Los juegos del hambre: un producto rupturista entre la violencia y el melodrama
Hace poco veía La balada de los pájaros cantores y las serpientes, última película de la saga de Los juegos del hambre y precuela de las anteriores. Es decir, a pesar de estrenarse después de las primeras, sucede cronológicamente antes de la acción fílmica de éstas. En este caso se muestra el ascenso de Corolianus Snow (Tom Blyth), quien ya anciano luego será el villano del resto de las entregas. En esta oportunidad vemos sus orígenes y cómo se desenvuelve en sus inicios.
Antes del análisis, unos breves antecedentes del film en la cinematografía general. En la década del sesenta se estrenó La décima víctima, una especie de película de presa y cazador enmarcada en la comedia italiana. Con un humor muy ácido satirizaba la televisión, elemento novedoso en los hogares contemporáneos, y la cobertura de muertes en un show televisivo. Más adelante, por inspiración, se hicieron otras, como Battle Royale. La obra japonesa de principios del siglo, con argumento similar a Los juegos del hambre, escenifica descarnadamente la condición humana, ya que con brutal violencia se resuelven problemas sociales como mecanismo disciplinador de la delincuencia juvenil.
En ambas películas, en un futuro distópico con mayor tecnología pero con dudosa moralidad, la indisciplina social se podía resolver mediante un show ultra violento. En ese mismo marco se dan Los juegos del hambre, una saga entera de libros llevada al cine, donde se narra de forma épica la caída de un régimen. Entre las concesiones que se toma Disney al adaptarlas, podemos señalar que la violencia es mucho menos gráfica, y se acentúa la peripecia o la aventura, y a medida que avanza la narración no se endurece la protagonista sino que se abre paso al melodrama. Katniss Everdeen (Jeniffer Lawrence) se vuelve una persona más emocional y vinculada afectivamente con el resto.
La balada de los pájaros cantores y las serpientes, precuela estrenada a fines del año pasado, deja un poco de lado el tono mainstream y se vuelve un tanto más violenta y de mayor sequedad. Ese mismo recurso se replica en la relación entre los protagonistas, que se aleja de la melosidad para retratar un amor tortuoso con motivaciones difusas. Las actuaciones, en general, son muy buenas, sobre todo quien encarna a Snow, ya que en el rostro denota cómo el resentimiento con el mundo crece y su idealismo se marchita en pos de la supervivencia. A su vez, la personalidad de Lucy Gray Baird (Rachel Zegler) también está muy bien construida.
El hecho de poder cantar y las letras melancólicas, con fuerte contenido de protesta, dan el primer paso hacia un tono, en ciertos momentos, poético. Se suma como factor una fotografía que tiene reminiscencias a la épica de Hollywood de los sesenta. Por lo demás, la estética es deudora de la presentación del fascismo en la cinematografía americana, con edificios gigantes y un vestuario oscuro y apagado, con personajes lúgubres, para dar la impresión de que hay algo pesado en los hombros de todos los ciudadanos. En sumatoria, cabe destacar la gran producción de la película.
Por último, el final es un tanto abrupto, ya que pareciera que se quiere cerrar la historia -y por lo tanto la saga- de buenas a primeras en un marco expresionista. No sólo no queda claro el desamor entre protagonistas, más allá de porqué sucede y cómo reaccionan al mismo, sino que hubiese sido preferible hacerlo en dos partes. Ello hubiera permitido un desenlace más acorde al desarrollo otorgado durante la narración particular y general. Aún así, debe recomendarse el visionado del producto, según quien escribe, más rupturista que dio Disney en el pasado reciente.