Los próximos veinte, por Diego Kenis
Sería magnífico celebrar el aniversario redondo sin dudas ni temores.
Pero los veinte años que está cumpliendo el kirchnerismo asoman cruciales para su destino, la resolución sobre si será un capítulo de época o una marca indeleble con capacidad para reconfigurarse y transitar, vital, los diversos escenarios que puedan sucederse en el país y el mundo.
Es posible suponer que, en una historia como la nuestra, un gobierno con cierta capacidad redistributiva quedará per se en la memoria popular, aunque sea latente, incluso si se diera la primera de las opciones. Vale decir que siempre estará viva la posibilidad de que reviva, si se permite el trabalenguas. Podría suponerse que todo depende también de cómo termine la historia, aunque el peronismo y el radicalismo sobrevivieron a sus rotundos fracasos u horrores y ofrecen un antecedente a atender.
Por lo pronto, la limitadísima capacidad del gobierno de Alberto Fernández para generar entusiasmo puede ser un indicio de hacia dónde no ir. El Presidente no conmovió, siquiera discursivamente, un solo resorte del status quo. Apenas esbozó hacerlo al inicio, presentándose como porteño rara avis, reivindicación federal. Una palabra que, de tan poco usarla luego, se la terminaron apropiando quienes llevaban guillotinas a Plaza de Mayo. En 1955, quienes tiraban allí bombas se habían apropiado ya de la marca Revolución Libertadora.
En una época de enconos omnipresentes y apurados, fogoneados por el retuit y los trolls, también fue interesante la intención inicial de AF de presentarse como el Presidente de la concordia. Pero no supo distinguir entre construir hegemonía por esa vía y gambetear o patear hacia adelante los conflictos, prácticas por las que finalmente terminan descalificándolo propios y extraños.
El kirchnerismo ha estado en el gobierno dieciséis de los últimos veinte años. Por mucho que condicione la deuda contraída en 2018, sería ingenuo y poco productivo reducir a eso las razones por las cuales hoy se extiende el temor hacia outsiders. ¿Cómo se ha administrado la hegemonía de, no digamos el kirchnerismo, pero sí algunas de sus principales banderas? ¿Hubo derroche de triunfalismo, adicción a las internas? ¿Confusión de táctica y estrategia?
El momento para un análisis de los magullones es bueno, por crítico. Si no es ahora, ¿cuándo?
La articulación ausente
La impresión, cimentada ahora en las últimas conductas del Presidente, es que de un tiempo a esta parte el amplio campo que podría identificarse como “kirchnerista” colocó como principal objeto de esfuerzos a la disputa del botín, de la marca registrada.
Parece evidente que ese movimiento no sólo es en sí mismo conservador –conservador viene de conservar, diría el que descubrió que gauchada viene de gaucho- sino lisa y llanamente estéril. Al menos, respecto de los intereses, demandas y necesidades populares que, se supone, deben estar en la cima de las inquietudes de quien milita la política.
Desde por lo menos 2015, no se le viene ofreciendo otra cosa a la sociedad que evitar el horror después del horror: la vuelta a 2001, el segundo tiempo del reposero, el neomenemismo, la ultraderecha. ¿Y si los discursos que buscan espantar con esas menciones, en verdad las promocionan? Es el riesgo de hablar para convencidos o pescar en la pecera, se pierde la distancia necesaria para dilucidar los pliegues del propio relato. ¿No será necesario algo más que vaticinar cataclismos para persuadir de que el kirchnerismo debe seguir en el poder, después de veinte años?
Para estar casi dos décadas en el gobierno del país y no volverse parte de lo establecido a derribar es necesario renovarse, ofrecer nuevas expectativas. O, al menos, plantear seriamente los problemas. De los dirigentes más representativos de la clase política, en el amplio abanico actual, a juicio de esta columna la única que practica ese ejercicio crítico es Cristina Fernández. Que se manifestó dispuesta a sentarse con quien sea –y de hecho ya lo hizo, con Carlos Melconián, por ejemplo- para hablar de los problemas estructurales de la economía.
Ocurre que también parece lógico que ese tipo de debates, tan cercanos a la olla, luzcan como abstracciones lejanas a ella. No ayuda que el Presidente haya atendido casi exclusivamente a demandas liberales, muy legítimas y de necesaria solución, pero que al no estar articuladas con las populares salen como tiros en el pie o en el mejor de los casos resultan inocuas.
