deben tampoco ser descuidadas: atañen directamente a la legitimidad de quien enuncia un proyecto alternativo. El contraste con los parámetros morales y estéticos del sistema dominante debe ser claro (Grabois es muy consciente de esto y ha hecho de esto una bandera).
Por supuesto, no se trata de empezar de cero. Hay innumerables antecedentes en cada uno de estos temas. Filosofía de la Liberación, Teoría de la Dependencia, Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y dedarrollo, marxismo crítico, nacionalismo popular, teología de la liberación, educación popular, la ciencia social y económica heterodoxa, son algunas de las muchas vertientes que tienen valiosos aportes para hacer. Lo que falta es la articulación sistémica alrededor de concepto unificador que a su vez pueda servir de mito revolucionario para nuestra época. Milei es claro y contundente: su propuesta es un capitalismo de libre empresa. ¿Cuál es nuestra propuesta para este tiempo? ¿El comunismo de economía planificada, el socialismo bolivariano o del siglo XXI, el desarrollo humano integral, el capitalismo con rostro humano, el socialismo con características chinas, el buen vivir boliviano, el socialismo de mercado, algún tipo de economía mixta, la patria liberada?
En base a las enseñanzas y memorias del pasado y en función de una lectura actualizada de las tendencias del presente, es hora de crear una utopía para los tiempos por venir.