La bolsa o la vida: el conflicto del frigorífico Penta y la lógica de la ganancia permanente
Por Andrés Ruggeri (*)
Foto de Ariel Martínez Kumrath
La represión sufrida el jueves 9 de abril por los trabajadores del frigorífico Penta, en el municipio de Quilmes, mostró toda la tensión de una situación social y económica explosiva en medio de las medidas de emergencia sanitaria por el coronavirus y la drástica paralización económica que ocasiona. La planta que maneja el empresario Ricardo Bruzzese había cerrado dos semanas antes sin pagar las quincenas ni atenerse a ninguna norma legal, especialmente a las dictadas en los últimos tiempos por el gobierno nacional con el objetivo de preservar los puestos de trabajo, como la prohibición de despidos y suspensiones. También ignoró la conciliación obligatoria decretada por el Ministerio de Trabajo.
Los trabajadores fueron reprimidos bestialmente por la policía bonaerense en una situación confusa, y los agentes responsables fueron apartados después de la condena pública de la intendenta de Quilmes, Mayra Mendoza, y del propio gobernador Axel Kicillof. Esta situación, especialmente a partir de declaraciones contradictorias del ministro de Seguridad, Sergio Berni, dieron pie a una polémica. ¿Por qué se reprimió y quien dio la orden? Si no fue ningún juez ni tampoco un organismo de gobierno, ¿entonces por cuenta de quien actuó la policía? Este hecho y las denuncias cruzadas se llevaron el grueso de la atención pública y política sobre el tema. Para las lecturas simplistas y críticas del gobierno por izquierda, es una prueba del doble discurso de una tradición política que hace de la no represión de la protesta social uno de sus pilares. Para la derecha neoliberal, una prueba de la falta de control del gobierno, del peso de las mafias sindicales y el resto de los lugares comunes del gorilismo que solemos escuchar. En mucha menor medida, en cambio, se ha puesto el acento en algo más inquietante como el autogobierno policial, la posibilidad de una represión por encargo directo de la patronal, pasando por encima de los poderes públicos. Según el dirigente del MTE, Juan Grabois, Bruzzese le pagó al comisario para desalojar a los trabajadores, lo que evidenciaría no solo la complicidad sino la insubordinación policial frente a las autoridades gubernamentales actuales, después de cuatro años de “empoderamiento” represivo.
Esto lleva a otra cuestión de fondo: la puja entre las grandes empresas y el gobierno para intentar romper la cuarentena que paraliza sus negocios, en cuyo contexto tenemos que entender este hecho. No se trata solo de Bruzzese y el sector de la carne, sino de una suerte de “rebelión capitalista” que, como siempre, busca pasarle el costo a la clase trabajadora. El objetivo es preservar la rentabilidad de sus empresas evitando el aislamiento obligatorio o flexibilizándolo lo suficiente como para que no afecte su capacidad de acumular ganancias. Si el costo son miles de vidas, están seguros de que no serán las de los magnates, refugiados en sus mansiones. Es el modelo que Mauricio Macri le pidió a Alberto Fernández que siguiera cuando intentó parar la declaración de cuarentena obligatoria con un llamado telefónico (“el modelo inglés”, dijo, poniendo como ejemplo al premier Boris Johnson, que terminó en terapia intensiva por Covid-19) y que tan desastrosos resultados mostró en Estados Unidos, Brasil, Italia y la propia Inglaterra.
Pero, si no logran ese objetivo, el Plan B del empresariado local es minimizar el costo de la cuarentena y trasladárselo a los trabajadores. Así, Paolo Rocca despidió a casi 1500 obreros y fue la punta de lanza de la rebeldía de los poderosos, que continuaron las cadenas de comidas rápidas, Coto, Acindar y, con los resultados vistos, el frigorífico de Bruzzese. Una lucha sorda por garantizar la miserabilidad del capital a costa del trabajo, y que empieza a sonar cada vez más fuerte.
La pelea por la carne
En este escenario, la industria de la carne se encuentra en el centro de la escena, por su incidencia en el consumo alimentario de nuestra población y en el comercio exterior del país. Un mercado altamente concentrado y de prácticas complicadas, en ocasiones rondando con lo mafioso. Así lo experimentaron y aún lo sufren los frigoríficos recuperados por los trabajadores, permanentemente agredidos por los grandes jugadores de la industria concentrada, uno de los cuales es, justamente, Ricardo Bruzzese, presidente de una de las cámaras del sector.
