El Hoyo: encierro y desigualdad en la película española más vista durante la cuarentena
Por Carolina Micale
Cuando Goreng (Ivan Massagué) abre sus ojos se encuentra en el nivel 48 de una cárcel construida en forma vertical. Observa un cuarto sin ventanas, dos camas, una canilla, a Trimagasi (Zorion Eguileor) – su compañero de nivel – y un agujero en el medio de la habitación. Una vez por día, una plataforma cargada de las comidas favoritas de todos los reclusos de “El Hoyo” desciende por ese agujero. Desde el piso cero hasta llegar a los cientos de cuartos que están más abajo, todos comen de la misma mesa. Los de abajo se alimentan de las sobras de los de arriba, y los últimos no obtienen nada.
Bajo esta premisa, y utilizando como analogía la arquitectura vertical – tal como ocurre en Parásitos, el film de Bong Joon-ho ganador del Oscar a mejor película –, El Hoyo representa, de forma cruda y directa, las inmundicias de una sociedad en donde abunda la individualidad y el “sálvense quien pueda”. A diferencia del film coreano, la película dirigida por Galder Gaztelu-Urrutia no se sumerge en sutilezas. Toda la historia está situada y desarrollada dentro la prisión; la verticalidad de la estructura nunca deja de sostener el argumento principal.
A medida que la trama avanza surge una incógnita: ¿cómo logrará mantener la atención del espectador si sólo muestra un monótono edificio gris durante una hora y media? La respuesta está en el texto: los diálogos entre Goreng, el protagonista, y sus compañeros del Hoyo no dejan de sorprender e incomodar. Cuando ya ha pasado por los lugares más oscuros del ser humano, la película española demuestra que hay mucho horror por descubrir.
“No llame a los de abajo porque están abajo. No llame a los de arriba porque no le contestarán”, le dice Trimagasi a Goreng, después de comer las sobras de 94 personas que viven en los pisos más elevados de la prisión. Utiliza la palabra “obvio” cada vez que le cuenta a su compañero cómo funciona la vida dentro del hoyo. Todo parece obvio, incluso la forma en la que los demás se comportan, como individuos y en comunidad. Sin embargo, la trama demuestra que, a veces, lo “obvio” se esconde muy bien entre el sentido común social. En este caso, la desigualdad y el egoísmo – muchas veces naturalizados – aparecen en el film de manera explícita y directa. Todo se resume en “comer o ser comido”.
En paralelo, las sensaciones que produce juegan un rol fundamental para mantener la atención del público. Lo corporal es protagonista; como ocurre en la película Gravedad (Cuarón) y en 127 horas (Boyle), entre otras historias que mantienen un mismo escenario de principio a fin. El frío, el calor, la sed, el hambre, las náuseas y el dolor, intentan traspasar la pantalla en este tipo de películas. En El Hoyo, todas esas sensaciones tienen un lugar.
Por otro lado, la trama brinda pocas respuestas y abre cada vez más preguntas a lo largo de la historia. Esto puede resultar incómodo y tedioso para quien espera una narración resolutiva y servida en bandeja. Sin embargo, el largometraje logra mantener la tensión y el suspenso con cada detalle. Es una película de género, un thriller que entretiene por sí mismo, pero se atreve a recorrer temáticas complejas que subyacen a la sociedad.
Puede resultar paradójico – accidental o consciente – que una película que explora la división de estratos sociales y la importancia de lo colectivo para sobrevivir dentro de una comunidad, sea una de las más elegidas para ver dentro de la plataforma de Netflix en las últimas semanas. En un contexto de pandemia y cuarentena, de compras masivas de alcohol en gel y papel higiénico, y de cuestionar el acceso a una cama en sanatorios privados, revisar nuestras miserias – aunque sea en la ficción – se vuelve necesario. En definitiva, tal como se infiere en este largometraje español, los cambios nunca se producen de manera espontánea.