Los últimos ensayos de la banda, con una ministra y una vocera pretendiendo justificar lemas mezquinos con un feminismo que una de ellas nunca enarboló antes, fueron bochornosos.
Enamorar o morir
A juicio de esta columna, el mejor kirchnerismo ha sido el de sus momentos críticos. Que no es siempre lo mismo que las derrotas. Aquella de las presidenciales de 2015 fue una más de muchas –después de 2011, el kirchnerismo sólo ganó en 2019- pero no amenazó la supervivencia del sujeto político. Al contrario, le dio una oportunidad de acumulación, de recreación. Aprovechado a medias, entre otras cosas porque el tiempo –cuatro años- fue demasiado corto para lo que resultan las maduraciones históricas.
Los años fundacionales fueron, en cambio, generosos en ejemplos. Hace exactos veinte, Néstor Kirchner llegaba al poder sólo con el 22% de los sufragios. Más desocupados que votos, según la definición de su sucesora. Como Juan Domingo Perón en 1945, supo articular demandas para robustecerse: la recuperación de la economía desde el fondo (no el Fondo), la apertura de la dirigencia política a la escucha popular (fueron entonces muy relevantes gestos como la concesión de audiencias a cualquier ciudadano o ciudadana y los conciertos de artistas populares en el solemne Salón Blanco) y una decisión de avanzar hacia el enjuiciamiento a los todavía impunes artífices del terrorismo de Estado.
Este último punto –siempre a juicio de esta columna- es de sustancial importancia, por varias razones:
- significó el reconocimiento a una lucha de décadas de sobrevivientes, familiares de víctimas, organismos y una porción cada vez más importante de la sociedad, que supo evitar trampas discursivas varias (el punitivismo, o la reivindicación sólo liberal de los derechos humanos, vaciando de sentido el carácter político de la represión y de la militancia de sus víctimas).
- involucró la definitiva desarticulación del Partido Militar.
- representó una negativa explícita al pliego de condiciones que, según reveló entonces Horacio Verbitsky, uno de los popes del diario La Nación había hecho llegar a Néstor Kirchner, so pena de caracterizarlo como un gobierno anual.
Con aquellos primeros movimientos, el naciente kirchnerismo fue construyendo su identidad. El triunfo de la consigna de Memoria, Verdad y Justicia dejó sin embargo una serie de dilemas aun no resueltos, ninguno de los cuales es imputable al movimiento que la motorizó hasta que el kirchnerismo la abrazó como propia:
- es necesario marcar siempre que el fin de la impunidad no se dio por el Poder Judicial, sino a pesar suyo: fueron más los actores judiciales que pusieron trabas que aquellos que impulsaron acciones de justicia.
- el punto anterior es relevante sobre todo si se tiene en cuenta que maridó con otro: la renovación de una Corte Suprema hasta entonces absolutamente deslegitimada. Ambos méritos acercan el problema de que el Poder Judicial queda colocado como el dador último de justicia, lo que choca de frente con el concepto de soberanía popular, el Pueblo como sujeto de la historia y con un movimiento cuyo sello de competición se denomina Justicialista.
Posteriormente, llegaron el conflicto con el mal llamado “campo” en 2008 y la derrota en las elecciones de medio término de 2009. Todo parecía perdido, pero allí fue cuando la reacción del kirchnerismo pasó por proponer nuevas utopías y articular demandas. Desde el fondo de una derrota se propuso un país con matrimonio igualitario (la denominación misma era un guiño al pensamiento de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe), jubilaciones universales y por sistema solidario de reparto, la comunicación como un derecho y el fútbol como un patrimonio de la cultura popular.
Todo aquello ocurrió en el transcurso de pocos meses y terminó de constituir una identidad política, desde el riesgo y la amenaza de extinción. Hoy la pregunta por la supervivencia se extiende, pero lo que no se percibe todavía es la misma reacción. Si a una porción de la gente le suena prometedor quemar el Banco Central o masificar el uso de armas, ¿será que nadie invita a una utopía mejor?
Parece necesario algo más.
Proponer sueños, como dijo uno, hace veinte años. Enamorar, según el verbo que eligió alguien, en estos días.