Las empresas recuperadas suelen ser una ventana para asomarse a algunos procesos de la economía que los empresarios tratan de mantener más o menos ocultos de la mirada pública. Así como fueron las primeras en denunciar el tarifazo macrista cuando las empresas privadas callaban para tratar de negociar con las energéticas, en el sector de la carne son grandes conocedoras y víctimas de las maniobras de las patronales, que lograron durante el macrismo que el Estado sacara del juego a las cooperativas con el argumento de que son una “competencia desleal”, por el hecho de que no pagan las cargas sociales que corresponden al trabajo en relación de dependencia. Según esta visión, el trabajo en las cooperativas es más barato porque los asociados no tributan como los empleados. Sin embargo, los mismos patrones que lo denuncian no dejan de utilizarlo a su favor cuando arman cooperativas truchas para tercerizar la faena a bajo costo. Después de una larga lucha, los frigoríficos recuperados están volviendo a resurgir, y varios de ellos se están agrupando de nuevo en la FECACyA, la Federación de Cooperativas Autogestionadas de la Carne y Afines.
Esto viene a cuento porque la FECACyA es un actor clave, por su experiencia, para interpretar la trama que existe detrás del cierre del frigorífico Penta. El mercado ya venía complicado por la orientación de las grandes empresas a la exportación frente al consumo interno. Acumularon stock de ganado en pie, haciendo subir su precio para garantizar la oferta exportadora, no solo la tradicional a Europa, sino a destinos crecientes como Rusia y China. Para los chicos, esa situación es cada vez más compleja. A contramano de lo que se podría pensar, el esquema de costos de los frigoríficos descansa más en los “subproductos” de la faena como el cuero, las menudencias, la sangre o el sebo que en la carne, cuya ganancia es fundamentalmente para productores y distribuidores. Si las curtiembres no compran el cuero, los frigoríficos trabajan a pérdida. La pandemia paralizó la venta al exterior de cuero y de carne, por lo que los exportadores dejaron de comprar el cuero y empezaron a acumular carne en cámaras, sin volcarlas al mercado interno. Una especie de equivalente de las “silobolsas” de los exportadores de granos. Es decir, prefieren guardar la carne que iban a exportar a los mercados europeo, ruso o chino, antes que ponerla a la venta en el mercado interno, en el que no podrían alcanzar los mismos precios. De esta manera, generan desabastecimiento y, por consecuencia, hacen subir los precios al consumidor.
En esa dinámica hay que entender la decisión de Bruzzese de cerrar la planta del Penta, suspender a sus obreros y enviar la hacienda a faenar a otro frigorífico del grupo. Lo que hace este empresario no es otra cosa que preservar sus beneficios a costa del trabajo. De acuerdo a las denuncias de los trabajadores, Bruzzese tenía conflicto con los delegados y, de esta manera, se los sacó de encima. Pero ese no es el aspecto principal, en todo caso es el factor que lo decidió a cerrar ese establecimiento y no alguno de los otros dos. La causa decisiva que opera es la misma que llevó a que los grandes frigoríficos, como FRIAR (del tristemente célebre grupo Vicentín, que dejó una deuda de 18000 millones de pesos con el Banco Nación) y otros grandes del rubro a guardarse la carne que no van a exportar en las cámaras de frío, en lugar de abastecer al mercado interno. Es también el factor que llevó a las grandes curtiembres como SADESA de la familia Galperín a no comprar los cueros y descargar las pérdidas sobre las empresas más débiles de la cadena. En otras palabras, y como dijo el presidente Alberto Fernández, a no resignarse a ganar menos.
Para no ganar menos, o mejor dicho, para seguir manteniendo el ritmo extraordinario de acumulación de capital al que están acostumbrados, el gran empresariado despide y suspende trabajadores, provoca conflictos y no acata las directivas gubernamentales que buscan minimizarlos. Estoquean producción en espera de mejores condiciones de rentabilidad y desabastecen el mercado interno presionando a la suba de precios. En fin, hacen pagar el costo a los más vulnerables, es decir, a los trabajadores y trabajadoras, y aprietan al gobierno para que levante las medidas de aislamiento social que les impide continuar sus negocios. Una conducta que pone a la vista de todo el mundo, a pesar de las campañas de prensa y los cacerolazos fogoneados por el ala más reaccionaria del macrismo (lo cual es mucho decir), que a la hora de hacer cuentas, para el capital no existe la opción de preservar los negocios o preservar la salud, siempre manda la maximización del beneficio. Una conducta criminal y expuesta, porque el capitalismo lleva el crimen en el ADN, aunque habitualmente logra esconderlo bajo la ideología.
Para finalizar con el caso Bruzzese, señalado por Clarín como “empresario K”: en esta contradicción entre la acumulación de capital y la protección de la salud de las mayorías no hay facciones políticas entre los grandes capitalistas, todos están del mismo lado.
