Hemshej y Las dos Mariette: un abordaje sobre la construcción de la identidad y su relación con la religión
Durante abril— los jueves 4 y 11— se estrenaron dos documentales que dialogan entre sí en el abordaje de la construcción de la propia identidad y su vinculación compleja con la religión. El primero de ellos, Hemshej, de Julieta Lande, y el segundo, Las dos Mariette, de Poli Martínez Kaplún. Con recorridos distintos, casi inversos, pero que se tocan, ambos— de poco más de una hora de duración cada uno— permiten la reflexión y la apertura de espacios de debate en el espectador y, a partir de ello, con la audiencia y la sociedad en general.
Hemshej, ópera prima de Lande, nace de su búsqueda por querer saber más sobre la historia de sus abuelos paternos, pero termina convirtiéndose en un proceso reflexivo de deconstrucción en términos políticos y afectivos. En concreto, la lleva a cuestionarse cómo se construyó su identidad judía. Como todo viaje enmarcado, aunque sea de forma inicial, dentro del “cine del yo”— al mejor estilo Los Rubios, de Albertina Carri, o La televisión y yo, de Andrés Di Tella— desborda finalmente lo personal, para desandar aspectos colectivos.
Las dos Mariette narra la historia de Mariette Diamant que, tras siete décadas, decide hacer público un secreto identitario. Criada en escuela católica— aún practicante— y rodeada de más de un vínculo con el Opus Dei, de joven descubrió que tanto su madre como su padre eran judios. A sus 90 años, en parte empujada por el avance de una enfermedad, e invadida de dudas y miedos, por rechazo y por prejuicio, enfrenta ese lado de su memoria familiar, hasta ese entonces enterrado y oculto, transmitiéndolo a su descendencia.
Si bien el punto de partida de cada documental es lógicamente distinto, hay un origen compartido por quienes protagonizan. En el primer caso, Joel y Jana tuvieron que dejar su pueblo tras la llegada del nazismo a Polonia y, poco después de llegar a nuestro país, nació su hijo, al que apodan Hemshej, que en idish y hebreo significa continuidad. Es el nexo entre Julieta y sus abuelos. Sin embargo, al principio, así como otros familiares, aporta más silencios y olvidos que respuestas. Esos huecos de sentido resultan de lo más atractivo.
Esa falta de palabras también la sufre la directora, al reencontrarse con un libro escrito por su abuelo para recordar a las víctimas. Lande no lo comprende porque está redactado en yiddish, idioma dejado de lado y reemplazado por el hebreo por imposición oficial con la fundación del Estado de Israel, lo que, según ella, equivale al forjamiento de una nueva identidad sobre el olvido de otra. De esa manera, de la mano de una educación noventista característica, parte de la historia empezó a disolverse dentro del relato familiar. Julieta siente cada vez más las omisiones históricas que involucran a otras comunidades.
Por otro lado, la familia Diamant, austríaca, llegó al país en 1941 escapando de Francia por los nazis. En parte, se codeó en un ámbito cristiano para salvarse, pero también por las apariencias y cierto anhelo de pertenecer a la aristocracia porteña. Esta forzosa conversión al catolicismo borra parte de su identidad y de su pasado: la partida de nacimiento dice en alemán "israelita", refiriéndose a la religión. La mentira, ante propios, ajenos y ella misma, sigue el mandato de su madre, con el objeto de sostener una fachada, pero que, desafiado, es una invitación a sacudirse para descubrir preguntas sin demasiadas respuestas.
La diversidad de reacciones de sus hijos, entre la subestimación, cierta negación solapa y, sobre todo, reclamos por la tardanza, conforman la arista más interesante. Si bien ya había contado su historia— junto a otras— en el libro Querido país de mi infancia, ese sufrimiento subterráneo no encuentra, para el resto, correlación con la forma de vida cultivada. De la voz baja y los eufemismos a los extensos relatos a modo de confesión, el cruce entre tres generaciones— donde la directora funciona como hilo transmisor que combina la complejidad del tema y la ligereza de la revelación— permite llenar de sentido ese silencio perenne y romper un status quo sostenido por traumas, prejuicios y la necesidad de aceptación.
De esta manera, en Hemshej nos embarcamos en un proyecto que se convierte en un profundo viaje introspectivo, abrazando la complejidad de su legado familiar y de la construcción de la identidad judía en un contexto marcado por las ausencias, el tiempo y la distancia. En Mariette, vemos a dos personas en una, aquella que nació de la intersección entre la católica formada en una institución de monjas y la que no se animó a decir que era judía, a la que la ignorancia le ofreció una apariencia confortable pero que potenciaba prejuicios y lugares comunes que veremos evidenciados a medida que el documental gana libertad y dinamismo narrativo con la intervención de distintos afectos a lo largo de su vida.
En términos técnicos, ambos documentales construyen a partir de recursos característicos del género, como un diverso archivo familiar, material producido, planos cortos y voz en off. Los vaivenes de Hemshej se condicen con las idas y vueltas vividas por Lande, quien, taller de escritura, seminario de cine y varios viajes mediante— del circuito turístico a Cisjordania y el este de Jerusalén—, organiza su propio arco de transformación. Tras el apoyo del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), del Fondo Nacional de las Artes y del programa de Mecenazgo Cultural de la Ciudad de Buenos Aires, la obra fue estrenada en el Doc Buenos Aires, la Muestra Internacional de Cine Documental, el año pasado.
Poli creó, junto a Lucas Werthein y Carlos Winograd, LIfestories, su propia productora, y con Las dos Mariette completa una trilogía documental que toma como eje al trauma identitario, pendulando entre el pasado y el presente. Lea y Mira dejan su huella focaliza en dos sobrevivientes de Auschwitz; La casa de Wannsee, en las raíces de otra familia perseguida. La directora pasa de una temática algo lejana a inscripciones hacia adelante, hasta llegar a Mariette, a la que le presentaron como alguien “que empezó a hablar de un pasado oculto”.
En ambos relatos no parece haber crueldad, sino cierta reticencia a volver a un pasado— lo que contrasta con una demanda reciente—, por lo que se trata de desafiar narrativas más convencionales para revisar percepciones arraigadas con el horizonte de enriquecer la comprensión cultural y social de la identidad, no sólo como un proceso complejo y contradictorio, sino como una arena de discusión. Nada inicia y finaliza con nosotros, hay omisiones y versiones que se imponen, lo que no implica negar identidades ajenas. Al fin y al cabo, esto es la deconstrucción de un cúmulo de certezas que se nos revela inestable.