Dear white people: el final de un mensaje contra el racismo que terminó diluyéndose
Por Diego Moneta
En 2014 se estrenó la película Dear white people (Querida gente blanca, en español), escrita y dirigida por Justin Simien, quien cosechó un par de premios por su labor. Tras el éxito, apareció Netflix y le ofreció desarrollar la idea en una serie. De esa manera, en 2017 llegó a la plataforma la producción homónima, que finalizaría luego de cuatro temporadas.
Dear white people es una comedia que oscila entre el drama y lo satírico. Sigue a un grupo de estudiantes afroamericanos en la prestigiosa Universidad de Winchester, predominantemente blanca. El conflicto que dispara la trama es que un colectivo de personas asiste a una fiesta de disfraces con sus caras pintadas de negro. Un “incidente” catalogado como inofensivo que es siempre racista.
Samantha White (Logan Browning) denuncia lo sucedido en su programa de radio, que se llama igual que la serie, en el que detalla “microracismos” en los que se suele caer. El debate entre sus compañeros propone dos soluciones opuestas: Sam, Joelle Brooks (Ashley Blaine Featherson) y Reggie Green (Marque Richardson), hijo de un Pantera Negra, proponen actos y protestas; Troy Fairbanks (Brandon P. Bell), hijo del decano y próximo presidente estudiantil, junto a su interés romántico Colandrea “Coco” Conners (Antoinette Robertson), prefieren una salida más dialogada.
Distribuida en diez episodios de media hora de duración, la primera temporada adopta el punto de vista de un personaje distinto en cada capítulo. Al principio están presentados por un narrador omnisciente y con voz en off, interpretado por el magistral Giancarlo Esposito, que no sólo sigue el humor de la serie sino que, dada su función, revela detalles y anhelos muy relevantes. A los mencionados debemos sumar a Lionel Higgins (DeRon Horton), integrante del periódico universitario, y a Gabe Mitchell (John Patrick Amedori), pareja de Sam, que asume la posición del espectador blanco.
Ese protagonismo y esa narración coral es, al mismo tiempo, lo más logrado a nivel dirección y lo más cuestionable de su visión. Por momentos, parece forzar a la audiencia a aceptar ciertas miradas bajo la excusa de la libertad de expresión. El otro aspecto que vale la pena destacar es la capacidad de expandir sus horizontes, que van desde la aparición de las denominadas “derechas alternativas” y los trolls de Twitter, hasta órdenes secretas y la investigación sobre un docente, Moses Brown (Blair Underwood), denunciado por acoso.
Si la segunda temporada corrige, mejora y amplía, la tercera, en ausencia de un claro hilo conductor, baja el nivel. Pesa más la urgencia del mensaje que la construcción llevada a cabo y, en ese camino, se deja de lado la narración coral y algunas aristas terminan siendo arrastradas entre varios conflictos que se intercalan. La falta de un protagonismo evidente por encima del resto provoca algunos traspiés. La última entrega, con el telón de fondo del año de la graduación y un recuerdo pospandemia, asume una postura más del género musical, por momentos muy adolescente, a pesar de sostener las mismas tensiones. La tira siempre funcionó mejor cuando puso el foco en las cuestiones internas ideológicas que en las vertientes románticas de sus personajes.
Dear white people es comedia y de la buena, que cuestiona y reflexiona sobre diversos asuntos con matices y perspectivas, sin dejar de ser entretenida. En algún punto similar, aunque desde otra óptica, a Brooklyn 99. El humor es el instrumento para transmitir el mensaje. En ese marco pueden entenderse las reacciones que generó desde su primer tráiler. Los intentos de boicot sólo demostraron el punto propuesto y aumentaron la difusión de una iniciativa cuidada, en especial, a nivel fotografía y banda sonora.
Lo que sí se le puede achacar al director o a la serie es la adopción de una postura cuasi nihilista, de alguna manera en línea con la opinión general y lo que podría “aguantar” la audiencia. Por eso la escasez de referencias a líderes afroamericanos como Malcolm X. Los protagonistas afectados nunca terminan de señalar las causas profundas del racismo o el provecho que el sistema sacó de su esclavitud. En el fondo, el tono de comedia pesa más que el drama de una cuestión que nunca pierde actualidad, lo que termina por diluir su mensaje. Lo positivo son sus intentos de incomodar a propios y extraños para llamar a la reflexión sin ser condescendiente.