Por dónde explota
El juego de presiones que despliegan las corporaciones y el bloque de poder mediático-político que lo expresa no se da en el vacío sino sobre una economía y una sociedad devastada y tensionada, que arrastra problemas históricos profundizados por el experimento macrista y sus arrasadoras consecuencias. El gobierno asumió hace apenas cuatro meses, demasiado consciente de la precariedad económica, la debilidad del aparato estatal y el condicionamiento de la desorbitante deuda externa dejada por la gestión de Macri. Todavía tratando de acomodarse, sin presupuesto e, insólitamente, sin haber siquiera conformado todas las líneas de la administración pública, se ve alcanzado por la pandemia del coronavirus, una situación impensable en cualquier escenario y que puso a todos los países del mundo contra las cuerdas. La cuarentena obligatoria, sobre la que hay consenso mundial como la única política sanitaria capaz de evitar o reducir el contagio masivo y la catástrofe humanitaria, ha sido resistida por los neoliberales en todo el mundo, desde Donald Trump y Boris Johnson a Lenin Moreno. En Italia, la empresa Tenaris, cuyo CEO es otro miembro de la familia Rocca, fue también factor de presión para evitar el cierre de la actividad económica no esencial en las localidades más fuertemente alcanzadas por la pandemia, con miles de muertos como consecuencia.
En la sociedad argentina, con sus millones de trabajadores precarios –como mostró la avalancha de 11 millones de personas que se anotó para cobrar el Ingreso Familiar de Emergencia– y que viven de los ingresos generados por todo tipo de actividades de subsistencia en el día a día, la cuarentena obligatoria librada a la sola presencia del mercado es una condena a la inanición y una puerta abierta al estallido social. El “Estado presente” se convierte, obligatoriamente, en algo más que una muletilla, es la única manera de transitar este período sin llevar al país en esa dirección. En ese contexto estructural, el gobierno debió improvisar medidas para dar respuesta a esa necesidad de contención, dando ingresos a esa gran masa de población que está fuera del trabajo formal, mientras asegura a las empresas otro tanto para evitar su cierre y que descarguen sus pérdidas de ingresos en sus asalariados. Sin embargo, eso no tendría que significar una compensación a las grandes corporaciones por la desaceleración de su acumulación de capital.
Sobre esa emergencia presiona el bloque de poder. Si el gobierno está sentado sobre un polvorín social, no hay mejor amenaza que tirar chispas y brasas ardientes. O explotamos por arriba o explotamos por abajo, es el planteo. A su vez, el margen del gobierno es escaso, pues ceder a las presiones y levantar la cuarentena antes de tiempo es condenar al país a la exposición masiva al contagio y al colapso sanitario que, por supuesto, va a ser su responsabilidad. El poder real, experto en mantenerse invisible para una enorme porción de la sociedad, está acostumbrado a un eterno ganar o ganar. Paradójicamente, los cuatro años pasados en que tuvieron un gobierno de su mismo riñón hicieron visibles los hilos de la marioneta: ya tienen nombre y apellido, el juego está abierto.
Aunque todavía es muy pronto para sacar conclusiones, como se han apresurado a hacer un buen número de intelectuales mediáticos, las condiciones de la pandemia han puesto al modelo económico y social neoliberal que hace varias décadas se ha venido imponiendo en el mundo contra sus propias e impensadas limitaciones. El mercado capitalista librado a su libre voluntad y autorregulación, que escupe en forma incesante una multitud de mercancías –tanto útiles como superfluas–, no puede ofrecer solución a la supervivencia de la totalidad de la población que no tiene los medios para acceder a los bienes, como tampoco puede acumular sin trabajadores, sin consumidores y sin precarizados que garanticen la viabilidad de todos sus circuitos de comercialización.
La única forma de llegar a satisfacer las necesidades básicas de toda la sociedad –y de alguna manera la pandemia ofrece una única oportunidad para verlo sin que los fundamentalistas del mercado puedan hacer mucho para evitarlo– es a través de mecanismos de distribución regulados por el Estado y por la propia comunidad. Para responder a la explosión de necesidades que genera una situación como la presente, hay que asegurar los recursos para poder llegar al grueso de la población que se quedó de buenas a primeras sin medios de subsistencia. Una revalorización del rol del Estado aparece incontenible, acompañada de un renacimiento de los valores comunitarios básicos por sobre la exaltación del consumo y el capitalismo irracional y destructivo, como una forma de asegurar los derechos mínimos de la población, empezando por la preservación de la salud y la vida.
Las corporaciones como Techint, la banca privada nacional e internacional, los grandes exportadores y los grupos mediáticos hegemónicos saben que cuando hay pelea es a fondo. Nunca dan una batalla por darla, nunca se conforman con un arreglo circunstancial o una concesión. En su lógica, perder algo es el principio para perderlo todo. No siempre los dirigentes políticos y sociales lo entienden así, y transigen para obtener algo de paz en el ejercicio del gobierno. La derecha y los intereses corporativos son como un perro malo, que cuando percibe el miedo más ataca. Acá está en juego la salud de la población pero también la posibilidad de empezar a construir una sociedad basada en la lógica del bienestar del pueblo y no de la acumulación del capital.
(*) Andrés Ruggeri es antropólogo, docente e investigador por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ) y habitual colaborador de esta AGENCIA. En la UBA dirige el Programa Facultad Abierta, un vínculo entre el trabajo académico y el de las empresas recuperadas y autogestionadas. Asimismo, dirige la revista Autogestión para otra economía, donde fue publicada originalmente esta nota.