El campo en mí: el pasado ni siquiera es pasado
La semana pasada se estrenó El campo en mí, ópera prima de Tamara Mesri, en la que, a partir del trasvasamiento entre cuatro generaciones de mujeres, observamos cómo nuestra historia -y la de nuestros familiares- nos constituye. A lo largo de una hora, el documental, disponible en Cinear, construye el puente desde un legado personal hacia un panorama más general vinculado al holocausto y al antisemitismo. En diálogo con AGENCIA PACO URONDO, Mesri, directora, guionista y productora, desliza que, si bien inició las filmaciones hace más de quince años, a raíz de la pandemia y de experimentaciones con programas, diversificó el material y expandió su proyecto original.
Desde sus inicios como artista Mesri sintió la necesidad, y hasta la obligación moral, de producir una obra sobre su abuela, Luba Alkon de Biegún, sobreviviente de varios campos de concentración del nazismo y fallecida en 2013. De alguna manera, esa acumulación a través de los años se condensa en la siguiente frase: "El pasado no terminó, ni siquiera es pasado". Esa cita del escritor William Faulkner es el puntapié de la narración y, más que una introducción, es una declaración de principios. Surgida a partir de la investigación, para la directora refiere a una concepción de un tiempo que “no es lineal, sino circular y que se superpone”, dado que en “todos nosotros conviven diferentes tiempos”, y que se traslada al desarrollo del documental “en las superposiciones de audios e imágenes”.
El campo en mí se inscribe en una tradición cinematográfica amplia, entre los autorretratos familiares -con Los rubios, de Albertina Carri, a la cabeza- y las diversas aristas de la persecución nazi, con la presentación de una propuesta que, desde la memoria, el material de archivo y los testimonios, pondera la figura de la abuela como pivot de la narración. En definitiva, permite organizar a su alrededor un relato que, al mismo tiempo, repone aquella historia personal, una tragedia colectiva y la propia identidad familiar.
La estructura del documental sigue la misma lógica que la memoria con el correr de los años: fragmentada, atropellada y difusa. Se articula a través del material de archivo, recurriendo tanto a vídeos caseros -ya sean diálogos abiertos o casi a escondidas-, álbumes fotográficos y audios familiares. La experiencia de Luba es tan sólo un punto de fuga y el ejercicio es más que una simple fascinación. El contraste, a medida que Mesri y sus hijas ganan peso narrativo, se evidencia en el pasaje de entrevistas descontracturadas a otras un poco más calculadas, que configuran un relato sólido y emotivo a la vez.
En ese sentido, una de sus claves es abrazar el carácter necesariamente desordenado e incompleto de la reconstrucción emprendida. No sólo por el tipo de trasvasamiento entre generaciones, en el que la madre de Tamara falleció bastante joven, sino por el posterior estrechamiento que provoca entre las distancias genealógicas y sus modos de transmisión del pasado. Siempre había estado presente pero ahora se embarcan, reinterpretaciones mediante, en una búsqueda conjunta para que el holocausto no sea una página más en la continuación del linaje particular pero también en la comprensión del espectador.
Con la cabeza puesta en seguir difundiendo El campo en mí a la mayor cantidad de gente posible, y trabajando ya en la preproducción de un corto de ficción, Tamara Mesri nos expone a un recorrido creativo y a un pasado que no debe ser olvidado, y que nunca se va a perder. Sobre todo por una razón: es transmitido por sobrevivientes.